«Algunas etiquetas son plenamente consecuentes con su esencia, otras parecen fruto de un una «boutade» con pretensiones»
Las etiquetas en el pop y el rock son tan necesarias como, a veces, pretenciosas, en ocasiones accesorias. Sobre todo ello reflexiona Carlos Pérez de Ziriza.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (Twitter: cpziriza).
Los rotulados genéricos suelen ser siempre simplificaciones de la realidad. Que el pop, el rock y sus apartados limítrofes estén rozando en los últimos tiempos un punto de evolución cero, no obstante, hace que todo resulte más sencillo. Para el consumidor y para el prescriptor, porque los estilos de nueva filiación van menguando a un ritmo atroz, y los pocos que surgen son cada día más complicados de acuñar, así como más caprichosa resulta cada vez su formulación. Se habla mucho en los últimos años, por ejemplo, de EDM (Electronic Dance Music) como un género en boga, cuando no representa (en esencia) mucho más que la forma que la industria discográfica norteamericana tiene de encajar la electrónica expansiva pregonada por los DJs más célebres, en la era de ese culto a su personalidad que demanda de ellos un plus de espectáculo, por ridículo que a veces pueda resultar. Podemos deslindar cientos de matices, pero muy poco es lo que la distingue de las corrientes imperantes en la música de baile de las últimas tres décadas a ambos lados del charco. Tres cuartos de lo mismo podríamos colegir de esa suerte de synth pop en clave lo fi que ha sido el hypnagogic pop. Al final, casi siempre acaban mandando las canciones. O la brillantez para recrear ambientes.
La genealogía de las etiquetas es a veces tan indescifrable como su propio guadianismo. El uso del término after punk quedó casi sepultado por el de post punk. El techno pop por el de synth pop. Y en su momento, tuvimos la secuencia Nuevo Rock Americano-Country Alternativo-Americana, sin que aún se puedan distinguir con absoluta claridad sus áreas limítrofes, más allá de la fecha de edición de tal o cual disco o de la génesis geográfica de cada uno de los términos, que también explica muchas cosas acerca de ellos. A veces es una necesidad comercial quien las crea. Otras, es el propio devenir de la sociedad el que se encarga de arrinconar denominaciones que pueden resultar a todas luces peyorativas (la Race Music para catalogar los géneros de raíz negra en EEUU, por ejemplo). Y en otras, es la propia iluminación de un crítico clarividente la que se acaba llevando el gato al agua, como le pasó a Simon Reynolds con el genérico (y casi apocalíptico en su propia definición) post rock.
Algunas son plenamente consecuentes con su esencia, otras parecen fruto de una «boutade» con pretensiones. Pero todas son, pese a al uso y abuso que centenares de adocenadas plumas pregonan al abrigo de la dictadura del corta y pega, necesarias en último término. Útiles como factor introductorio, y seguramente prescindibles cuando el crecimiento de un proyecto no precisa ya someterse a ningún inventario.
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