«Más allá de la asunción del legado musical autóctono, hay otra huella sonora más velada y menos patente que merece ser glosada y reivindicada»
Carlos Pérez de Ziriza nos habla del sesgo musical autóctono que puede rastrearse en las últimas generaciones de músicos españoles.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter:@cpziriza).
Se sumerge uno en los recientes nuevos álbumes de Steven Munar y Los Valendas, y cree volver a apreciar la transparencia casi cristalina de sus guitarras. La minuciosidad de sus arreglos, la firmeza nada urgente de sus reclamos melódicos y esa capacidad casi artesanal para enhebrar una recia madeja de argumentos con mimbres clásicos, extraídos de la mejor tradición pop anglosajona. Lo peculiar nace de esa acuosidad tan balear que le infieren. Esa luminosidad que se filtra, surco a surco y con esa lenta cadencia propia de la insularidad, en cada uno de sus trabajos, y que tan común puede resultar a una saga de bandas aparentemente diversa, desde La Granja a Sunflowers, pasando por los nunca bien ponderados La Búsqueda. Tanto el ex líder de The Tea Servants como la banda de Xavier Escutia se cotizan en el manejo de la lengua inglesa y de unos referentes que, en principio, poco tienen que ver con la sutil mediterraneidad que transpiran. Pero esta también está ahí, bien presente, a poco que uno mantenga el oído fino.
No se trata ni mucho menos de una tendencia, es algo bastante más telúrico y poco evidente, un factor a veces casi insondable, pero que siempre ha estado ahí. Si algún sesgo beneficioso ha imperado en gran parte del pop independiente hispano en la última década, ese ha sido el de la asunción del legado musical autóctono, especialmente el de aquellas bandas que han redescubierto, desde la periferia estatal con más hondas tradiciones sonoras y una marcada diferenciación cultural, unas influencias que habían sido abiertamente desdeñadas (o, mejor dicho, ignoradas) en los albores del indie patrio de principios de los noventa. Pero no nos interesa aquí detenernos en esa veta (que sería objeto de un frondoso volumen entero), sino en la mucho más vaporosa atmósfera que determinadas escuelas locales inyectan en los discursos de sus bandas, quizá de una forma inconsciente y no premeditada. Por muy foráneos que se perfilen sus presupuestos.
No es la misma, aunque sí parecida, la mediterraneidad de aquellas bandas baleares que la que pregona aquella tradición pop valenciana que inaugurase el maestro Bustamante y ahora continúa en manos de gente como Tórtel. O la que defienden, más allá de la recuperación de canciones tradicionales populares como ‘La panderola’, bandas como los castellonenses Pleasant Dreams. Sin salir de la capital de La Plana, no parece descabellado asumir como característica y propia la forma en la que Miguel Ángel Villanueva o Santi Campos han delineado durante décadas impolutos estribillos, con ese magistral candor con el que desde una costera capital de provincia (dicho sea sin la menor connotación peyorativa) se pueden abordar. El mismo encanto naïf con el que Depressing Claim y todas las bandas de la escudería No Tomorrow abordaban el punk rock ramoniano en los noventa.
Mucho antes de que Sr. Chinarro uniese su fuerza (puntualmente) a la de Enrique Morente, ya se advertían rasgos netamente andaluces en su filtración de las sombras de Echo & The Bunnymen, Joy Divison o The Cure, independientemente de la singular lírica en castellano que ya se marcaba en aquellos discos. Y lo mismo puede decirse hoy en día acerca del acrisolado y meridional sentido del pop de Zico o del Grupo de Expertos Solynieve, o del retorcido blues de Guadalupe Plata, demostrando estos últimos que Robert Johnson y el cante jondo no están, ni mucho menos, tan lejos.
Es más que lícito dudar que los climas opresivos de los mejores álbumes de Manta Ray, por mucho azufre post hardcore y combustible kraut que pudieran destilar, no viniesen condicionados por los deprimidos paisajes postindustriales de su tierra, los mismos que seguramente hayan conferido ese cariz lluvioso a las canciones de Mus, Lucas 15 o Nacho Vegas. Tres cuartos de lo mismo podríamos decir de las raíces de extrarradio que tanto marcaron el rock urbano o el rock radical vasco en su momento, con los explosivos cócteles sonoros que algunas de las bandas de mayor inclinación identitaria trazaron en su momento, y que tantos paralelismos guardaban con las saludables aleaciones que algunas minorías trazaban al albur del post punk en el Reino Unido (los sellos 2 Tone o Trojan). Y si nos desplazábamos años más tarde a la señorial y nublada Donosti, nos topamos de nuevo con las distinguidas lloviznas de La Buena Vida, Le Mans o El Joven Bryan Superstar.
Quizá no sea tan casual, abundando en paisajes norteños y generalmente nublados, que ese mercurial carácter que se les atribuye a las gentes del noroeste hispano (aquello de que nunca se sabe si suben o bajan de la escalera) haya marcado también las peculiares propuestas, punto de encuentro entre tradición ancestral y modernidad pimpante, que han trascendido de tierras gallegas desde los años ochenta. Y qué decir también de gran parte de esa escena catalana (bueno, más bien barcelonesa) que, mediterraneidades al margen, sabe despachar muy tempranamente propuestas de excepcional factura, homologables en su forma (quizá no tanto en el fondo) a las tendencias más en boga en nuestro contexto internacional, reafirmando así ese europeísmo secular que tantas cosas tiene en común con los arietes del mejor rock francés anglófilo de los últimos quince años.
Hay ahí, en todos estos afluentes sonoros, numerosos signos de otra marcada huella sonora. Esa que resulta más velada y menos patente, pero que deja signos de una trazabilidad generalmente poco dudosa. Y cuyos rasgos también merecen ser glosados y reivindicados.
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Anterior entrega de La mascarada del siglo: Llámalo (otra vez) underground.