«Las citas al aire libre cada vez van haciéndose más grandes, pese a redundar mayoritariamente en un menú cuyos principales platos se repiten año tras año, mientras sus promotores se frotan las mano»
Carlos Pérez de Ziriza analiza el actual estado festivalero español, recordando lo que fueron los festivales musicales y en lo que se han transformado.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (Twitter: cpziriza).
Hay quien dice que la vida es aquello que pasa mientras hacemos otros planes. Afinando el argumento, podríamos decir que un concierto en el marco de un festival es aquello que pasa mientras te tomas unas cervezas, aprovechas para saludar a unos cuantos amigos y/o conocidos con quienes seguramente comentes un concierto previo, profundizas en tu abisal proceso de socialización mediante tu actualización de estado en Facebook o un comentario ingenioso en Twitter y vas pensando ya en cuál será el siguiente grupo que concitará tu atención. Suponiendo que eso de la atención aún funcione como solía, que seguramente también sea un concepto sobrevalorado.
Sí, el paisaje así trazado de la batalla no deja de ser caricaturesco, pero también nos cantaba Edwyn Collins hace ya diecisiete años aquello de “yes, yes, yes, it’s the summer festival, the truly detestable summer festival”. Aunque aquel alegato de ‘The campaign for real rock’ seguramente hubiera sido más creíble si el bueno de Collins se hubiera cerrado desde entonces en banda a participar en ninguna cita de ese pelaje, cosa que no hizo (también cantaba Morrissey aquello de “reissue, repackage, repackage” en el 87, y miren luego; aunque esa es otra historia). Habría que decir también en su descargo, y es algo plenamente comprensible, que en aquellos tiempos (los del álbum «Gorgeus George») los festivales de música al aire libre ya llevaban años siendo todo un fenómeno de masas en el Reino Unido, mientras aquí todavía andábamos en pañales. Lo que ocurre siempre en esta piel de toro, que a todo llegamos con un escandaloso retraso.
El caso es que aquí estamos, a la altura de 2013 y sumidos en una crisis económica tamaño XXL sin atisbos de solución, a cuyos estragos solo parecen escapar las grandes citas festivaleras que pueblan nuestra geografía. Todas ellas a años luz de aquel periodo inicial. Ni siquiera la subida del IVA aplicable a los espectáculos en vivo merma la capacidad de convocatoria, en líneas generales (otra cosa son las iniciativas más modestas, con mayor participación del erario público) de un sector sobre el que ya hace más de un lustro se cierne la darwiniana sombra de un reajuste que no termina de llegar. No solo es que no llegue: es que las citas al aire libre cada vez van haciéndose más grandes, pese a redundar mayoritariamente en un menú cuyos principales platos se repiten año tras año, mientras sus promotores se frotan las manos sin tener que arriesgar lo más mínimo a la hora de elaborar su programación. Hay excepciones, claro: el Primavera Sound no responde, en líneas generales, a ese perfil, por lo inagotable de su ecléctica y muchas veces inédita propuesta. Pero tampoco puede decirse que un festival que no tiene recato en autocalificarse con el hashtag #bestfestivalever (cuando la mitad de sus cabezas de cartel llevan más de una década viviendo de rentas sin editar un solo disco) escape a ese clima de autocomplacencia generalizado. O eso, o lo que se dice siempre del tuerto en el país de los ciegos.
Se argumentará, con toda la razón del mundo, que el presente panorama ha agotado la sensación de acontecimiento. El momento ya no existe, lo que existe es una suma de pequeños flashes, subjetivamente reseñables para cada cual (dependiendo de la edad, del bagaje, del callo que uno tenga en esta clase de citas), que muy poco tienen que ver con lo objetivamente noticiable. Ni falta que hace, podría decirse en estos tiempos de acentuado yoismo cibernético y crónicas repletas de banalidades (ojo, que el hecho de que una banda aterrice en nuestro país por octava vez no debería eximir del ejercicio de la crítica ni justificar que esta se encargue a becarios, ni que sistemáticamente se prime el factor etílico en algunas de ellas). Difícilmente puede instalarse en nuestro recuerdo como un hito imborrable la actuación de cualquier grupo que pise nuestros escenarios, de forma funcionarial, cada dos o tres años. Por mucha carne que este ponga en el asador. Pero no está de más recordar que no siempre fue así, que hubo unos tiempos no tan lejanos en los que los festivales de música pop aún retenían parte de la mística de las grandes ocasiones, de los momentos históricos.
Tiempos aún bastante lejanos de ese actual bucle nostálgico en el que andamos inmersos, en el que presente y pasado se confunden con frecuencia. Tiempos en los que aún era fácil recordar determinadas fechas, conciertos que podían revestir cierto carácter histórico. Actuaciones que podían suponer un espaldarazo en toda regla a la carrera de un grupo o, por el contrario, su ocaso definitivo. Programaciones que definían toda una época. Y no estamos hablando de remontarnos necesariamente a precedentes tan lejanos como Woodstock, Wight o Altamont, que sonarán a pleistoceno superior a oídos de las generaciones más jóvenes. No, pueden hallarse ejemplos de todo lo expuesto en algunos de los estupendos testimonios que hace unos veinte años nos llegaban desde tierras británicas y norteamericanas a través de nuestra prensa. Como el desencanto generacional, aquella sensación de fin de ciclo de toda la hornada alternativa de los noventa, transmitida por Ignacio Julià en 1995 desde las páginas de «Ruta 66» (en un texto años más tarde recuperado para «Pulp-Rock», su compendio de artículos editado por Milenio en 2005), con Sonic Youth, Hole, Beck o Elastica encabezando el itinerante Lollapalooza. Como la atmósfera de plenitud de aquella misma generación, propia de carteles integrados por proyectos de referencia aún en fase ascendente que gozaban por fin de audiencias masivas, reflejada en las crónicas que de Reading y Glastonbury nos llegaban en 1993, 94 o 95, de la mano de Nando Cruz o de Jordi Bianciotto en las páginas de «Rockdelux». O, sin ir más lejos, mucho antes de que Benicàssim se convirtiese en un masificado resort para la chavalería británica ávida de playa y alcohol, el deslumbrante elenco de músicos reunidos por el FIB para su cuarta edición en un cartel repleto de nombres definitivos para entender el pop y el rock de aquella década, en un momento en el que ninguno de ellos había aún emprendido la curva descendente de su carrera, no digamos ya la necesidad de recurrir a hurgar sin reparos en su propio pasado: Björk, PJ Harvey, Sonic Youth, Tindersticks, Primal Scream, Spiritualized, Goldie, Mogwai, Teenage Fanclub, Tortoise o Yo la Tengo. A ver qué festival puede presumir de lo mismo quince años después.
Aun con todo, y ya que hemos de ser coherentes con nuestra creencia (que trata de poner coto a los efectos más estériles de la nostalgia) de que el pasado es un buen lugar para visitar pero no muy recomendable para quedarse a vivir en él, conviene aprender a convivir con los inconvenientes pero también con las ventajas de la situación actual. O mejor dicho, hacer de la necesidad virtud y exprimir al máximo los pros al tiempo que se sortean (que no ignoran) los contras. Seguramente los tiempos que vivimos no sean ni mejores ni peores, simplemente diferentes, y sería bastante miope ver en los festivales de hoy en día al nuevo Leviatán que todo lo pudre. Porque es cierto que el cada vez mayor peso que su oferta lúdica comporta (un festival sin noria ya es como un jardín sin flores) puede verse como el definitivo culmen de su proceso de banalización, pero tal condicionante no es ajeno a la transformación, mucho más general, que los patrones de consumo de música han sufrido en los últimos tiempos. Resulta descorazonador comprobar cómo el circuito de salas en directo se va desangrando poco a poco, herido (quién sabe si de muerte) por la subida del IVA y necesariamente limitado por una oferta esencialmente conservadora (prácticamente los mismos nombres cada temporada), porque es lógico que ningún promotor local quiera bajar la persiana de su negocio. Como si fuera un reflejo, al fin y al cabo, de los inmisericordes procesos de concentración empresarial que en todos los campos de nuestra vida hacen del abanico de nuestra oferta lúdica algo cada vez más uniforme y gris.
Pero los festivales siguen siendo una espléndida alternativa (al menos para todo aquel que no viva en Madrid o Barcelona, o disponga de un presupuesto fuera de lo común y libertad absoluta para planificar su calendario laboral) para disfrutar de un razonable menú-degustación compuesto por nombres con los que muchos melómanos de pro ni siquiera podrían soñar con ver pasar por su ciudad. Y a ver cómo se le explica a ese aficionado medio, generalmente “de provincias” (valga por una vez la expresión centralista), que su apuesta va a acabar ahondando en ese círculo vicioso, en el que las pequeñas salas tienen las de perder. En los últimos tres lustros, las infraestructuras de los festivales en nuestro país han ganado en solvencia, ofertando una serie de servicios paralelos a sus asistentes que hacen que la experiencia resulte cada vez más cómoda. Muchas veces con la vista puesta ya en un público objetivo que ha crecido en paralelo a la propia escena de esta clase de certámenes, que se cifra entre los treinta y los cuarenta y cinco años y es cada vez más proclive a asistir con su propia progenie. Pese a que aún haya algunos (cuanto más joven es el target, menor suele ser el nivel de autoexigencia) que solo aprendan a base de darse cabezazos contra una pared. Y no olvidemos que la gran mayoría de sus conciertos suele deparar versiones mejoradas de las prestaciones que habitualmente esgrimen sus bandas, con conciertos concisos pero intensos, sin minutos de la basura ni previsibles bises que solo se justifican por pura rutina.
Eso es lo que hay, y eso es lo que anima todavía a muchos a seguir desbrozando año tras año su cada vez más frondosa oferta, siempre con la ilusión puesta en dar con su Eldorado particular, ese hallazgo casi exclusivo o simplemente ese gran concierto que retener en la memoria durante meses o incluso años. Pese a todos los pesares, que no son pocos.
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Anterior entrega de La mascarada del siglo: “Negro es el color”.