Las ocasiones, de Rubén Lardín

Autor:

LIBROS

«Escrito a tumba abierta, dejándose llevar por lo que aparenta ser una escritura automática absorbente, no muy lejana del Ulysses de Joyce»

 

Rubén Lardín
Las ocasiones
Fulgencio Pimentel, 2024

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

Decían Astrud en su canción que «hay un hombre en España que lo hace todo». Hay muchas probabilidades que ese hombre sea Rubén Lardín. Cinéfago probado, ha escrito varios libros de divulgación sobre el séptimo arte, traduce y ejerce de periodista, labor que se despliega entre antiguos fanzines, radio, televisión, prensa escrita, blogs y podcats. O sea, todo. Ha comisariado exposiciones y organizado festivales, ha actuado y ha escrito guiones de cine. Por si fuera poco, también ha escrito libros misceláneos, dietarios, memorias y algunos gozosos batiburrillos como este Las ocasiones.

Las ocasiones es un libro escrito a tumba abierta, dejándose llevar por lo que aparenta ser una escritura automática absorbente, no muy lejana del Ulysses de Joyce, pero cambiando Dublín por Barcelona y Madrid, ciudades entre las que fluctúa parte del texto, debido a que deja su ciudad natal para mudarse a la capital. En este trasvase hay marcos temporales —su cincuenta cumpleaños, o sea, la vejez, dice él— y espaciales. El primero, la casa de los caracoles, una edificación cercana al Paralelo que en su fachada y sus forjas metálicas está llena de esculturas de este molusco. Allí, tiempo atrás, vivía Clara, con la cual, acompañados de su amigo Gero, exploraban la noche barcelonesa.

Es solo una escena, hay decenas, muchas acompañadas de un anexo divagatorio. La detección de un cáncer, que después se curó, sirve de introducción, como no, a reflexiones sobre la muerte, un viaje en metro es una investigación sobre el dolor. Y los temas van cambiando casi a cada página. Las visitas a su sobrina Lucía, de cuatro meses, se combinan con recuerdos del apartamento familiar en la playa, estancias en París o las mujeres de su vida. Sobre todo, retratos de mujeres, que aparecen bajo su mirada amplia. Lardín no observa lo que pasa frente a él, observa los laterales, y así una mujer llorando bajo un tilo da pie a delicadas observaciones.

El estilo, en ocasiones, tienta la prosa poética; otras veces es más arisco sin dejar por ello pequeñas notas de humor. En muchas ocasiones resulta metaliterario y lo que está narrando es el propio pulso de la escritura. Una escritura que también aparece en múltiples alusiones a su marco cultural. Emergen ahí William Burroughs, Lovecraft, Jacques Brel. Ladytron, Proust o Ramon Casas, la línea clara y Krazy Kat, un cambalache tan significativo como el laberinto de su escritura.

Los sentimientos y la carne también son objeto de su mirada. Los primeros, frecuentemente centrados en el desamor; la carne… bueno, la carne en el doble sentido, el sexo y el erotismo, por un lado, pero también el canibalismo en unas digresiones a propósito de la asistencia a un rodaje, de la misma manera que la asistencia a un versissage le lleva a reflexiones sobre la tontería en el mundo y el arte moderno.

Hay más temas, los toros, más viajes, en este caso a Tánger, antes de un soberbio final con la receta de un plato de pasta que le prepara a la arquitecta que va a estudiar unas fugas de agua en su domicilio. No puede ser este último episodio más magistral: algo que quisiéramos haber vivido, contado en la forma en que querríamos contarlo.

Anterior crítica de libros: María Dolores Pradera. Déjame que te cuente, de Santiago Aguilar y Felipe Cabrerizo.

Artículos relacionados