«Somos tan presuntamente fans de un determinado sonido, parecen decir, que tan solo nos molestamos en escuchar a los dos o tres grupos a él adscritos que marcaron nuestra existencia cuando aún teníamos acné, e ignoramos el resto de la producción posterior»
La memoria es selectiva, afirma Carlos Pérez de Ziriza, por lo menos en el pop, donde la mayoría sigue los sonidos que le marcaron en la juventud, y el buen disco de hoy nos hace olvidar el de ayer.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA [Twitter: @cpziriza].
Muchos años antes de que Simon Reynolds apuntase que el revival de los años ochenta ya comenzaba a durar más de lo que duró la propia década a la que rinde tributo, por la costa valenciana ya se sucedían las ceremonias nostálgicas de aquel decenio. Unos tiempos que, particularmente fecundos como han sido en los últimos años para ese diálogo (y a veces, hasta confusión) sin fin entre pasado y presente de la música pop, gozó a orillas del Mediterráneo de unos ecos especialmente retumbantes. Si se atiende a la idiosincrasia local (y que nos disculpen los lectores de otros rincones del Estado y del resto del globo, pero vale la pena detenerse preliminarmente en un fenómeno que es de auténtica traca, y nunca mejor dicho), a nadie debería extrañar que, en el imperio de lo efímero, el momento devenga acontecimiento. Parece lógico que una sociedad que celebra la deflagración, en apenas media hora, del trabajo de todo un año (no otra cosa son las Fallas), que se resigna a consagrar la inauguración por todo lo alto de aeropuertos para peatones y que ha encarnado como ninguna otra el auge y caída de un modelo productivo que es el más vivo ejemplo del “toma el dinero y corre” que ha imperado a nivel estatal, eleve también hasta los altares, al mismo tiempo, eso que podríamos llamar la congelación del momento.
Porque tan explosivo como fugaz suele ser el temperamento de quienes habitan en el otrora “Levante feliz”. Y eso, más o menos, son las fiestas «remember». La tozuda conmemoración periódica de un momento. Un fenómeno nostálgico especialmente significativo por lo que tiene de celebración acrítica del pasado sonoro. Una consecuencia (algunos dirán excrecencia, no sin razón), en todo caso, de uno de los escasos momentos en los que una tierra casi siempre a remolque de Barcelona y Madrid tuvo motivos para creerse vanguardia de algo. Porque si el circuito de discotecas valenciano se caracterizó, desde principios de los ochenta, por una desprejuiciada forma de pinchar música (pop, rock y dance de raigambre blanca y alejado de los géneros negros, con la música disco o el funk considerados «demodé») al servicio de sesiones sin hora de cierre, que podían alargarse hasta bien entrado el día siguiente y patentaban un modelo de ocio envidiado en otras latitudes, también la huella de aquel circuito (no solo de discotecas, también de conciertos) sobre toda una generación debía sentirse antes que en otros lares. Aquel fue, no lo olvidemos, el caldo de cultivo de la posteriormente denostada «Ruta del bakalao», que a principios de los noventa degeneró en una espiral de truculencia y propensión al encefalograma plano (quien quiera saber más, que consulte el referencial libro «En èxtasi», escrito en 2004 por el periodista Joan M. Oleaque, especialista en la materia), pero sentó las bases para que germinase una suerte de revival ochentas «avant la lettre», anterior incluso al furor por el electroclash o el entusiasmo renovado por el synth pop, la new wave o el punk más heterodoxo que marcaron el inicio de los 2000 de forma más global.
El propio Santiago Auserón, entrevistado para las páginas de aquel libro, decía que “lo que pasaba en Valencia a principios de los ochenta no pasaba en ningún otro sitio: la mezcla de música bailable con las canciones más tristes y siniestras de The Cure sonando desde las cabinas, por ejemplo, era un gran atrevimiento y hacía mucha gracia”. Pero no solo de The Cure vivían quienes frecuentaban aquellos templos del ritmo, claro. De hecho, lo que rebotó una década más tarde, ya bien entrados los noventa, no fue más que una especie de desvirtuación de todo aquello. Como una explotación comercial de sus prolongados estertores. Un islote de nostalgia endogámica, provinciano y a la vez adelantado a su tiempo (parece mentira que ambos factores puedan ir unidos), que se alborotaba al ritmo marcado por grupos como When In Rome, Then Jerico, A Flock Of Seagulls, The Essence y demás «one hit wonders», bandas de medio pelo y saldos de los ochenta. Eso era, básicamente, el «remember». Y en el que, puestos a bailar algo de New Order, era más fácil hacerlo al ritmo de ‘Don’t do it’ o ‘Best & Marsh’ (ambas estupendas, pero ambas caras B) que al de ‘True faith’ o ‘Bizarre love triangle’ (singles de impacto mundial). Así de peculiar.
Los ecos del recalcitrante sonido «remember», que en su versión noventas se decanta por el eurobeat pero también por la deriva de trazo grueso del hardcore maquinal y descerebrado, se hacen sentir aún hoy en día. Se hacen notar en toda una legión de consumidores, en torno a los 40 y 50 años, que se quedaron musicalmente criogenizados en sus años mozos, mucho antes de asumir las obligaciones de la vida adulta: paternidad, pareja, trabajo. Que ya apenas compran discos. Que rara vez salen de casa para ir a un concierto, salvo que se trate de desempolvar las viejas pinturas de guerra porque Anne Clark, The Chameleons, The Cult, Peter Murphy o The Waterboys vuelven, por enésima vez, a pasar por su ciudad. Y es por ello que cabe considerarles, por sus particulares trazas, representativos como uno de los dos extremos cuya memoria es, en términos musicales, rabiosamente selectiva. ¿Acaso hay una edad idónea para disfrutar del buen cine, del buen teatro o incluso del buen fútbol? No parece haber motivos para que así sea con la música pop, salvo que su consumo vaya indeleblemente asociado y restringido a la adolescencia y postadolescencia. El resultado de todo ello es tan perverso que niega, precisamente, el valor de aquello que afirma ensalzar. Somos tan presuntamente fans de un determinado sonido, parecen decir, que tan solo nos molestamos en escuchar a los dos o tres grupos a él adscritos que marcaron nuestra existencia cuando aún teníamos acné, e ignoramos el resto de la producción posterior.
¿Hay mayor contradicción, y más en los tiempos que corren, en los que el descubrir cosas nuevas ya ni siquiera implica desembolsar un euro o mover el culo del sillón? Así que, aunque siempre habrá excepciones y mil matices, no le pidan a un fanático de Bauhaus que pierda el tiempo interesándose por Zola Jesus. Ni a uno de Anne Clark que lo haga con Anna Calvi. Ni a uno de The Chameleons que lo haga con Editors, Interpol o Motorama. Al carajo las tendencias, las modas y las coyunturas. No se necesitan cuando las manecillas del reloj se quedaron atascadas en unos ochenta de proporciones «míticas».
A la inversa, y casi en el polo opuesto, impera la dictadura de las tendencias. El «trending topic» elevado a nuevo tirano. La obsesión por estar a la última (a la caricatura de este perfil antes le llamábamos «snob», ahora casi todo el mundo lo llama «hipster») sin reparar en que no que hay nada mejor que conocer el pasado para entender el presente. Sin darnos cuenta de que, y menos hoy en día, ningún subestilo (porque ¿podemos aún hablar de nuevos estilos?) que se precie surge de la nada. Y lo que es peor, elevando a los altares a ciertas medianías sumidas en el pozo de los tiempos, a quienes solo reivindicamos cuando algún músico de referencia (con quien, curiosamente, mantiene una relación de amistad) lo hace. Y sin prestar la más mínima atención a ciertos creadores que, no por haber vivido su momento de gloria hace décadas, han dejado de facturar nuevas entregas que poco o nada tienen que envidiar a las de aquellos impúberes que copan portadas. Como si de un mero intercambio de cromos se tratara. Tampoco se trata, ojo, de nadar contra la corriente: desde que el mundo es mundo, hay modas. Y las seguirá habiendo. Es bueno que así sea, la rueda ha de seguir girando, y las emociones renovándose de forma periódica. Las revistas y los medios especializados han de seguir vendiendo. Pero no estaría mal encontrar cierto sentido de la mesura, cierta justicia (poética o no) de la que todos, público pero sobre todo medios, deberíamos ser corresponsables.
Sin salir de los ochenta, esa década en cuya madeja de métodos aún andamos significativamente atrapados, y centrándonos en algunos de sus prebostes, podemos dar con varias piedras de toque que ilustrarán lo que tratamos de decir. No nos paramos a pensar en la retahíla de estupendos discos que lleva acumulados Lloyd Cole hasta que un medio escrito de referencia (la secuencia suele ser así: lo destaca un medio anglosajón de postín, dos o tres de aquí se hacen eco y cientos de webs lo amplifican rizando el rizo del seguidismo) nos advierte de las excelencias de «Broken record» (2010). Como si los precedentes «Love story» (1996), «The negatives» (2000) o «Music for a foreign language» (2003) no quitaran el hipo, pese a que es innegable que no volverá nunca a regalarnos un nuevo «Rattlesnakes» (1984). Eso sí, por el camino ya nos hemos ocupado de poner por las nubes al interesante pero errático Jeremy Jay. También está muy bien, por ejemplo, resaltar los logros de Japandroids o The Hold Steady, pero no deberíamos hacerlo al precio de obviar muchos de los estupendos discos que Paul Westerberg ha facturado en los últimos lustros, desde la disolución de The Replacements, a quienes tanto deben aquellos.
Nos hinchamos la boca hablando maravillas acerca de la reformulación de la psicodelia que defienden Grizzly Bear, Tame Impala o Deerhunter, pero nos olvidamos de que unos insignes veteranos a quienes ya casi nadie hace caso, como son The Church, se marcaron hace tres años uno de los mejores álbumes de pop psicodélico de los últimos tiempos («Untitled #23»). Alabamos las cenefas ingrávidas de Beach House cuando rozan lo sublime, pero nos olvidamos de preguntarnos cuántos de quienes lo hacen se han molestado en acercarse a la obra de Cocteau Twins. Celebramos al unísono hace cuatro años que el genial Paddy McAloon (Prefab Sprout) se decidiese a sacar a la luz varias gemas que tenía ocultas desde hace años («Let’s change the world with music»), sin acordarnos de que el irregular «The gunman and other stories» (2001) tenía al menos cuatro o cinco motivos, en forma de canción, para no haber pasado tan absolutamente desapercibido como lo hizo.
Y el proceso también invierte sus tiempos: de un pasado remoto y reluciente a un pasado reciente cegado por sus destellos, al que solemos ignorar. Nos acordamos, con más razón que un santo, de lo buenos que eran The Teardrop Explodes o Felt, pero apenas dedicamos tiempo a desbrozar los muchos puntos de interés de las carreras posteriores de Julian Cope o Lawrence Hayward, tan imprevisibles y lunáticos ellos. Hemos reivindicado tantas veces las obras canónicas de XTC que nos hemos olvidado (bueno, en realidad casi nadie se apercibió) de discos de mediana edad tan doctos y gloriosos como «Apple Venus Vol. 1» (1999), al que ni siquiera le dimos la oportunidad de competir en igualdad de condiciones con entregas de contemporáneos alumnos aventajados como Field Music, Of Montreal o The Apples In Stereo. Y nos hemos hartado de reconocer lo bien que Lotus Plaza, Best Coast o Dum Dum Girls recogían el legado de The Velvet Underground o The Jesus & Mary Chain, sin reparar en que The House Of Love, otrora carne de hype, han vuelto (bueno, en realidad no se habían ido: el ignorado «Days run away», de 2005, ya era un disco notable) con el estupendo «She paints words in red», con la dupla formada por Guy Chadwick y Terry Bickers impartiendo otra lección magistral, aunque ya nunca volvamos a gozar de singles tan fulgurantes como ‘Christine’ o ‘I don’t know why I love you’. Pero así de selectivos somos. Así de selectiva es la memoria reciente de la música pop, esa que entre todos vamos configurando.
–
Anterior entrega de La mascarada del siglo: Quince años de indie español frente al espejo.