“Sexo y muerte alumbraron el imaginario de sus creaciones y así ha sido hasta el final, una lucha titánica en la que él siempre apostó por los hermosos vencidos”
Luis Lapuente escribe unas líneas urgentes, al amanecer, después de enterarse de la muerte de Leonard Cohen, reflexionando sobre su carrera y sus últimas canciones.
Texto: LUIS LAPUENTE.
En el filme de John Ford “El último hurra”, un viejo político de raza encarnado por Spencer Tracy se presenta al final de su vida ante sus electores con una fuerza interior y una dignidad pasmosas. Así lo hizo Leonard Cohen, como antes David Bowie en este año maldito para los dioses del pop, en su reciente álbum, “You want it darker”, un disco hermoso y doliente donde, emulando a William Blake, buscaba la luz adentrándose más y más en la oscuridad. “Me levanto de la mesa, estoy fuera de juego, no necesito una amante, así que apaga la llama”, canta, suspira Leonard en ‘Leaving the table’, casi pidiendo perdón por detener la sangría de generosidad derramada en sus canciones, sus poemas, su vida apurada a mil besos de profundidad.
Ahora ya lo sabemos, aunque él nos lo dijo desde el principio, aislado del mundo en el paraíso heleno de la isla de Hydra, escondido entre las sábanas del Chelsea Hotel o tendido en una cama de madera de un monasterio budista, qué más da: sexo y muerte alumbraron el imaginario de sus creaciones y así ha sido hasta el final, una lucha titánica en la que él siempre apostó por los hermosos vencidos. “Me peleaba con la tentación, pero no quería ganar”, confiesa en ‘On the level’, otra de las gemas en bruto de su testamento musical.
Canciones de amor y odio, nueva piel para la vieja ceremonia, aquellas fascinantes letanías voluptuosas, delicados haikus de un hombre atrapado entre sus deseos carnales y sus demonios espirituales, fogonazos de silencio que nos recuerdan nuestra condición mortal, ahora que él, también él, nos ha abandonado y solo nos quedan sus canciones.
La despedida del cantautor canadiense es su último regalo, quizá por eso el más preciado, ese disco mortuorio que desvela una epifanía de secretos compartidos, hermosura de pájaros en el alambre, el aliento final de un anciano redimido en Shangri-La anunciando de rodillas su fe en la eterna quietud, susurrando el mantra de su ‘Hallelujah’ de espaldas al público, igual que en sus últimos conciertos, como en una liturgia preconciliar embellecida por un órgano catedralicio. Imposible despedirse y Leonard lo sabía, también nos lo había dicho: “That’s no way to say goodbye”.