«El entorno que tantas veces hipoteca nuestro disfrute de la música en directo. Sobre todo, cuando nos impide revivir aquellas sensaciones que nos hicieron caer rendidos en un primer momento ante infinidad de canciones»
El entorno es esencial para disfrutar de un concierto… o para sufrirlo de mala manera. Con ejemplos directos, lo analiza Carlos Pérez de Ziriza.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter: @cpziriza).
Cháchara impertinente. Bolos acústicos cuya esencia se pierde entre conversaciones intrascendentes. Tertulias de barra que se convierten en un incómodo runrún, un zumbido de fondo que distorsiona cualquier apreciación medianamente sensata de lo que debe ser un concierto. Miradas desafiantes, armadas con la razón del que se cree con derecho a desbarrar por el simple hecho de haber abonado una entrada. Como en el fútbol. Mejor no quejarse, no recriminar, no advertir del incordio. Nadie quiere ser el cenizo que agua la fiesta ajena, y menos opositar a que le partan la cara. Pero las miradas viperinas no surten efecto. Nadie se da por aludido.
Calor sofocante. Puestas en escena acordes con propuestas de pop de cámara, rock serpenteante o proyectos conceptuales. Sus velados encantos han de lidiar con un sonido cochambroso, contaminaciones acústicas procedentes de un escenario anexo o el cansancio de un personal que, aún renqueante del maratón de la noche anterior, no tiene ganas de madrugar de buena tarde para arracimarse bajo una lona que es lo más parecido a una cubierta de invernadero almeriense. La banda lo intenta, pone todo de su parte. Pero hay que tener una capacidad de abstracción admirable para conectar con lo que quieren transmitir.
Potencia sobre el escenario. Ardor en la platea. Hay power pop, garage rock, indie 90s, punk rock, hardcore o cualquier otro género enérgico atronando desde las tablas, y a fe que los fans incondicionales de las primeras filas lo disfrutan. Pero para la gran mayoría de los mortales allí congregados, es abrumadoramente inútil hacer el esfuerzo de discernir los diferentes instrumentos que entran en liza. La guitarra podría ser un bajo, la batería, una caja de ritmos, y los teclados, qué decir de los teclados: ni siquiera percibimos que estén allí, entre otras cosas, porque la visión también es prácticamente inútil si uno se ha rezagado un poco por la simple costumbre de atender otras obligaciones. Mejor no llegar con el tiempo justo.
Ambiente solemne. Marco incomparable, como reza el topicazo. El público se acomoda en sus mullidas butacas, arremolinado en torno a un escenario pensado para programaciones de música clásica. Y pese a que el sonido reinante invita al baile, se impone el miedo escénico: alabado sea el silencio, los aplausos a su tiempo, la imposibilidad de verte empapado en cerveza ajena. Pero la noche demanda un frenesí irrealizable, que arruinaría la experiencia de todo aquel que decidiera, en pleno uso de su boleto, permanecer cómodamente sentado. Porque la experiencia personal de la audiencia no es la simple suma de las experiencias individuales. No al menos cuando unas interfieren en las otras, sin el menor de los reparos.
El entorno, en fin. Ese término que Johan Cruyff elevó a la categoría de condicionante, y que tantas veces hipoteca nuestro disfrute de la música en directo. Sobre todo, cuando nos impide revivir aquellas sensaciones que nos hicieron caer rendidos, en un primer momento, ante infinidad de canciones que marcaron su huella sobre nosotros.
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Anterior entrega de La mascarada del siglo: Cuando Ben conoció a Tracey.