«En los últimos quince años hay motivos más que de sobra como para que cualquier escéptico se deje seducir por un house de salón, más complejo y minucioso»
La evolución a gran escala del house, como todos sabemos, ha sido tortuosa para el humano sensible. Sin embargo, Carlos Pérez de Ziriza reivindica (como sonido para el verano) una derivación más tranquila y sinuosa.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter: cpziriza).
En la foto: Azari & III.
La historia de la música pop está repleta de canciones que acaban por convertirse en himnos populares, cuyo sentido original termina adaptándose al de los designios de ciertos colectivos que las adoptan como propias. Se trata, en esos casos, de composiciones que cobran vida autónoma, completamente al margen de la intencionalidad que su creador hubiera podido idear, a quien no le queda más remedio que contemplar, con estupor, resignación e incluso puede que cierta satisfacción, cómo su pequeño retoño crece y evoluciona de forma imprevisible y muchas veces caprichosa. Al igual que ocurre con las canciones, los géneros tampoco son inmunes a esta tendencia. Al fin y al cabo, cuando hablamos de canciones hablamos también de géneros, y es bien conocido por todos que la música pop es el más perfecto muestrario de un fenómeno que se repite una y otra vez: un estilo se cuece en el más estricto underground, expande su fulgor como la pólvora y acaba siendo fagocitado, en apenas un par de años, por la gran industria cultural y sus adyacentes. Y su sentido originario cambia, inevitablemente. Al fin y al cabo, no es más que la rueda de producción del sistema capitalista activando su inmisericorde trituradora, sin alternativa a la vista. Tras ese proceso de deglución, lo que queda muchas veces son las trazas más epidérmicas del género desvirtuadas de contenido, y muchas veces reducidas a la mera caricatura.
Podríamos mencionar posiblemente decenas de casos, pero uno de los más sangrantes en los últimos tiempos seguramente sea el de la música house. Un género que se gestó a mediados de los años ochenta en las discotecas de Chicago (y, en menor aunque más seminal medida, en Nueva York) asociado al ansia de liberación de ciertos colectivos entonces aún considerados marginales socialmente, como eran las comunidades gay y negra de aquellas grandes urbes. Como casi todos los estilos que imprimen su sello para la posteridad, una invención tecnológica y la nueva irrupción de una droga de efectos muy determinados contribuyó a su configuración: las cajas de ritmo TR-808 y TB-303 y el MDMA (conocido popularmente como éxtasis). Los primeros contribuyeron a imponer el clásico ritmo 4×4, seña del género. La segunda contribuyó decisivamente a que el estilo fuera acogido con el furor del converso en un Reino Unido que vivió lo que dio en llamar el Segundo Verano del Amor en 1988 (autoproclamándose heredero del primero, el de 1967 en San Francisco), con media juventud entregada a los sudorosos ritmos del acid house. Desde entonces, el género no ha hecho más que evolucionar (casi degenerar) e inocular sus rasgos en decenas de estilos ajenos, generalmente yéndose a los extremos: dulcificando sus claves hasta convertirlo en el muzak de nuestra era o vulgarizando sus logros hasta configurarlo como el machacón soma al que la juventud más descerebrada de nuestros extrarradios urbanos entrega sus horas de ocio cada fin de semana en macrodiscotecas. Unos y otros, el pijerío escasamente ilustrado y la nación mascachapa (valgan los vulgarismos), seguramente desconozcan la génesis y las más interesantes ramificaciones que el house ha deparado en las últimas décadas. Pero nadie podría culparles, ya que incluso los sectores de aficionados más tradicionalistas (o rockistas) del pop rock actual difícilmente mostrarán interés en un estilo que llegó a abanderar, como su corriente más popular, una estética tan aberrante como aquella de los omnipresentes «smileys», los colores chillones y las prendas con exceso de talla de al menos tres números. Difícilmente alguno de ellos (de los tradicionalistas, decimos) habrá llegado a leer hasta aquí, de hecho.
Lo que definitivamente cuenta es que, al margen de la degeneración de una estética más que cuestionable (solo ceñida a uno de sus subgéneros), lo que computa son las canciones. No canciones cualesquiera, sino aquellas que pasan por méritos propios a la posteridad. Y los grandes clásicos de Joe Smooth, Sterling Void, Frankie Knuckles, Inner City, Blaze, Lil Louis, Ralphi Rosario, Fingers Inc. o Ten City siguen ahí. Brillando como lo que generalmente fueron y lo que son, gemas de pasión desbocada propulsadas por un infalible sentido del ritmo, el ardor vocal de las grandes divas y los grandes vocalistas del género (hereditario de la disco music) y la capacidad para condensar la pulsión del momento. De un momento en el que el poder adquisitivo de gran parte de la juventud a ambos lados del charco estaba demandando unas nuevas claves de ocio nocturno, y estas estaban aún configurándose en torno a nuevos hallazgos estilísticos. Aunque eso hoy en día nos suene a prehistoria. Y si bien es cierto que casi todas ellas están orientadas naturalmente a la pista de baile, y eso puede explicar la aversión de aquellos que sienten alergia por él, no podemos tampoco obviar el hecho de que muchas de las mutaciones y contaminaciones sonoras en las que el house ha estado implicado años más tarde también han modificado esa funcionalidad. De lo vertical a lo horizontal. De la pista de baile al sofá de casa, y no necesariamente entregado a la inanidad esteticista de casi todo el chill house para chiringuitos cool.
Porque en los últimos quince años hay motivos más que de sobra como para que cualquier escéptico se deje seducir por un house de salón, más complejo y minucioso, que evidentemente no reniega de sus progenitores pero plantea una perspectiva más sutil. Quizá menos primaria, también menos apasionada (o con un apasionamiento más matizado), pero en absoluto carente de hervor sentimental. Y sobre todo mucho más elegante y distinguida que toda la panoplia de odas a la vulgaridad con las que el común de los mortales ha identificado el género en los últimos lustros. Hay una línea sucesoria casi imperceptible, un hilo argumental aparentemente casual y de erupciones muy puntuales, por lo general distante de los grandes medios, que une determinados trabajos de la segunda mitad de los noventa (con evidente anclaje en los clásicos) con algunas «delicatessen» actuales. El recorrido podría comenzar con los momentos más atmosféricos del «Junk science» de los norteamericanos (de origen iraní) Deep Dish, de 1998. Y continuar con los Presence de Charles Webster (y su sofisticado e imborrable «All systems gone», de 1999) o con las colaboraciones vocales del legendario Robert Owens (voz del proyexto Fingers Inc. de Larry Heard) en algunos de los momentos más gloriosos del «Solaris» de Photek (1999). O con la engañosa gelidez del «Close the door» de los germanos Terranova, tangencialmente cercanos al house del cambio de siglo.
Continuaríamos, ya que hablamos de aparente frialdad, con la estilización de los germanos Isoleè, Losoul o el finlandés Luomo, esenciales para entender la evolución del estilo a principios de la pasada década en la vieja Europa. Y llegaríamos al genial Matthew Herbert, quizá el mayor aporte de savia nueva al género en la última década (incorporando ecos de jazz y música concreta), y una serie de trabajos en la que ineludiblemente debería figurar su obra maestra «Bodily functions» (2001) y varios de sus trabajos satélites, como los debuts en solitario de su ex pareja Dani Siciliano y la diva Róisín Murphy (ex Moloko). Sin olvidarnos de las cercanas muestras de house microscópico y detallista de los californianos Matmos, en su momento ojito derecho de Björk. Por el trayecto, no deberíamos dejar de lado algunos de los singles más efectivos de esa demoledora túrmix de sonidos de baile (esta vez sí) que fueron los Basement Jaxx. Un paréntesis: Un modus operandi muy bien secundado en la actualidad por Disclosure, artífices de uno de los mejores discos de lo que llevamos de año. Cierre de paréntesis. Ni tampoco a cualquiera de los exquisitos cuatro álbumes de los canadienses Junior Boys, innegablemente imbuidos por los espíritus del género. Y así llegaríamos hasta la hipnosis sonora de Pantha Du Prince (de nuevo Alemania) y a la tradición actualizada de los canadienses Azari & III, una de las últimas sensaciones merced a la certeza de que, como ocurre últimamente en la escena soul, la línea recta es el camino más corto para acercarse a la excelencia. Y ellos lo hacen apelando directamente a las hechuras más clásicas, sin perder la cara al presente.
El lector ya iniciado echará de menos algunos nombres: el recorrido no pretende ser exhaustivo, sino meramente introductorio. Porque (y esto vale sobre todo para los no neófitos) ahora que llegan los calores y el entorno se presta al goce de músicas con mayor acento en la sensualidad y menos énfasis en lo cerebral, quizá sea también un buen momento para dejarse seducir por cualquiera de ellos. Como las bicicletas, el (buen) house también es para el verano. Para cualquier verano.
–
Anterior entrega de La mascarada del siglo: El guardián de canciones celestiales.