Por su apariencia y la de los baffles, esta foto se tomaría a mediados de los años 60, con el bueno de Charles Edward Anderson Berry alrededor de su cuarenta década de vida. Por entonces, aunque al viejo tiburón el éxito ya no le sonreía, dejó grabadas sus dos últimas obras maestras –St. Louis to Liverpool (1964), Chuck Berry in London (1965)–, con las que plantó cara a las nuevas generaciones; ésas que melenudas habían llegado desde las Islas Británicas y que tuvieron el detalle de reconocerlo entre sus influencias mayores (aunque él, en más de una ocasión, les pagaría con alguno de sus históricos desaires).
En la foto, merece la pena detenerse en el gesto concentrado, mientras practica la que ha sido una de sus poses favoritas –y Berry fue un maestro de la escena, un auténtico showman con especial devoción por las «posturitas»–: las piernas abiertas, bien extendidas y con la guitarra como prolongación erecta de su entrepierna, como expresando sin ambages toda la carga de sexualidad de aquel primer rock and roll que cambió el destino de la música popular de todo el planeta y del que él fue uno de sus inventores.
Sí, porque aunque Chuck Berry sea hoy ese abuelete (¡83 otoños cumplirá el próximo octubre!) poco entrañable que pasea por el mundo sus malas pulgas, sus excentricidades, su peculiar adoración por las jóvenes féminas y la velocidad automovilística o sus horribles directos en los que toca con músicos del lugar a los que ha conocido la misma tarde del concierto, escribió piezas canónicas del rock como «Johnny B. Goode», «Maybellene», «Rock & roll music», «School days», «Sweet little sixteen» o «Let it rock».
Nos quedamos con ese Chuck Berry, y con el de esta foto, exultante en escena y hecho un pincel con su «foulard» anudado al cuello, su chaqueta de fantasía, y esa cruz suponemos que dorada. Berry en plena forma y más chulo que un ocho.