Las canciones del agua, de Los Planetas

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DISCOS

«Jota y compañía garantizan calidad, evolución, visión madurada, cierto reencuentro con el viejo espíritu indie y un puñado de temas muy por encima de la media»

 

Los Planetas
Las canciones del agua
El Ejército Rojo, 2022

 

Texto: EDUARDO TÉBAR.

 

Que una banda de rock resista y tenga algo que decir después de treinta años resulta meritorio. Los Planetas es una de las marcas más influyentes de la música española en las últimas dos décadas y media. Un estatus labrado haciendo las cosas a su manera, a menudo pegándose aparentes tiros en el pie, y con la peculiaridad de obligar a crítica y público a ponerse las pilas en cada movimiento. Las canciones del agua, el décimo álbum de los granadinos, llega cuando ha transcurrido prácticamente un lustro desde la anterior entrega, si bien la alianza paralela con Niño de Elche en Fuerza Nueva contribuye a pensar en un periodo de actividad continuada.

Ellos, en cualquier caso, siempre van a su ritmo. El mundo se paralizó con la pandemia. Y fue entonces cuando Los Planetas decidieron intensificar la faena, grabar y publicar singles urgentes. Ese reguero de canciones, inspiradas en los episodios del momento, conforman el grueso del segundo bloque del disco, que mira hacia afuera, observa el convulso panorama y ejerce a la vez de crónica y reflexión mordaz sobre los acontecimientos. Con Jota y compañía pasa un poco como con The Chills o The Pastels, que, por muy de tarde en tarde que se manifiesten, garantizan calidad, evolución, visión madurada, cierto reencuentro con el viejo espíritu indie y un puñado de temas muy por encima de la media.

Las canciones del agua es una obra coyuntural. Sin el coronavirus hubiese sido otro álbum. O no hubiese sido nada. Su integración de suma de partes se asemeja a Contra la ley de la gravedad (2004). Y lanzarlo en dos epés hubiera sido una opción válida. Asimismo, llama la atención lo elástico que se ha vuelto (dadas las circunstancias) el concepto de banda, en un plantel tradicionalmente rígido y de personalidades muy marcadas. En las entrevistas aparecen solos Jota y Florent. Y en la grabación, echando mano de paisanos tan solventes en el estudio como Carlos Díaz, Pablo Sánchez o Jaime Beltrán, se cuelan los socorridos Pájaro Jack (Mafo y el propio Beltrán), así como la guitarra flamenca de Edu Espín (hijo de Carmen Linares y colaborador habitual de Soleá Morente), los metales de Jimi García (Eskorzo), Miguel López (bajista de Grupo de Expertos Solynieve) y Natalia Drago (argentina, líder de Srta. Trueno Negro, que vivió el confinamiento en Granada).

El primer bloque, en contraposición al segundo, ahonda en lo local como escudo ante el caos global. El arranque, “El manantial”, es la adaptación de un poema de Lorca en una lectura desnuda, de doce minutos, con un David Montañés sensacional al piano y un Jota nítido como intérprete (él, que es un sonido más del abigarrado óleo planetero). “El manantial” es de esas canciones que constituyen un disco en sí mismo. Se trata de la pieza más larga de Los Planetas: dura más que “La Copa de Europa” y solo la supera la media hora de “El lado oscuro de la fuerza”, contenida en el epé rareza Los Planetas se disuelven (2003).

El título del álbum parte de estos versos evocadores del poeta de Fuente Vaqueros, que sitúa el agua como elemento central para encontrar en su secreto una respuesta para su dolor. J lo santifica, lo encuentra premonitorio y se mimetiza hasta transformarse en uno de los chopos de la vega granadina. Puro panteísmo lorquiano. ¿Tópico? Para nada. Poco se ha explotado a Lorca en la escena granadina, más allá de Morente, el Omega, los tratados de Jesús Arias o audacias como cuando Lapido introduce al perro asirio en una letra.

Como en “Islamabad”, Los Planetas vuelven a tender un puente con el trap granadino. Esta vez, reformulando con igual acierto “Se quiere venir”, de Khaled (Pxxr Gvng, Los Santos, La Mafía del Amor). Dos generaciones y escenas distintas, pero vinculadas por esa suerte de quintaesencia nazarí (lo llaman malafollá en la exégesis doméstica). Una viñeta romántica de andar por casa. Otro enfoque, más naíf, sin la maravillosa pompa que suministraron a la joya de Yung Beef en 2017.

Y es curioso lo de las “Alegrías de Graná”: Los Planetas sacan a relucir al fin la guitarra flamenca en el menos flamenco de sus discos de los últimos quince años. Aquí brillan algunos versos muy bien traídos del cancionero popular: «La madre que te parió se merece una corona y tú te mereces dos» o «Arrímate a mi querer como la salamanquesa se arrima a la pared». Por último, “La morralla”, rescate del segundo trabajo de Carlos Cano (A la luz de los cantares, 1977), convertida en unos tanguillos noise. Podría haber encajado como divertimento de Grupo de Expertos Solynieve y prepara el cuerpo para el tinte político de la cara B del elepé. Ahora se detecta en Granada un interés creciente desde el sector indie hacia la figura de Cano, cuyo legado (conviene recordarlo) es inmenso. Álbumes como A duras penas o Crónicas granadinas supondrían un filón. Ahí lo dejamos…

El segundo bloque de Las canciones del agua, el de los singles pandémicos, deriva en que, con las prisas, Los Planetas hayan retomado las formas de las que se desprendieron (o que ensancharon) a principios de este siglo. Para regocijo de muchos fans veteranos, cabe esperar. Son textos pegados a la actualidad, con el alto riesgo de que envejezcan mal, pero retratan una etapa histórica que ninguno de nosotros olvidará. Y se agradecen el colmillo y la ponzoña en estos tiempos de grupos con miedo a posicionarse. O de odiosa equidistancia. O de disidencia controlada.

Hay algo de hit por accidente en la vitamina de “El negacionista”. “El Rey de España” hilvana el perfil del personaje a partir de la célebre frase del monarca huido, para sucumbir al embotamiento planetero y apelar al carácter contracultural con el que nació el rock and roll, y que no tiene pinta de persistir en eso que hoy catalogan como indie. Por su lado, “El apocalipsis zombie” y “El antiplanetismo” redundan en señalar a una sociedad adocenada, acrítica y sometida al poder. En concreto, “El antiplanetismo” queda resignificada al final del disco. Una secuencia de canciones que comienza en la vega y acaba invitando al hedonismo en la playa. Sin salir de Granada. La óptica ahora es otra: ya no hace falta refugiarse en otra dimensión, de viaje por el sol.

Anterior crítica de discos: Strictly a one-eyed Jack, de John Mellencamp.

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