OPERACIÓN RESCATE
«Cobija el espíritu sonoro que hará grande al portuense, caminante de un Madrid febril, con un mundo propio que huyó siempre del tópico andaluz»
Se cumplen 30 años de la publicación del tercer disco de Javier Ruibal, La piel de Sara, un cancionero que alberga algunos de los rasgos sonoros que caracterizarán la obra del músico gaditano. De ella nos habla Luis García Gil.
Javier Ruibal
La piel de Sara
ARIOLA, 1989
Texto: LUIS GARCÍA GIL.
Los años ochenta agonizaban cuando Javier Ruibal graba La piel de Sara, su tercer disco de la década que precede al imponente y antológico Pensión Triana, grabado en los años noventa. Ruibal atraviesa los ochenta en el filo mismo de la incertidumbre, buscando su sitio o sabiendo que su sitio estaba afortunadamente lejos del mainstream y cerca de la verdad del arte que no se despoja de su esencialidad. El talento y tenacidad del gaditano hizo frente, desde sus primeras tentativas, a cierta invisibilidad mediática, entre los vértigos propios de la movida y la sempiterna encrucijada de cierta canción de autor. Pero Ruibal viene a ser como un nuevo flamenco de honduras personalísimas que se desenvuelve en una lírica y en unas músicas de estirpe arábigo-andaluza.
La piel de Sara cobija el espíritu sonoro que hará grande al portuense, caminante de un Madrid febril, con la guitarra al hombro y un mundo propio que huyó siempre del tópico andaluz para ser milagrosamente uno mismo, al margen de modas, falacias e impostaciones. Diez eran las canciones de La piel de Sara, canciones con luz y armonías, templadas y sutiles, producidas por Carlos Martos. Olvidemos la rancia portada —estéticamente mejorable— y centrémonos en el arte de un cancionero de inspiración casi constante que se beneficiaba del mejor acompañamiento instrumental, músicos de primerísima línea como su inseparable —durante años— Antonio Toledo o el gran Chano Domínguez o el bajista argentino Marcelo Fuentes, entre otros. También destacaba alguna que otra colaboración puntual como la de Antonio Carmona en un par de canciones.
La obertura del disco llevaba por nombre “Bulerías”, rescate de Duna, ópera prima con algo de maldita. Por ahí andaba Joaquín Sabina compartiendo autoría con José Herreros, el guitarrista Gerardo Núñez y el propio Ruibal. En aquel entonces Ruibal soñaba con cruzar Hendrix con Camarón, Frank Zappa con Paco de Lucía.
En “La dama de la isla”, sobre la que su autor siempre sintió predilección, bastaban pocos versos para alcanzar el clímax poético requerido. “Dime tú si vale la pena / amar tanto el mar / y enterrarse en la arena”, remachaba, como si retratara a la mismísima Penélope homérica. Ruibal era capaz de aunar en una sola estrofa de la evocadora y amatoria “Duerme Sevilla” el eco warholiano publicitario con los resquicios de la copla de antaño, lo antiguo y lo moderno, lo castizo y arrabalero con la osadía estilística: «Por el puente de la gracia, / bata de cola, / y en la peineta un anuncio / de Coca Cola. // Yo la llevo por la cintura / de la Alameda al Arenal / para ponernos a soñar. / Y duerme Sevilla».
El callejero sevillano resuena en esta sutilísima pieza que antecede a una obra maestra, “La rosa azul de Alejandría”, con su utopía florecida y su maravillosa arquitectura musical llena de giros y de matices. Ruibal desafía lo nimio para dibujar canciones que parecen sencillas, pero no lo son, con su dosis de carnalidad, de encantamiento, de sensualidad. Como un Paul Eluard del arenal gaditano, de mar y tierra entrelazados, le gusta asomarse al cuerpo de la amada, eternizar la boca del deseo (“Tu sonrisa”) o la piel en venta de quien da nombre al disco (“La piel de Sara”). «No había mal ni bien / que ella no encerrara, / hay un misterio / bajo la piel de Sara. // No había bien ni mal / que ella no borrara, / hay un misterio / bajo la piel de Sara».
Los misterios femeninos y la vida en derredor convertida en canción y ensoñación están en la delicadísima “Agualuna”, otro de los tesoros del disco, propios de esa poesía latente que podría dialogar perfectamente con el collar de la paloma de Ibn Hazm. “Agualuna” es una aparición en el mar, un sueño cobijado en la melodía inspirada del portuense que revela aquí, y en otras canciones del disco, su capacidad de usar la voz como si fuera un instrumento más, reforzando aquello que dijo de él el cantaor granadino Enrique Morente, que Ruibal era un instrumentista de la voz.
La piel de Sara se desborda flamencamente, mestizamente, fronterizamente, con destellos como “La boda”, que es una pintura gitana de exacto latido y potente ejecución. Ahí el disco sigue en todo lo alto y ya nos va anticipando su final con “Bendito veneno” que firman Sabina y Ruibal en esos años de complicidad musical y farra madrileña con parada y fonda en la sala Elígeme. Qué bonito es encomendarse a las flechas de Cupido y pedirle a la amada la llave del huerto de su boca y qué bonito despedirse con la huella límpida de “Cualquier canción que viniera” con las musas equívocas y el tiempo fugitivo derramándose en las cuerdas de la guitarra pletórica del portuense: «No es verdad / que ya no tenga nada que contarte, / o será / que no son horas para imaginarse / que estás ahí / para escucharme, / que no te irás sin que te cante».
Nosotros, los que le seguimos desde hace mucho, nunca nos fuimos sin que Ruibal nos cantase una de sus canciones, algunas de ellas conformando el relato entre urbano y marítimo, callejero y amoroso de La piel de Sara, disco importante en la propia evolución del portuense y que editara Ariola hace ya treinta años.
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Anterior crítica de Operación rescate: La leyenda del espacio (2007), de Los Planetas.