«La invención de Hugo’ supone un nuevo acercamiento de Scorsese a la nostálgica alberca de los orígenes del cine, bañándose en las mismas aguas de la antología que persigue»
«La invención de Hugo»
(«Hugo (Hugo Cabret)», 2011, Martin Scorsese)
Texto: CÉSAR USTARROZ.
En «La estética hoy», Jacques Aumont describía una primigenia e inherente cualidad que caracteriza lo considerado contrapuesto a lo clásico, aquella propiedad que “’contamina’ el arte entero a nuestros ojos: a partir de lo moderno, es posible leer todo el arte como moderno”.
En la pequeña gran figura de Martin Scorsese tenemos al exégeta fílmico por excelencia, determinado a dejar huella en los polvorientos estantes de esa filmoteca universal que nos pertenece a todos, no sólo con su imprescindible y robusto palimpsesto «Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano» («A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies», Martin Scorsese, 1995), también con la adquisición de nuevas fórmulas narrativas, la incursión por distintas formas y géneros cinematográficos o la sabia apropiación de técnica y tecnología con las que repensar el cine desde la postmodernidad.
Las ataduras que Scorsese mantiene con el clasicismo subordinan gran parte de la trayectoria de un cineasta que refleja a la perfección esas querencias por el cine institucional acomodadas en lo que acabó por etiquetarse como Nuevo Hollywood (compartido por Steven Spielberg, Brian DePalma, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich o George Lucas, entre otros); generación implicada en trasvasar su exquisita cinefilia a particulares estilemas sin dejar de lado la audiencia, siempre evitando el divorcio con la cosa fílmica entendida como espectáculo de masas. La política de estos autores estadounidenses se traduce en una transnacional promoción de códigos para los que no existen fronteras. Naturalmente, la amplitud del horizonte cultural exportado por Hollywood se apoya en la continuidad de lo clásico estableciendo un constante (pocas veces arriesgado) diálogo con los vértices creativos más innovadores, muchos de ellos surgidos originariamente en la periferia del «mainstream». Pero tampoco podemos negar la evidencia, y es que en el seno de Hollywood se producen año tras año grandes films, independientemente de si éstos circulan o no por el corredor más comercial de la industria.
El melancólico homenaje a George Méliès (150 aniversario de su nacimiento, efemérides expirada en diciembre del 2011) no cabía culminarse desde otro púlpito. «La invención de Hugo» supone un nuevo acercamiento de Scorsese a la nostálgica alberca de los orígenes del cine, bañándose en las mismas aguas de la antología que persigue, pero en esta ocasión ataviando la forma con un sofisticado traje al servicio de la ficción porque, antes que nada, «This is entertainment».
Méliès constituye un paradigmático ejemplo del sentido más espectacular que conlleva el cine. Así lo entiende Scorsese también. Esta simétrica relación presenta un rico retruécano de similitudes que se plasman en «La invención de Hugo» con un armonioso concierto de tecnología intermedial. La integración de la tercera dimensión y la animación digital nos sirven en bandeja el talento del director italoamericano para reencontrarnos con la fascinante y mitológica personalidad de Méliès en un viaje a través de lo imposible (las enérgicas piruetas del formidable plano-secuencia-travelling del prólogo suponen una hiperbolización de la servidumbre de las nuevas tecnologías a la operatividad y funcionalidad narrativa).
La carencia de ternura en el personaje de Méliès, a quien da vida la verosimilitud interpretativa de Ben Kingsley, queda justificada al perder el pulso con el tiempo (la referencia al concepto temporal es constante a lo largo de toda la película), derrotado por acontecimientos coyunturales y condenado al ostracismo por el público. La autoestima queda también mutilada en el caso concreto del inspector de policía (magnífico Sacha Baron Cohen), atrapado por recuerdos alegóricamente motorizados en la prótesis mecánica que arrastra. Ambos personajes encuentran sus antagonismos personificados en Hugo (correcto Asa Butterfield) e Isabelle (excelente Chloë Grace Moretz); personajes que centralizan en la orfandad diversos estratos argumentales que potencian la privación de afecto. Desde Dickens, pasando por Griffith, hasta desembocar en el cine más trasgresor del siglo XXI, el individuo apátrida (en el sentido más literal del término) constituye el vector clave sobre el que estructurar un conflicto; vórtice con el que tejer una historia que canalice una lucha sin fin por restaurar aquello que se ha perdido.
Solo en los niños pervive sin embargo la esperanza intacta, quizá por esa capacidad sin pervertir de revertir la adversidad, pueril nobleza con la que afrontar el volver a empezar que tanto cuesta enderezar a los adultos. La intrusiva mirada del niño también nos convierte en curiosos voyeurs retrayéndonos a los inicios del cine, despertando esa indiscreción con la que accedemos a un mundo prohibido, a una sala que encubre ilusiones y descubre sueños.
Scorsese retorna a un pasado en el que impera la humanización de lo mecánico (el cinematógrafo como artilugio que necesita de la acción del hombre o el homúnculo autómata que precisa de ese atrezo con forma de corazón). Los sonidos y la luz regalan a la imagen una corporalidad que adquiere un relieve con el que superar el volumen de las formas visuales infografiadas con la tecnología 3D: el sonido que sugiere el motor del proyector cinematográfico y su intermitente haz de luz evocan a la omnipresencia del dispositivo, herramienta que activa el flashback como acto de reminiscencia con el que rescatar fotogramas pretéritos.
Si algo podemos reprochar a «La invención de Hugo» es su peligroso flirteo con el pastiche, abusando quizá de la autorreferencialidad del medio por plasmar ese ímpetu con el que redoblar una merecida veneración a Méliès. Como regalo para los sentidos supera de lejos los melosos productos de compañeros de clase. Recomendable, esta vez sí, para todos los públicos.
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Anterior entrega de cine: “El caballo de Turín”, de Béla Tarr & Ágnes Hranitzky.