EL CINE QUE HAY QUE VER
“Kazan hace así una defensa descarada y sin complejos de sus propias acciones filmando este guion, cuyo éxito comercial y de crítica debió saber a victoria”
Elisa Hernández recupera un clásico indiscutible de mediados de los cincuenta: “La ley del silencio”, dirigida por Elia Kazan. Una historia inspirada en una vivencia propia que consiguió un gran éxito en taquilla.
“La ley del silencio”
Elia Kazan, 1954
Texto: ELISA HERNÁNDEZ.
En 1952, el director grecoamericano Elia Kazan testificó ante el Comité de Actividades Antiamericanas, acusando a varios actores y guionistas de pertenecer al partido comunista, lo que llevaría a algunos de ellos a formar parte de la infame lista negra de Hollywood. Su acción provocó respuestas negativas por parte de muchos de sus compañeros y continúa siendo controvertida a pesar del más de medio siglo que ha transcurrido desde entonces. Dos años después, sin embargo, Kazan rodó “La ley del silencio”, que cuenta la historia de un estibador que se enfrenta al corrupto sindicato controlado por un grupo de mafiosos que se enriquecen de manera ilegal a partir del trabajo del resto de trabajadores. Ser testigo de la maldad y avaricia de los criminales llevará al protagonista a testificar contra ellos, a pesar de que esto le pueda acarrear el menosprecio del resto de miembros del sindicato, que prefieren mantenerse en silencio para evitar las posibles represalias. Kazan hace así una defensa descarada y sin complejos de sus propias acciones filmando este guion, cuyo éxito comercial y de crítica debió saber a victoria. La polémica está servida.
Sin embargo, no es solo la lista negra de Hollywood lo que ata “La ley del silencio” a su contexto, por cuanto la asociación de los sindicatos con el demonizado partido comunista era un discurso permanente en la prensa de la época y sería utilizado como arma arrojadiza para oponerse a la organización colectiva de los trabajadores. Las acusaciones de corrupción servirían a futuros gobiernos norteamericanos para desmantelar sindicatos y promover la acción individual en lugar de la solidaridad y la conciencia de clase.
A pesar de todo esto, si algo ha consolidado la permanencia de “La ley del silencio” en el imaginario de la historia del cine es probablemente la interpretación protagonista de Marlon Brando como Terry Malloy, el joven ex boxeador reconvertido en estibador. Capaz de expresar ingenuidad y dulzura al tiempo que mantiene una imagen dura y vigorosa, Brando nos trae un naturalismo y una complejidad sin excesos y basada en los detalles que cambiará la actuación cinematográfica para siempre. El peso de la culpabilidad y la lucha de la conciencia de Terry, reflejadas en el aparentemente impasible rostro del actor, resultan todavía hoy enormemente poderosos a pesar de enmarcarse en una narrativa sobre la lucha individual contra las instituciones que no ha hecho sino repetirse hasta la saciedad en las décadas que siguieron.
“La ley del silencio” es sin duda el mejor recordatorio de por qué Marlon Brando es uno de los principales iconos de la cultura popular del siglo XX. Pero es, también, una penetrante advertencia: ningún filme es completamente inocente.
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Anterior entrega de El cine que hay que ver: “Cléo de 5 a 7” (1961), de Agnès Varda.