«En el arte hay circunstancias no escritas que muchas veces propician que creadores en principio poco destinados a marcar época acaben superando las expectativas propias y ajenas para labrarse carreras impredeciblemente provechosas»
Carlos Pérez de Ziriza se hace eco de la evolución de algunas de esas bandas que, aparentemente abocadas al ocaso, desvelan una insospechada capacidad para regenerarse y sorprendernos. Casos impredecibles como los de Manic Street Preachers, The Horrors o The Raveonettes.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter: @cpziriza)
Dice la tradicional fábula del burro flautista, de Tomás de Iriarte (¿o era de Esopo?), que un borrico que paseaba por unos prados halló por casualidad una flauta que había dejado olvidada un zagal. Al acercarse a olerla, dio un resoplido en el instrumento, y el aire se coló por casualidad. El resultado es que la flauta sonó estupendamente, lo que llevó al asno a pensar en lo bien que había conseguido tocar, aunque fuera por azar. La moraleja es evidente, y aunque seguramente sería ofensiva para cualquiera de las bandas aquí mencionadas (en el más que improbable caso de que se diesen por aludidos), subraya el hecho de que en el arte hay circunstancias no escritas que muchas veces propician que creadores en principio poco destinados a marcar época acaben superando las expectativas propias y ajenas para labrarse carreras impredeciblemente provechosas.
Estamos tan acostumbrados a la irrupción de supernovas mediáticas cuyo fulgor se apaga en apenas un par de álbumes, que no siempre reparamos en algunos nombres cuya trayectoria sería lo opuesto a aquello de “es mejor quemarse que apagarse lentamente”, que cantaba el bueno de Neil Young. Y no digamos ya si su combustión, lejos de ser creciente, acaba avivando las brasas para convertir a nuestros protagonistas en auténticos «sleepers», sigilosos corredores de fondo cuyo trayecto acaba tornándose casi más jugoso que el de aquellos competidores que parecían sacarles dos cabezas nada más darse el pistoletazo de salida a sus carreras. No siempre los más listos de la clase son quienes se garantizan el porvenir más brillante. Y sin necesidad de ponernos faltones ni de un didactismo barato, uno recuerda por ejemplo cómo en los años noventa (y en la década siguiente), entre aquel lote de bandas emblema del sonido Madchester, fueron precisamente The Charlatans (los aparentemente menos dotados) los únicos que se labraron una carrera con proyección en el tiempo (especialmente desde el momento en que asumieron el groove de los Rolling Stones) mientras Stone Roses, Happy Mondays o Inspiral Carpets ya solo eran un recuerdo borroso. Evidentemente, en los últimos tiempos hay más pruebas fehacientes de ese cuento del patito feo aplicado al plano musical.
Cuando en 1994 Richie James, alma mater espiritual, emblema visual y puntal compositivo de los Manic Street Preachers [en la foto], desapareció del mapa para no volver nunca jamás (literalmente, hasta que se le dio por presuntamente muerto hace solo cinco años), pocos hubieran podido aventurar el brillante porvenir que aguardaba a la banda durante las casi dos décadas siguientes. El 17 de noviembre de aquel año fue la última vez que pudimos ver a James en directo sobre un escenario, cuando en su gira hispana como teloneros de Suede se acercaron al Arena Auditorium de Valencia. Y la última vez que alguien le vio pasearse por las calles en vida fue solo setenta y tres días más tarde, dándosele por desaparecido el 1 de febrero de 1995. Los galeses operaban hasta entonces bajo el corsé de una imaginería punk y una ideología izquierdista de manual, deudora de The Clash en sus presupuestos éticos y, más genéricamente, de la plana mayor de la generación del 77 en sus señuelos estéticos. Facturaban estupendos discos de rock agitado y rugoso, con sus lógicos vaivenes y altibajos. Pero en 1996 (con «Everything must go») cambiaron la furia por los arreglos de cuerda, los estribillos iracundos por una grandilocuencia en diálogo abierto con la comercialidad, sin menoscabo del empaque de sus canciones. Y eso no solo les granjeó un impredecible acceso a lo más alto de las listas de éxitos de su país, sino que fue también el pistoletazo de salida para un trayecto que, desde entonces, prácticamente no admite reproche. Recuperaron su veta más rockera en discos como el estupendo «Journal for plague lovers» (con Steve Albini a los controles, recuperando textos precisamente de su excompañero desaparecido) hace cuatro años, y ahora han vuelto a jugar con éxito la carta de su heterogeneidad más accesible en el revitalizante «Rewind the film», con la bendición de Richard Hawley, Cate Le Bon o Lucy Rose, que son algunas de las voces que colaboran en él. Pocos hubieran podido aventurar algo así cuando a Richey James se lo tragó la tierra.
Lo de los también británicos The Horrors es un caso no menos digno de estudio. Debutaron en 2007 con un «Strange house» de sonido garagero y estética siniestra. Parecían personajes extraídos de una película de Tim Burton, con cierta gracia para reciclar géneros con marchamo «trash» y, sobre todo, crear un buen alboroto a su alrededor. En mayo de ese mismo año habían destrozado la bola de espejos que colgaba del techo de la sala Moby Dick de Madrid, como accidentado remate a una actuación que no superó en mucho la media hora de duración. No se intuía mucho más recorrido a su limitado discurso, así que cabía preguntarse si eran simplemente unos impostores con un nimio manojo de temas resultones y muchas ganas de epatar. Tampoco serán muchos quienes se acuerden de su actuación en una poco concurrida carpa secundaria del FIB un año más tarde (lógico, teniendo en cuenta que han vuelto a pasar por allí un par de veces más desde entonces, con todos los honores del escenario principal). Pero hete aquí que en 2009 dieron el giro maestro con «Primary colors», aliándose con Geoff Barrow (el integrante de Portishead les produjo) y empapándose contra todo pronóstico de la magna densidad after punk y las atmosféras envolventes de The Psychedelic Furs, Echo & The Bunnymen o los Simple Minds primerizos. Y como la jugada les salió estupendamente, ahondaron en esa constante dos años más tarde en un «Skying» refrendado por directos que se situaban en las antípodas de aquellos que facturaban dos o tres años antes: pulcros, escrupulosos y contenidos. Según todas las informaciones y rumores, todo apunta a que el inminente «Still life», a editar ya en 2014, reincidirá en la misma línea. Así que mutaron, con una casi inverosímil naturalidad, de «hype» aparentemente sustentado en fuegos de artificio a una rotunda realidad.
En una onda similar, aunque sin llegar a procurarse un «lifting» sonoro tan palpable como los anteriores, se sitúa también la carrera de los daneses The Raveonettes. Bautizados en honor a un tema de Buddy Holly, puede decirse que su propuesta, articulada en base a la recuperación de motivos sonoros de los años cincuenta y sesenta (psychobilly, garage rock, pop philspectoriano), la estética de las películas de serie B añeja y la actualización del muro de sonido de The Jesus & Mary Chain, se antojaba exangüe a mitad de la pasada década. Parecían haberlo dicho todo ya con «Whip it on» (2002) y «The chain gang of love» (2003). Nos habían propinado por entonces una necesaria sacudida de electricidad desde los escenarios, cuando fueron lo más nutritivo de la edición del FIB de 2003, una de las más endebles que se recuerdan. Y su futuro no parecía vislumbrar mucho más, al margen del callejón sin salida al que parecían abocados. Pero en sus últimos tres discos han redescubierto las mesmerizantes melodías shoegaze y el candor bubblegum pop de bandas como The Primitives, prolongando así el encanto de su propuesta y ampliando de forma totalmente inesperada tanto su paleta cromática como su público potencial. Y reafirmando que pueden no ser del todo imprescindibles, pero sí aún relevantes.
En síntesis, reconforta toparse aún con bandas que desmienten todos los pronósticos, ponen en entredicho los augurios de la crítica y conservan latente la capacidad de sorprendernos, muchas veces contradiciendo nuestras profecías más agoreras.
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