El 26 de noviembre, los supervivientes de Led Zeppelin reflotan, excepcionalmente y por única vez, la nave en Londres: Todo un acontecimiento histórico. Pero antes, el 13 de este mismo, el doble disco Mothership recupera 24 de los mejores temas de la que es una de las bandas esenciales de la historia del rock. Uno de esos nombre míticos adscritos a la leyenda del sexo, drogas y rock and roll. Para recordarlos, recuperamos este completo artículo publicado originalmente en 2003 en la edición en papel de EFE EME.
Texto: DARÍO VICO.
PRIMERA PARTE
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS
Los Zep fueron una banda extraña, casi un remedo de la armonía familiar de La casa de la pradera comparados con sus contemporáneos de igual calibre. En uno de los entornos más ingobernables de la historia del género, caldo de cultivo para la traición, la psicopatía y el asesinato, supieron permanecer fieles a sí mismos y a la camaradería –salvo algunos roces menores al final de la trayectoria de la banda, provocados más por el desgaste vital de cada uno que por su relación en común– en una carrera, que se dilató más de una década. Funcionaron como una auténtica empresa familiar; su ritmo de trabajo fue febril, girando constantemente para mantener vivo el status de la banda y la conexión casi física con sus fans, y lo hicieron desde que eran unos desconocidos ninguneados por la prensa británica hasta que se retiraron como superestrellas. Suplieron los momentos bajos de cada compañero –las adicciones de Page, la morriña alcohólica de Bonham, el declive físico de Plant por sus accidentes y sus problemas domésticos…– adaptando la maquinaria a las necesidades de cada momento. De cara al exterior puede que parecieran el Madrid Galáctico, pero creedme, su espejo fue el Albacete de Benito Floro…
John “Bonzo” Bonham
Curiosamente, fue el más humano de los cuatro dioses el que certificó la categoría mítica de la banda. Es más que probable que si John Bonham no hubiera muerto impregnado en alcohol y ahogado en vómito –en el propio, no como en la macabra broma de Spinal tap– en septiembre de 1980, los Zeppelin habrían acabado por dilapidar su leyenda; desde luego, hasta su muerte no parecía haber intención de tirar la toalla. De hecho, Peter Grant ya había diseñado un eslogan que decía pomposamente: “Led Zeppelin. The eighties”. Pero, definitivamente, aquélla no podía ser su década. Y, efectivamente, el revisionismo Zeppeliniano no comenzó oficialmente hasta la edición, en la primavera de 1990, de Remasters, su primer superventas en formato CD.
Bonzo fue el batería perfecto para los Zeppelin, aunque no era un superdotado. Admirador de jazzmen como Gene Kruppa, no poseía ni la pegada de coetáneos en ese género como Elvin Jones ni la técnica de Tony Williams. En el campo del rock, su referente más cercano era su amigo y en cierta manera hermano mayor Keith Moon, que murió dos años antes que él en circunstancias muy similares, el mal del batería; desgaste vital y falta de arraigo tanto entre el academicismo estelar como en el mortal común. Moon era más imaginativo que él, pero Page supo darle un protagonismo que el loco Keith no recibió en su última época en los Who. Page sabía que Bonham no era técnicamente insustituible, pero también que el karma del grupo estaba “kaput” sin su presencia, por eso rechazó como sustitutos, sensible e inteligentemente, a bestias de los parches como Cozzy Powell o Vinnie Appice. Y por eso en las contadas ocasiones en las que Zeppelin se reunieron post morten sentó en la banqueta a su hijo, Jason Bonham. Sin Bonzo los Zep podrían sonar incluso mejor, pero nunca habrían sido los Zep.
Bonzo, que fiel a los dictados de la época, y a la categoría de número uno absoluto de los Zep, tocaba un set de batería mastodóntico –con un bombo “king size” en el que pronto grabó, orgulloso, sus tres círculos entrelazados– podía haber tocado para los Zeppelin con una batería de juguete y aún habría salvado los muebles. No era sólo un batera de pegada, entendió perfectamente el juego de ambientes en el que se metieron sus compañeros y les seguía, más por la veta de la cordura y la técnica, por la pura inspiración, transpiración en algunos directos porque llegó a acabar conciertos con las manos tumefactas, ya que a veces sus solos incluían la percusión manual de los parches. En ese sentido, no ha habido otro batería como él.
A Bonzo se le achacan –de ahí le viene el sobrenombre– la mayor parte de los disparates de la giras zeppelinianas. En realidad no era “la bestia” que se suponía al escuchar otro de sus sobrenombres; John era un buenazo, que se pasaba la mitad del tiempo añorando su casa y su familia y apuraba la morriña en alcohol. A litros, literalmente; cuando murió se calcula que podría llevar dentro cuarenta copazos de Vodka y similares espirituosos. Era como un niño dios; los “roadies” no temían a Bonzo, más aún, jugaban con él y le retaban a cometer todo tipo de tropelías; “Bonzo, estos tipos no se creen que puedes tirar una tele por la ventana”. Y Bonzo la tiraba, o quemaba las cortinas, o se lanzaba en pos de una “grupie” como un cosaco poseso… Cierto que tenía un pronto más que malo a veces, y que estaba tirando a salido –en realidad, el entorno en el que vivía desde los 20 años no parecía inclinarle a limitarse en nada ni con nadie– pero no era mal tipo. Descanse en paz, y con el los Zep.
John Paul Jones
El último en unirse a los Zep, a petición propia, además, y la pieza oculta y definitiva del engranaje. Jones era un músico profesional con muchas cosas claras a sus 22 años cuando se apuntó al proyecto de Page, y posiblemente no pensaba que iba a durarle mucho, pero sí que le iba a dar cierto lustre para continuar su carrera de sesionero de lujo. Un poco como esas películas que se pasan un par de semanas en la Gran Vía para poner la etiqueta en el vídeo de “estrenado en cine”. Es en lo único que se equivocó a lo largo de su carrera en la banda, porque en todo lo demás acertó. Su papel fue de menos a más. Igual que pasó de ser el bajista a decantarse por los teclados a lo largo de la carrera del grupo, también aumentó su responsabilidad como arreglista a detentar un poder sonoro cada vez mayor como creador de los ambientes telúricos que caracterizaron las grandes composiciones finales del grupo, y a sostener de facto la banda en las últimas grabaciones, cuando la heroína había hecho mella en Jimmy Page. Se tiende a categorizarle como menos visceral y genial que Page, pero muchos de los hallazgos de los Zep son suyos. Su carrera posterior en solitario, siempre en busca de nuevas experiencias, parecen dejar claro que el verdadero espíritu libre de la banda como músico era él, y que en ciertos casos era Page quien tenía que coartar su creatividad y no al contrario, para mantener a los Zep en los límites de un vanguardismo asumible.
Según fueron pasando los años, John fue manteniendo una distancia de seguridad prudencial con sus compañeros, quedándose al margen de sus correrías en gira –su única debilidad conocida fue hacer instalar un órgano eléctrico en el Starship, el avión que les trasladaba en sus giras americanas, y amenizar las veladas– y realizando las labores de mantenimiento sonoro cuando los demás se retiraban a sus cuarteles de invierno. Nunca tuvo un enfrentamiento claro con Plant o Page, pero aun siendo absolutamente necesario para terminar de… barnizar cada canción del grupo, acabó por dar la impresión de ser demasiado profesional en un entorno en el que esta palabra no dolía, pero en el que lo que primaba era ser un entusiasta, un “hooligan” del Zeppelinismo. Quizás por eso cuando P&P se reunieron –sin reclamar, eso sí, en un alarde de elegancia, el nombre del grupo, aunque sí muchas de sus canciones para los directos– Jones se enteró por los periódicos. Inmutable, dijo que no le dolió, aunque le pareció incorrecto.
Robert Plant
El benjamín del grupo y el miembro más idolatrado y discutido. Durante todo su primer año en la banda Page y Grant se debatieron en la idea de deshacerse de él. Para la prensa británica y los indies “undergrum” del momento, era un florero histérico. Creían que con Roger Daltrey, sus chales de flores y sus posturitas habían tenido suficiente, pero no, podía ser peor. Las críticas fueron terroríficas, y al otro lado del Atlántico las fieras de Creem y Rolling Stone se despacharon a gusto, pero a los “teenagers” yanquis les gustaba aquel tipo. Page decidió darle un voto de confianza y acertó, creó el prototipo de cantante de rock duro. Y la crítica británica descubrió que, efectivamente, podía ser peor, cuando llegó David Coverdale…
Criado como gritador en bandas menores, fichado como opción de emergencia, Page siempre se sintió con él como una especie de Pigmalión. Más que a su instinto, obedeció a su amor propio cuando le mantuvo en nómina –así fue, pues al principio la banda funcionaba con la inversión de Page y el resto cobrando la soldada semanal del bolsillo de guitarrista y manager– con la decisión de pulirle poco a poco. “Inventó” para él el prototipo de balada heavy, y le regaló el tercer disco de la banda, en el que puso a prueba sus recursos alternativos a los de gritador, los de susurrador y narrador épico, quedando así establecidas las tres marchas de un crooner metálico. Alguien lo definió como una Janis Joplin sin cojones, y en cierta manera era el reverso de la fenecida vocalista. Su bluesología era mucho más blanca, Robert era un cantante de grito limpio, sensual pero asexuado. No tenía la masculinidad de Jim Morrison ni tampoco el falsete de sobrinos como Dio, la suya era la voz de un efebo alto en testosterona. Una mezcla como para estrellarse, pero que en su caso resultó proverbial; los Zep no habrían sido tan grandes con Gillan. Es imposible calibrar la importancia de su melena rizada en la historia del rock, pero es evidente que Page tenía muy claro lo que el “efecto Bisbal” podía suponer para la banda.
Su aportación al grupo fue notable, aunque lo que aportó es lo que más ha envejecido. Como letrista es una lacra; sin nada, absolutamente, que decir –como el resto de compañeros; Led Zep era una banda de evasión, no un referente generacional– supo ir evolucionando de los robos del blues teñidos de sus experiencias en carretera a un misticismo épico que creó escuela. En The song remain the sam, la peli, se disfrazó de caballero andante y daba un poco de risa, pero de ahí en adelante la venta de aceros toledanos entre la parroquia hard creció sustancialmente. Maldito sea por siempre por ello, aunque hay que reconocer que si no se le hubiera ocurrido a él habría sido a otro, y al fin y al cabo lo hacía con mucho tino y tiento. Sólo al final de la era Zep dejó traslucir algunas experiencias más personales, como en “All my love”, dedicada a su hijo fallecido poco antes, y aun así no es que sea una letra capital en el género.
Aunque, evidentemente, folló lo que quiso, tampoco era una bestia de la carretera. Al principio, por aburrimiento, se metió en todos los fregados que surgían, pero poco a poco también se fue aburriendo de esto; hay que tener en cuenta que en sus primeros dos años de vida los Zep recorrieron cuatro veces EE.UU. de punta a cabo. Le encantaba volver a casita con su familia y jugar con los críos, todos en pelotas por el “cottage”, recorrer tierras de promisión y meditar con su amigo Jimmy y visitar a su exigua y selecta parroquia de “groupies” fijas, como cualquier amo del mundo de las finanzas, vaya. Pero fuera de eso, Mr. Plant era el vecino perfecto.
Jimmy Page
Jimmy era el mayor de los cuatro, y ya llevaba un lustro trabajando como músico profesional cuando la desbandada de los Yardbirds le obligó a inventarse a los Zeppelin. Formaba parte de una tríada mágica de guitarristas ingleses junto a sus amigos Eric Clapton y Jeff Beck; no tenía el carisma del primero ni la salvaje imaginación del segundo, y supo que no podía seguir los caminos de ninguno de ellos. No cantaba ni componía como Clapton, por lo que no podía formar un supergrupo como Cream o Blind Faith –tampoco tenía el apoyo mediático y empresarial para ello– ni quería ser un solista epidérmico y epiléptico, pero a la postre condenado a tocar para minorías, como Beck. Page adivinó que se avecinaba la era de los grupos, y que había que comenzar a hacer rock con la mentalidad con la que se hacía pop.
Dejó de lado modelos de banda como los que entonces detentaban el poder: Ten Years After, Iron Butterfly o Vanilla Fudge se le quedaban cortos, aunque entonces coparan las listas. Junto a Peter Grant diseñó a los Zeppelin como unos años antes la industria del pop había prefabricado a los Monkees, Dave Clark Five o Herman Hermits, y le ofreció el producto acabado a una gran discográfica americana. En ese sentido, la prensa especializada británica tuvo toda la razón del mundo al calificar a los Zep como un montaje, aunque eso no importara en el fondo lo más mínimo ni desvirtua sus logros. Ni Plant, ni Bonham, ni Jones fueron su primera elección. En realidad, fichó, como los equipos pequeños, agentes libres; como director técnico Page demostró ser perfecto. Ensambló una banda que pronto sería deificada como los mejores en su género a base de segundones y desconocidos. Su unión con ellos se demostró perfecta; su camaradería prácticamente no se resquebrajó con el paso de los años –tuvo sus más y sus menos con Plant, aunque todo se exageró tras la muerte del hijo de éste y las acusaciones de que el guitarrista había empleado el ocultismo para maldecirle, uno de los mejores “hoax” del rock– y ellos siempre aceptaron su liderazgo y su calidad de patrón de la empresa.
Supo emplear las cualidades de sus compañeros al máximo, pero desde luego el verdadero factor diferenciador de la banda fue él. Ha habido guitarristas más rápidos, más versátiles y más visionarios que él, pero él es el tótem. Ritchie Blackmore, su gran rival de la época, no supo llevar a los Purple a donde Page llevó a los Zep; Hendrix fue el malogrado César, pero él fue el Alejandro Magno de la guitarra eléctrica. Repasando la carrera de los Zep se descubren tres o cuatro “hits” clarísimos y dos docenas de temas de relleno para cualquier otro grupo que supo retorcer para reconvertirlos en clásicos, casi arquetipos, del rock pesado. Se puede decir que era práctico en sus arranques de genialidad, sabía aprovecharlos. Efectismos como la guitarra de doble mástil le servían para obviar la necesidad de un segundo guitarrista, algo que su ego nunca habría soportado.
La suya fue la personalidad más compleja. Amable y huraño a un tiempo, mediatizado por su interés por el ocultismo y su adicción a los estupefacientes, lo que le hizo recluirse cada vez más e incluso perder protagonismo al final de la carrera de la banda, donde fue hábilmente suplantado por Jones. Gran parte de la veta satánica de los “Zep on the road” se debe a sus sofisticados gustos sexuales, que sin embargo gustaba de desarrollar en privado. Amable y caballeroso con sus “groupies” favoritas, experimentaba con las “amateurs” que se ponían a su disposición; según sus biógrafos, no faltaban los látigos en su equipaje. Como los caballeros que reflejaba Sade en sus relatos o Buñuel en sus visiones, o los que de vez en cuando aparecen tras un desliz en la prensa amarilla, miembros de la cámara de los lores que un día son descubiertos embutidos en látex o embadurnados, junto a una estricta dominanta letona, en manteca de cacahuete.
SEGUNDA PARTE
EL MILAGRO DE LOS PENES Y LOS PECES (Y OTROS MITOS ZEPPELINIANOS)
Una de mis discusiones de bar favoritas es: quítale a un grupo sus canciones, sus letras, sus discos, sus conciertos, imagina a una banda sin música, que sólo conocieras de ellos su reputación, los rumores, historias y leyendas; todo lo que les rodea y es tan importante o más que la música. ¿Quiénes serían los más grandes? ¿Los Stones? ¿Los Beatles? Deja que me ría… ¡Los Zeppelin son los putos amos! Porque, como decía un viejo calavera, “lo mejor no son todas esas barbaridades que cuentan de mí… lo mejor es que muchas son mentira, y me he ahorrado el trago…”
El avión dorado
Es curioso pero la mayor parte de las leyendas relacionadas con los Zeppelin tienen su vertiente práctica. Cierto que el Starship, el mítico Boeing dorado con su logo bien visible puede parecer un simple capricho de megaestrellas, pero no lo era tanto. Para empezar, marcaba diferencias, y Peter Grant sabía que vender la idea de que los Zep siempre estaban un paso más allá cimentaba el colosalismo, era publicidad de primera clase, que nadie más se podía permitir. Para continuar, libraba a una banda que, incluso en su época de mayor éxito era puramente estajanovista, de pernoctar en localidades como Tulsa, Tampa Bay o Toledo, Ohio, con los riesgos que eso suponía. Los chicos podían soportar una noche de hotel en Nueva York o LA, pero en una pequeña ciudad norteamericana se aburrían soberanamente, por lo que estaban más expuestos a las pequeñas y grandes catástrofes de la vida en carretera –una orgía desmandada, una “overdose” sin un buen hospital cerca, como le pasó a Gram Parsons, etc.– y por supuesto al éxtasis vandálico de sus fans, que sabiendo que ellos permanecían en la localidad podían poner la villa en estado de sitio permanente.
Grant establecía un par de bases estratégicas, según fuera la pata de la gira del este o el oeste de EE.UU. –en Europa se movían en bus– y les llevaba a casita cada noche. Eso sí, la aeronave era que ni diseñada por Camilo Sesto; un pianito eléctrico para que Jones amenizara las veladas, dos dormitorios por lo que se pudiera terciar, con falsa chimenea de esas que tienen una laminita donde se proyecta una filmina de fuego –habría sido demasiado instalarle salidas de humos al Boeing– y un surtido de aeromozas de lo más mollar.
El pescadito travieso
Que a los Zep les gustaba quilar parece que está fuera de toda duda. Salvo Page, los otros tres tenían pareja formal desde el principio y la mantuvieron largo tiempo, con un nutrido contingente de “groupies” fijas que se aceptaban como algo normal, tal como en las películas de queridas del landismo. Coño, si en la época hasta Paco Martínez Soria echaba una canita al aire en sus películas sin que pasara nada, y ahora te meten una demanda de divorcio que te arruina por menos de nada… Luego estaban los alivios rápidos; al parecer, el solo de batería de Bonhan en “Moby Dick” era un momento cojonudo para relajarse en medio de un concierto, y de hecho llegó a ser recogido en algún “bootleg” como The blow jow break…
Luego están las historias legendarias, momentos de perversión que ni siquiera el Rodox o el Bizarre Extreme se atrevería a publicar. La más famosa remite a una sesión de pesca que terminó con una “groupie” penetrada por varios orificios por pescaditos previamente capturados en el lago cercano por John Bonham. Las versiones rozan desde la que tiende al “snuff” –la chica no quería y el pez es un siluro de tamaño récord– a la que cuenta que en realidad todo fue el rodaje de una película experimental, como las de John Waters… El caso es que quien aparece como figura clave en esta historia y muchas otras es el road manager Richard Cole, un simpático cabrón con pintas al que se le ocurrían la mayor parte de las ideas perversas del entorno Zeppelin… Y es que los Zep generaban una devoción tal que, ajenos muchas veces al circo que su presencia ocasionaba, conferían poder divino a casi cualquiera que formara parte de su entorno. Muchas de las “groupies” que se jactaban de haber vivido una noche salvaje con Page en realidad habían follado con la estrella por persona interpuesta; quizás el “roadie” asistente del tipo que le afinaba las guitarras en directo, que había aprovechado la pegatina del “Access all Areas” para practicar una lluvia dorada al interfecto/a de turno, con lo que todos tan contentos.
Jimmy Page as Harry Potter
Según diversas leyendas, Page se cargó con un hechizo al primogénito de Plant y predijo con varios días de adelanto la muerte de Bonham. Durante mucho tiempo la idea de Page como discípulo satánico cobró mucha fuerza, aunque hay que tener en cuenta que era la era de Kiss, Alice Cooper y Black Sabbath en su máximo esplendor, por no hablar de pelis como El exorcista, La profecía o Phantasma, y uno de cada dos adolescentes se confesaban terrorsatánicos y amedrentaban al que hacía el par con la confesión de tener los tres seises de rigor tatuados en la coronilla. Afortunadamente, pronto llegarían los Maiden con su simpática mascota Eddie para dejar claro que aquello fue una cosa de risa, pero mientras duró tuvo su morbo.
Page fue desde el principio un aficionado al ocultismo, especialmente de la figura de Aleister Crowley. Su pasión por el hombre oscuro –compró todo tipo de reliquias suyas, desde manuscritos a mansiones– y su figura cada vez más torva –en realidad, consecuencia de su adicción a la heroína– cimentaron la leyenda. Page, siempre listo, aprovechó para revestir a los Zep de un halo mágico, ya que la banda era, por otra parte, ideológicamente inerme. La ida de identificar a cada miembro del grupo con un símbolo de origen misterioso fue un extraordinario acierto, y visionario; se adelantó varios años a los personajes de cómic creados por Kiss. Los cuatro comenzaron a usar sus iconos en directo, en sus trajes, etc. ¿Había alguien misterioso detrás de cada uno ellos, una personalidad oculta? ¿Eran íncubos, enviados de Belcebú, que conspiraba contaminando la mente de los adolescentes de todo el planeta para luego tomar el poder al mando de su ejército de teenage zombies? Aquello era, desde luego, mucho más fuerte que lo de “John, Paul, George & Ringo”, ¿no?
Ojos que no leen
Las portadas de los Zep siempre tuvieron tomate. También en ellas había signos ocultos que desentrañar, pero lo que más molaba era su negativa a dar la más mínima información en ellas, empezando por el nombre del grupo y en ocasiones del álbum. El famoso cuarto disco sin nombre, IV o Four symbols, comúnmente, marca un antes y un después en la historia del rock. Siempre se cuenta que los ejecutivos de la Atlantic se subían por las paredes ante la sola idea de publicar un álbum inidentificado, lo que no tiene ninguna lógica teniendo en cuenta que los Zep tenían pedidos anticipados de cualquiera de sus discos de cientos de miles de copias, y que era difícil que algún posible comprador llegara a la tienda sin saber de memoria el diseño de marras. Pero quedaba tan chulo eso de la tensión entre el comercio y al arte…
Parece que los Zep nunca estuvieron muy a gusto con el diseño final de casi ninguna de sus portadas; siempre consideraban que se había extraviado algo en el recorrido entre la idea y la plasmación final. La sesión donde se fotografiaron los niños elfos de Houses of the holy fue un desastre y el tono amoratado de ellos un error de imprenta… “Pobrecitos, parece que se han ahogado”, fue la primera reacción de Plant, padre amatísimo a la postre… Las tapas de Hypgnosis para Pink Floyd han envejecido mucho mejor, su simbolismo era más atemporal y epatante. Además, portadas tan chulas como la de Physical graffitti quedaban reducidas a la nada en las reediciones baratas sin troquelar y no digamos ya en los CDs. Sin embargo, su carácter totémico para toda una generación sigue funcionando, y como vendieron trillones de discos, no es difícil encontrar originales a buen precio en el mercado de segunda mano, especialmente en el ebay británico. Y tenerlas es tener un trocito de vida.
Compañeros de trip
El entorno de la banda en sus años de gloria fue, sin duda, una de las “familias” del rock más respetadas y temidas desde los Borgia, aunque quizás con menos escrúpulos. De entre un gigantesco entramado de brillantes profesionales sin escrúpulos, gángsters sentimentales y depravados de portentosa imaginación destacan dos nombres esenciales, quizás las dos personas que más hicieron por engrandecer el mito Zeppelin: Peter Grant, “la madre de todos los managers”, y Richard Cole, un tipo entrañable que bien pudiera haber sido el asistente personal de Calígula en vidas anteriores.
Grant fue bastante más allá de Epstein, el Coronel, Andrew Loog Oldham… Una mezcla de madre de folclórica, consigliere mafioso, visionario del marketing y hermano mayor tarado, de cerca de dos metros y doscientos kilos de peso. Una bestia capaz de machacar –literalmente– a cualquiera que se pusiera en el camino de sus chicos y al mismo tiempo capaz de sentir una ternura casi ridícula por ellos, especialmente por Jimmy. Un tipo capaz de destrozar la oficina de un promotor por un quítame allá esas cláusulas, encabezar personalmente una “vendetta” sangrienta y, al mismo tiempo, uno de los estrategas más inteligentes de la historia del negocio, un negociador habilísimo –vendió a precio de oro a la Atlantic a un grupo que no era nada– y parte fundamental de todo un género. Si Grant hubiera sido el manager de Uriah Heep, te puedo asegurar que ahora estaríamos celebrando el aniversario y la edición en formato de lujo de Salisbury. Para él, guiar a los Zep a la cumbre no era un negocio, era una misión. La “fatua” zeppeliniana. Al contrario que otros managers, no desconfiaba de sus pupilos, jamás se metió en la faceta artística y nunca los traicionó; cuando el grupo se disolvió, dejó el negocio.
Listo como el hambre, aplicó desde el principio la técnica del cine de serie B; el monstruo te va a dar más miedo cuanto menos lo veas. Como la prensa especializaba los despreciaba, no habría entrevistas. No saldrían en la tele, no habría singles editados para la radio, si querías escucharlos tendrías que ir a sus conciertos, comprar sus LPs, convertir en una ceremonia cada escucha de “Stairway to Heaven”; los fans, como el perro de Pavlov, salivaban ante cualquier rodaja zeppeliniana, los dijeys se volvían locos y programaban el tema de punta a cabo, como el de aquella emisora que lo pinchó ininterrumpidamente durante días… Creem, Rolling Stone y Melody Maker, que les habían vendido como unos Ten Years After para críos, se mesaban los cabellos, y acabaron pactando, claro. Sólo Nick Kent y Cameron Crowe –lógico, un adolescente eterno y un adolescente militante– les entendieron desde el principio. Y aquí, por supuesto, el Popu, al rey lo que es del rey…
Por el contrario, Richard Cole era carne de cañón, pero un día se encontró al mando del mismísimo ejército de las tinieblas. Mariscal de campo del “backstage” zeppeliniano, fue el verdadero factótum de la leyenda negra que, quiérase o no, tanto ha engrandecido a la banda. Los Zep, y digo más aún, la historia del rock, le debe más al gran Ricky Cole que a todos los guitarristas, gritadores, rompeparches y demás friquis del planeta metálico. Gilles de Rais contemporáneo, socarrón, inventivo hasta el exceso, deliciosamente violento, fiel como pocos a la banda y su espíritu, contribuyó a varios libros de memorias que han labrado el mito, aunque muchos aseguran que el verdadero protagonista de la mayoría de las anécdotas que cuenta fue él.
Los otros…
¿Y si los Zep hubieran sido los New Yardbirds que Page planeaba en un principio? El soso y folkie Chris Dreja al bajo, Keith Moon –inventor del nombre de la banda y colega de Page, a la postre, en esa época hasta los huevos de los Who– a la batería, y el majestuoso y buckleyano Terry Reid –del que ahora se reedita el perdido e imprescindible River– como vocalista… Un grupo con contrato en vigor para una compañía que no creía en ellos, a remolque, posiblemente por la influencia de Reid y Dreja, de la generación Canterbury, guiados por un Giorgio Gomelsky en horas bajas… La historia podría haber sido muy diferente, igual Page habría acabado hasta los mismísimos en un par de años, ofreciéndose como guitarrista a Mike Kennedy, recordando sus viejos tiempos de sesionero para el “Black is black” de los Bravos… Oye, igual un día le habría dicho a Mike, después de un bolo en Mallorca: “Se me ha ocurrido una idea para una banda perfecta para un tipo como tú, con esa mata pelo rubio y ese “sex appeal”…”. Soñar es gratis, ¿no?
Para ver a Led Zeppelin interpretando «Stairway to heaven» en directo, pincha aquí.
Si quieres verlos en el Madison Square Garden tocando «The song remains the same», entra en este enlace.