«La estrategia comercial no dista mucho de la seguida por Selena Gómez, Demi Lovato, Vanessa Hudgens, Hillary Duff o Kelly Clarkson, estrellas del entretenimiento infantil convertidas en insinuantes lolitas pop de la noche a la mañana»
Entre el hastío y la incredulidad, Carlos Pérez de Ziriza aún se asombra de la insistencia de la gran industria del disco por reproducir un modelo de éxito femenino que nadie encarnó mejor que Madonna. Miley Cyrus es el último eslabón de la cadena.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA(twitter: cpziriza).
La provocación femenina del pop de consumo es hoy en día poco más que una triste sucesión de procacidades pueriles. Una galería de poses, declaraciones altisonantes y gestos de cara a la galería, que solo puede recabar el asombro de los sectores más pacatos de la audiencia. Quizá el ardid obtenga cierto eco entre esas hordas neocon que tanto han marcado la agenda mediática en la Norteamérica de la última década. Pero es dudoso que en la vieja Europa provoquen algo más que una simple risotada. Y eso, en el mejor de los casos.
La expectación levantada la semana pasada por la visita de Miley Cyrus, la última niña descarriada de la factoría Disney, es un digno botón de muestra. La estrategia comercial que la envuelve no dista mucho de la seguida por Selena Gómez, Demi Lovato, Vanessa Hudgens, Hillary Duff o Kelly Clarkson, otras estrellas del entretenimiento infantil convertidas en insinuantes lolitas pop de la noche a la mañana. Parece ser que ese tránsito femenino del candor pueril a los primeros picores hormonales sigue cotizando al alza. Al menos en un mercado como en el que se estila, tan necesitado de nuevos impulsos. Y lo cierto es que tampoco cabe descartar el destello de chispa: ese factor azaroso que nos devuelve, entre minutos repletos de lugares comunes, producciones abigarradas y alharacas de órdago, algún hit que nos saque del tedio.
Pero eso solo puede constituir la excepción, en su caso. Nunca la norma general. Porque lo más descorazonador no es el acento en ese travieso componente sexual que solo puede incitar la imaginación (o la indignación) de mentes de mecha demasiado rápida. Lo que provoca más hastío, y el tan cacareado caso de Miley Cyrus (mucho ruido mediático y muy poquitas nueces, como de costumbre) es solo ya uno más entre mil, es tratar de atisbar vida inteligente en esa larguísima retahíla de émulas de Madonna: una señora que ni siquiera ha necesitado editar un solo álbum consistente desde hace casi diez años para que nadie ose discutirle el cetro que ostenta desde hace tres décadas.
Quizá muy pocos se acuerden de la hija de Billy Ray Cyrus en unos años. O puede que sí. Seguramente tampoco supere en popularidad a Christina Aguilera, Jessica Simpson, Britney Spears y tantas otras féminas que se empeñan en blandir su condición de género como un estímulo más (y bien que hacen) para redondear propuestas de pop sofisticadamente tecnificado que, las más de la veces, deparan un recorrido de lo más tambaleante. Pero quizá también va siendo hora ya de que el canon de la ambición rubia deje de ser expoliado de forma tan acaparadora, ramplona y, sobre todo, con tan poca imaginación.
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Anterior entrega de La mascarada del siglo: Y de repente, Mark Eitzel.