EL CINE QUE HAY QUE VER
“Injustamente zarandeada y maltratada desde el fiasco económico, parece casi imposible justificar la negativa recepción crítica de una obra tan inagotablemente bella y de lecturas tan hondas”
Jordi Revert reflexiona sobre “La puerta del cielo”, una película de Michael Cimino que no tuvo el recibimiento merecido en su tiempo, pero que describre como una obra “inagotablemente bella” y un relato imprescindible sobre los vencidos.
“La puerta del cielo” (“Heaven’s gate”)
Michael Cimino, 1980
Texto: JORDI REVERT.
La historiografía del cine se alimenta de mitos e injusticias poéticas que apuntan hacia un relato alternativo que merece ser reescrito una y otra vez. En ese relato, “La puerta del cielo” ocuparía un lugar eminente en el que ya nunca sería esa obra maldita. O esa película-catástrofe que hundió a la United Artists. O esa desproporcionada épica que le valió a Michael Cimino el Razzie al Peor Director –quizá el galardón que más subraya la estupidez y falta de criterio de esos premios a lo largo de su historia−. En una historia del cine en la que los méritos artísticos constituyeran el único criterio válido, la gran obra de Cimino sería considerada una obra maestra sin paliativos, una superproducción en la que los logros expresivos están a la altura de su descomunal esfuerzo creativo y económico.
El gran error de Cimino fue, seguramente, apuntar al corazón del sueño americano. Dos años antes, “El cazador” (“The deer hunter”, 1978) había mostrado la hemorragia de una nación en la Guerra de Vietnam, pero había encontrado la complicidad en el nostálgico –y durísimo− retrato de una generación amputada. “La puerta del cielo”, sin embargo, no tuvo clemencia en su recreación de la guerra del ganado en el Condado de Johnson, Wyoming, a finales del siglo XIX. El director sabía de las implicaciones de aquel capítulo oscuro en el que la Wyoming Stock Growers Association, conformada por algunos de los rancheros y propietarios más poderosos del estado, enarbolaba la temprana bandera de un capitalismo depredador que aniquilaba al pequeño y promovía una identidad excluyente en la que inmigrantes y gente ajena al poder solo podía ser desterrada o eliminada. Por tanto, la obra de Cimino ponía en jaque a la imagen más pura de ese buscador y fundador de su propia fortuna, el ciudadano escalando en una sociedad generosa en oportunidades para aquel que quisiera cogerlas. Antes al contrario, señaló con el dedo al fatal episodio de Wyoming como un punto de no retorno en la configuración sistémica y situó en el centro de esa tragedia la más hermosa idea de su cine: la puerta del cielo titular es una pista de patinaje en la que los inmigrantes llegados al condado desde la vieja Europa comparten los últimos restos de sus sueños de prosperidad y patinan exultantes de alegría en un limbo aún ajeno al desastre que está a punto de acaecer. Es allí donde el entendimiento sobrevive y el diálogo entre culturas dibuja un mundo mejor que pasa de ser una realidad alcanzable a una utopía en progresiva descomposición.
En el centro de ese paisaje que se desintegra, Cimino sitúa a tres personajes como libres reinterpretaciones de sus respectivos referentes. Jim Averell (Kris Kristofferson) es ese héroe a su pesar que no puede renunciar a la justicia y que, por tanto, se ubica en contra de un sistema que cultiva su atroz maquinaria de crecimiento. Nate Champion (Christopher Walken) participa, convencido de sus bondades, de ese mismo sistema para acabar siendo traicionado por su propia lógica. Y Ella Watson (Isabelle Huppert) es la última e idílica expresión de una inocencia que necesariamente será víctima de ese avance. En el exterior de ese triángulo amoroso de inevitables tensiones ideológicas y dramáticas consecuencias, Billy Irvine (John Hurt) es uno de los secundarios más conmovedores de toda la filmografía del cineasta: antaño brillante orador de Harvard y jovial soñador, Billy se posiciona del lado de los poderosos, se rebela tímidamente frente al surgimiento de la barbarie pero acaba resignándose en el alcohol y en su propia derrota. La gestualidad de Hurt nunca transmitió tanta impotencia. Y probablemente nunca un personaje dijo tanto del mundo en que vivimos, el que dejamos vencer.
Es, empero, entre Billy Irvine y Nate Champion que se produce el pasaje más revelador. El diálogo que ambos mantienen en una sala atravesada por rayos de luz revela, desde la abstracción de su conversación, la imposibilidad de reconciliar sus respectivas posturas y, de forma inherente, la rivalidad por el amor de una misma mujer. La secuencia bien podría ser una cima encubierta que aúna el centro sentimental y político, a la vez que pone de manifiesto la quimérica búsqueda de la perfección que Cimino puso en práctica durante el rodaje. Su obsesión fue rápidamente pasto de una leyenda que habla de planos repetidos hasta el hastío, decorados reconstruidos, actores despedidos y múltiples peleas en el set de rodaje.
El desastre favorito de Hollywood
Hasta dónde llega la verdad es difícil de medir en tanto que “La puerta del cielo” se convirtió en el desastre favorito de Hollywood, la película que todos aprovechaban para señalar el fin de una época –el Nuevo Hollywood− y enterrar un modelo de superproducción que implicaba un capital humano y unos medios desproporcionados, hoy en día inimaginables fuera de la esfera digital. Injustamente zarandeada y maltratada desde el fiasco económico –excedió en más de 40 millones de dólares su presupuesto inicial y sus números en taquilla fueron desastrosos−, parece casi imposible justificar de ningún modo la negativa recepción crítica de una obra tan inagotablemente bella y de lecturas tan hondas. Máxime cuando su pericia técnica, evidentemente unida a la ambición de su autor, nunca está libre de una profunda apuesta emocional por parte de este.
Pensemos en el vals inicial durante la graduación de Harvard, en el que la cámara va cerrando los planos sobre los bailarines al tiempo que los cuerpos marcan perfectamente el ritmo en su paso por el encuadre. Pensemos, sin ir más lejos, en la llegada de Averill (Kristofferson) al pueblo y en su diálogo con un viejo conocido, mientras el caos de la civilización les rodea con furia. Entre ambas muestras Cimino propone un cambio de régimen dramático que marcará todo el conjunto: de los idílicos días de la universidad a la violencia del incipiente mundo en el que ninguno de los protagonistas está ya a salvo. Ese tránsito se torna incluso más amargo cuando los héroes, accidentales o no, acaban sucumbiendo del mismo modo en el que la película lo hizo a una incomprensión generalizada. Atendiendo a ese fracaso oficial –en ningún caso artístico−, no deja de resultar oportuno encontrar en ella una arraigada melancolía inherente a una historia de personajes que lo pierden todo, pérdida reafirmada en su extraña despedida como último vistazo al pasado. Resulta, pues, inevitable identificar en “La puerta del cielo” un crepuscular llanto que llora la realidad que pudo ser y que no fue. La película que mejor representa a los vencidos. El adiós definitivo de un sueño que no volverá.
–
Anterior entrega: “La ronda”, de Max Ophüls.