«La ortografía de Dylan, Springsteen y Tom Petty puesta al servicio de un dictado de métrica libre, en el que la consonancia puede bien quedar en manos de las borrascas de un ‘shoegaze’ sin academicismos»
En la tradición del rock estadounidense pero con vocación contemporánea y libre. Así es el nuevo álbum de The War On Drugs. Carlos Pérez de Ziriza nos pone al día.
Una sección de CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA (twitter:cpziriza).
En estos tiempos de obsesivas fijaciones por reverberar el eco de temporadas pretéritas, no es muy común que haya quien se desmarque apelando al pasado en saltos espacio-temporales de varias décadas. Puede que los renglones del futuro se sigan escribiendo con el trazo tembloroso de una nostalgia licuada según el prisma que la filtre, valioso según bagajes y amplitudes de frecuencia, pero solo por esbozar una imperceptible línea entre el Greenwich Village de los sesenta y el grano fino del «shoegaze» de los noventa, ya valía la pena subrayar en rojo el nombre de The War On Drugs. Los principios fundacionales ya estaban bien apuntados en su debut largo («Wagonwheel blues», Secretly Canadian, 2008), pero fue a partir de su secuela («Slave ambient», Secretly Canadian, tres años después), con la salida del posteriormente aclamado Kurt Vile ya certificada, que sus preceptos comenzaron a mezclar con toda naturalidad. Por si fuera poco, lo premioso de su ritmo editor genera ese apetito que tan raro nos resulta ante la incontinencia reinante, y que tan familiar nos era cuando los discos importaban. Un álbum cada tres años.
Nos hemos topado en los últimos días con definiciones que delimitan un rango tan amplio como ambivalente: un compañero del gremio resalta a través de Facebook que son la versión 2014 de Bob Dylan (si este no hubiera renunciado hace muchísimos años a ninguna clase de «lifting» sonoro, se supone), un músico nos comenta que le suenan como si Talk Talk se pusieran a hacer versiones de temas de Feist. Y lo cierto, y precisamente lo mollar del asunto, es que todos tienen razón. Porque Adam Granduciel ha perfeccionado hasta el extremo su propuesta con un disco que, jugando al doble o nada, insinúa esa cúspide creativa con la que ni siquiera sus más fervientes devotos podían especular. Un álbum que hace suspirar por el estallido de la primavera y soñar con autopistas vacías e interminables, sendas hacia la nada en las que abandonarse por el mero placer de viajar, rendidos a su inmejorable compañía. Se llama «Lost in the dream» (Secretly Canadian, 2014). Perdido (s) en el sueño, claro.
En su seno hay diez canciones de aspiraciones «bigger tan life», cifradas a través de un acuoso juego de referentes que en ningún momento se derrama hacia la sima del pastiche. La ortografía de Dylan, Springsteen (Philadelphia obliga) y Tom Petty puesta al servicio de un dictado de métrica libre, en el que la consonancia puede bien quedar en manos de las borrascas de un «shoegaze» sin academicismos, el habitual traqueteo «motorik» (de filiación kraut) o esos teclados etéreos que cada vez remiten con mayor precisión a la FM norteamericana más saludable de los ochenta. Composiciones con una dinámica interna propia, en las que el tiempo queda en suspenso (entre los tres y los nueve minutos: poco importa), y que acaban por redondear un álbum que logra la inverosímil pirueta de sonar a clásico atemporal a la vez que rabiosamente actual. En ellas se palpa la indagación en el pasado para edificar sobre un forjado vigente, sin riesgo de aluminosis. Un proyecto levantado bajo planos de estructura reconocible pero con remates y voladizos singulares, que no se resigna a la evocación cosmética de viejos patrones estéticos reproducidos en serie.
Tradicional y aventurado a la vez. Intrincado y abiertamente comercial. Fascinante en todo momento, es la de The War On Drugs una de las maniobras más brillantes de un 2014 en el que, si algo de momento no escasea, son motivos para la esperanza.
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Anterior entrega de La mascarada del siglo: Enredados en la madeja social.