DISCOS
«Lo suyo no es un milagro ni un pacto con el diablo, sino la evolución natural de un grupo que siempre tuvo más talento que suerte»
091
La otra vida
WARNER, 2019
Texto: ARANCHA MORENO.
Fue una noche de verano, cuando 091 ya habían terminado su nuevo disco. José Ignacio Lapido lo guardaba en una carpeta de su Mac. Diez canciones fruto de una grabación larga y agotadora, el primer material nuevo de la banda en la friolera de 25 años. La prudencia nos mantenía a ambos a raya hasta que alguien se encargó de romperla. «Enséñale alguna canción», le dijeron, y él aceptó con cierto pudor.
Me puse los auriculares y me aislé de la conversación. Perdí la mirada entre los tejados de chimeneas blancas con sombrero cordobés, saltando después hacia el Barranco del Poqueira y las siluetas de las montañas alpujarreñas en penumbra. Ahí, refugiada en la oscuridad, escuché por primera vez “Vengo a terminar lo que empecé”. Sonó una batería contundente que rompió el silencio de la noche. A continuación llegó un bajo tenebroso e inquietante, y después comenzaron a desfilar las guitarras, perfectamente organizadas, como si participasen en un desfile en el que cada instrumento sabía qué espacio debía ocupar y ninguno invadía el del otro. Cuando llegó la voz, enérgica y de corazón punk, todo prendió fuego. Tanto tiempo después, 091 habían vuelto y sonaban bien engrasados, rocosos y templados, sin urgencia ni efectos especiales. Recuerdo que esa misma noche me sorprendió el desarrollo de los pasajes instrumentales, avanzando con firmeza pero sin prisa, tomándose su tiempo para llegar de un lugar a otro. Por culpa de las modas casi había olvidado cómo suena el rock clásico sin acelerador.
Entonces supe que aquella canción con guiños glam era la encargada de presentar el regreso de 091 al mundo de los vivos, tres años después de esa Maniobra de resurrección que les trajo de vuelta a los escenarios. Los años les han sentado bien a su sonido, a su repertorio pasado y a su público, que se ha multiplicado en su ausencia. Pero aún faltaba la prueba de fuego: un puñado de canciones que atestiguasen la evolución compositiva e interpretativa de la banda en 2019. Y aquí están, en bandeja de plata jugando con la caprichosa numerología: 2-0-1-9 contiene las cuatro cifras claves de esta vuelta, aunque desordenadamente. La segunda (2) vida de 091.
No escuchábamos un repertorio nuevo de la banda desde Todo lo que vendrá después (1995), el disco de título profético que albergaba aquel “Cómo acaban los sueños” de promesas rotas y guitarras furiosas. Esa rabia incontenida ha dado paso a una madurez reposada, que ya se atisbaba en la gira de su vigésimo aniversario y que se asienta en todos los cortes de La otra vida. Transitan nuevas edades y nuevos tiempos, pero siguen caminando por las sendas del pop, el blues y el rock and roll clásico, bien cimentado sobre unas letras tan poéticas como incisivas, reflejo de unas cuantas heridas y algunas cicatrices. Y con un sonido y una producción —obra del francés Frandol— que nunca habían lucido tanto.
Vienen, como dice esa canción, a terminar lo que un día empezaron. Siguen bebiendo de la vieja escuela, disparando desde el blues y el rock. En sus gestos no hay furia ni rabia, pero sí solidez y convicción. Su compositor ha vivido lo suficiente para afilar su mirada y su pluma, y escribir sus versos más descreídos, esos que siempre han sido marca de la casa, como «la verdad te acerca al precipicio» o «de este sueño nadie sale vivo»”. Sus canciones continúan transitando el bando de los sinsentidos, como en la melódica “Naves que arden”, aunque cuando llaman a la guerra lo hacen desde la serenidad poética —«amor, es hora ya de volver al combate»—. Atesoran esa melancolía que solo deja el paso del tiempo, la misma que se respira en “Mañanas de niebla en el corazón”. Rubrican, también, su pop más tierno en “Leerme el pensamiento”, tan cerca del folk norteamericano como de cierto pop español de los sesenta, aunque en ninguna de las dos ramas haya un letrista capaz de hacer poesía dándole propina a un fauno o mencionando a un sátiro escanciador. Lapido, ya se sabe, solo hay uno.
A mitad del disco asoma un rocanrol tan vitamínico que nos sorprendemos canturreando su título con ligereza, y eso que se llama “Condenado”. Jugoso contraste en el que nos sitúan Los Cero, celebrando la tragedia mientras «la vida nos saca a bailar y nos tiende la trampa». Quién sabe si habla solo de ese terrible tiempo que se escapa o también de la tortura de acabar unas canciones sin letra, como podría deducirse de «Por el camino que vamos» («escribí en un posavasos mis mejores versos»). Aparentemente desenfadado también es el rocanrol “Dejarlo morir”, detrás del que se adivina esta sociedad nuestra tan enferma que va crucificando cualquier mínima esperanza de salvación. “Una sombra” nos envuelve con una atmósfera blues, acústica y taciturna, con una guitarra casi fúnebre antes de llegar al último estribillo. En esa línea minimalista se enmarca también “Soy el rey”, donde el piano —de Raúl Bernal— y la voz de José Antonio García nos acompañan hacia unas guitarras blueseras que nos ayudan a digerir la tristeza de esos sueños de un pasado hecho añicos. Un cierre tan bello como descorazonador para el que nos han ido preparando durante casi todo el disco, aunque en algunos casos lo hayan hecho a través de la luz, como en la preciosa gema pop que es “Al final”. En esta última está uno de los versos más sobrecogedores: “Al final tú y yo seremos tan solo el eco de palabras que dijimos”.
Aquella primera escucha nocturna, dos meses atrás, prometía un disco cuya espera había merecido la pena, y las sospechas se han hecho realidad. Por eso cuesta entender que un grupo con la calidad de 091 no tuviese más éxito en su primera vida. También puede parecer extraño que, después de tanto tiempo separados, vuelvan en tan magnífico estado de forma. La explicación, sin embargo, no entraña ninguna magia. No han estado congelados como Walt Disney. Mientras el público buscaba nuevas canciones, casi todos ellos seguían vinculados a la música, y al juntarse sobre el escenario se desató la vieja química de antaño. Tocan mejor, suenan mejor y la voz de José Antonio ha ganado en cuerpo y expresividad con el paso del tiempo. Y a todo ello hay que añadir un detalle crucial: en las últimas dos décadas Lapido ha firmado ocho discos solistas que le avalan como uno de los letristas y compositores más lúcidos y respetados del rock nacional. Lo que ha ocurrido con 091 en La otra vida no es un milagro ni un pacto con el diablo, es simplemente la evolución natural de un grupo que siempre tuvo más talento que suerte. En los noventa se fueron porque no era su momento, pero con La otra vida queda claro que lo es.
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Anterior crítica de discos: Designer, de Aldous Harding.