«Bruce Springsteen, un músico que arrastra masas allá donde toca, vive en un perpetuo estado de salud y decide regalar a sus fans la interpretación de uno de sus discos más emblemáticos»
En este artículo de opinión, Juanjo Ordás se cuestiona esa nueva moda, que cual mancha de aceite se va extendiendo por doquier, de interpretar en escena discos del pasado en su integridad.
Texto: JUANJO ORDÁS.
La moda imperante entre músicos de todo pelaje de tocar discos al completo en sus conciertos debería llevarnos a reflexionar sobre qué es lo que pedimos a nuestras bandas favoritas cuando están sobre el escenario.
Lo que en algunos casos no deja de ser un guiño a los fans más fieles –aquellos que conocen a fondo su obra y no se quedan estancados en el hit de turno–, en otros es fría estrategia de puro marketing para salvar su maltrecho nombre.
Un ejemplo del primer caso sería el de Bruce Springsteen, un músico que arrastra masas allá donde toca, que vive en un perpetuo estado de salud y que decide regalar a sus fans la interpretación de uno de sus discos más emblemáticos. El pasado 20 de septiembre el de New Jersey tocó junto a la E-Street Band el mítico «Born to run» íntegro, permitiendo a su audiencia escuchar en vivo y al completo el que quizá sea su más mítico trabajo. Un lujo presentado en el mismo religioso orden que en el disco, aunque con el acierto de intercalarlo entre dos bloques de canciones –uno inicial y uno final– que dotó de mayor empaque y sorpresa al regalo. Springsteen ha repetido jugada estos días con el mismo «Born to run» y «Darkness on the Edge of Town» y «Born in the USA».
Otros, sin embargo, ven en este tipo de jornadas nostálgicas una salida para tratar de escapar de la caída comercial, de las bajas ventas o de una reputación reventada. En este caso no hay sorpresa, la velada temática se anuncia previamente, dando nombre incluso a un tour completo que atraerá tanto a los fanáticos como a aquellos que en su día se desengancharon de la carrera del artista. Tal es el caso de Deep Purple con su «Machine head» o el de Kiss con el famoso «Alive». Los primeros arrastran un cadáver putrefacto, los segundos venden una formación que no cuenta con la credibilidad de su «line-up» original. Ambos ofrecen espectáculos de morriña, aunque mientras Kiss se mantienen en buena forma física los de Ian Gillan provocan vergüenza ajena. Todo con tal de atraer miradas de unos seguidores que hace tiempo perdieron su interés o que ponen en entredicho su autenticidad.
Con todo, es importante pensar qué es lo que como espectadores esperamos de los músicos. Sí, el componente nostálgico tira con fuerza de recuerdos pero mata la espontaneidad de un concierto en directo, espontaneidad que no solo se basa en la actitud de la banda, sino en el material que ofrecen a su público. Hablamos de mercancía, al fin y al cabo. ¿Qué hay de emocionante en conocer de antemano el repertorio que será ejecutado la noche del concierto? ¿Dónde queda el interés de los músicos por preparar una lista de canciones que sorprenda agradablemente a la audiencia? El espectador debe exigir ser felizmente sorprendido, no ser embobado en nombre de una nostalgia que no le quitará años de encima. Ni a él ni a los músicos.
Para el artista, opciones al respecto hay varias. Desde modificar el repertorio noche tras noche (como el mismo Springsteen o los duros Metallica hacen) a indagar en su cancionero para recolectar esas piezas poco espoleadas que derretirán a sus fieles, recuperar caras B perdidas en el tiempo o, puestos a romperse menos la cabeza, continuar con sus veladas de la añoranza pero variando el orden.