LIBROS
«En ocasiones, el texto deja al lector mal sabor de boca, pero como literatura es dulcísima»
Aida González Rossi
Leche condensada
CABALLO DE TROYA, 2023
Texto: CÉSAR PRIETO.
La editorial Caballo de Troya, fundada en 2004, nació como un escaparate de las nuevas tendencias de la narrativa hispana y se ha mantenido en el mercado de nuestro país con prestancia y algún título de impacto. Pero fue en 2014 cuando tuvo la felicísima idea de entregar cada año su gestión a un director invitado, que es quien lleva adelante el sello durante doce meses y quien potencia su apuesta literaria. Con ello, el catálogo adquiere personalidad y está conectado realmente con las nuevas voces, puesto que los editores invitados están en contacto directo con tendencias que pasan desapercibidas para los grandes medios.
Por ahí han pasado Elvira Navarro, Luna Miguel, Jonás Trueba y, en este 2023, Sabina Urraca, quien ya había actuado de editora invitada en la editorial Barrett con la deslumbrante Panza de burro, de Andrea Abreu, que ya ha sido reseñada en estas páginas, y con quien la novela que presentamos ahora posee relevantes concomitancias. La primera es que ambas autoras son canarias, que ofrecen el foco narrativo a una niña —una niña del siglo XXI, no piensen en Mujercitas— y que el deje en ambos textos es el castellano que se habla en el archipiélago.
Pero hay algo que las une más hondo, algo referente al estilo, que impregna las dos novelas sin que asalte a primera vista, sin que se vea, como si se empaparan de gasolina y perfume a la vez. Aparentemente, un análisis lingüístico diría que hacen uso del registro oral e informal. Sin tapujos. Y eso es común a una hueste de escritores jóvenes que tratan la lengua de manera libérrima, que no se detienen ante escollos del lenguaje, que usan estructuras que no son normativas, y que aciertan, pueden conseguir ese temblor en que literatura y vida emiten en la misma frecuencia.
De hecho, es una tendencia que ya se explotó en los años setenta del pasado siglo con los mismos parámetros. Se llamó novela experimental, pero está nueva generación le añade el plus de la ingenuidad en lo obsceno. Hacen cosas que no entienden qué son y las explican con una mezcla de lenguaje infantil y mensajes adultos. Y eso angustia.
La protagonista de Leche condensada es una pequeña salvaje. La encontramos en una fiesta de cumpleaños, sentada en el suelo, parece solitaria y mira a su primo Moco. Su madre habla con el resto de madres de su reciente separación. De pronto, un par de gemelos también invitados, le proponen jugar en una linde del bosque —la casa dispone de un pequeño terreno— y la agreden. Es Moco quien les hace morder tierra.
Los dos primos siempre han estado juntos, medio criados por la abuela. Es una proximidad sacrílega, pero hermosa, como todo lo sacrílego. Y que se resuelve en imágenes de descarnada dureza sexual y delirios incestuosos. Sí, seguramente no saben a lo que juegan, pero los dos primos apenas han cumplido catorce años y ya duermen juntos, en el sentido que se le da a la palabra en el mundo de los adultos.
El espacio de Aida es el merendero, ahí bebe cerveza con sus amigas, hasta que el mundo deja de ser como es. Quieren crecer, pero a la vez no quieren. Están obsesionadas por los videojuegos, y acuden, en una excursión dantesca en la que acaban fumando sustancias ilegales con unos heavies, al Salón del Manga de las islas, crean messengers falsos, se atiborran de bolitas de maíz con mucha sal. Y todo ello lo explica Aida con imágenes brillantísimas, plásticas, de las que duelen.
El final del texto pisa el acelerador, no es apto para pusilánimes. La novela, que en ocasiones ha sido alucinada, ahora es absolutamente realista y está escrita con una libertad plena, pero sin salirse de la realidad. Aida está a punto de dejar la crisálida. Quiere ser niña, pero ya ha perdido ese derecho. Y lo recupera al final, a cámara lenta, con una prosa sucia que, resulta asfixiante y oxigenada a la vez. Como todo el texto, en ocasiones deja al lector mal sabor de boca; pero, como literatura, es dulcísima.
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Anterior crítica de libros: Ciudad Libertad, de Salvador Gómez Valdés.