«La vitalidad que a todas horas desbordó, buscando siempre la energía, dándola y recibiendo»
Con motivo de su reciente fallecimiento, César Prieto se acerca a la figura de Pau Riba para recordar por qué era como fue, por qué se acomodó en el segundo plano y por qué su herencia, humana y cultural, ha de reivindicarse.
Texto: CÉSAR PRIETO.
Ni cuando, a principios de diciembre de 2021, anunció que tenía cáncer de páncreas, abandonó ni uno solo de sus proyectos, de su enorme afán de búsqueda. Hizo conciertos navideños, dio los últimos retazos a su segundo libro –La història de la música–, y trabajaba en un nuevo disco con el grupo que le había acompañado el último lustro: la Orquesta Fireluche, igual que poco antes había colaborado con Pascal Comelade. Ello da cuenta de un primer rasgo de su carácter: la vitalidad que a todas horas desbordó, buscando siempre la energía, dándola y recibiendo, a pesar de su legendaria pereza, que seguramente hizo que, año a año, la figura de Pau Riba fuese desdibujándose.
No sé se diría que fuera un personaje incómodo, pero sí olvidado. Aparecía en los periódicos, sí, pero su obra era seguida por un espectro de público prácticamente inexistente; así que sus viejas utopías de LSD, rebeldía contestataria, más que anarquista, y comunas, eran como un fantasma del pasado, ya ni siquiera una rémora inoportuna. Su reino ya no era de este mundo, era aún la utopía, quizá imposible, pero necesaria. La liberación de la mujer, tan imprescindible aún por incompleta, no sería posible sin aquellos hippies.
Sin embargo, a pesar de este olvido, Pau Riba siempre ha sido un icono. Un par de ejemplos, fuera de su época dorada, lo demostrarán. Cuando en 2006 Manuel Huerga dirigió un biopic sobre la vida de salvador Puig Antich, necesitaba una escena en la que el guion contemplara su encuentro con Margalida, su novia. Situó este encuentro en el antiguo Zeleste, que tuvo que recrear. Con la cantidad de grupos aún vivos que actuarían en Zeleste en 1973, y que ese 2006 seguían vivos, quien ocupa en escenario es Pau Riba cantando “Noia de porcellana”. Otro ejemplo mucho más cercano. Hace un par de meses escasos se clausuró en el Palau Robert de Barcelona la exposición El underground y la contracultura en la Cataluña de los años 70. Imprescindible por su cuidado al ambientar las salas, y por lo esencial y raro del material expuesto. Pues bien, la entrada de la exposición recreaba el salón de la casa de Pau Riba en sus tiempos de Formentera: cojines de inspiración oriental en el suelo y recipientes para diversas hierbas. El comisariado pudo colocar otros espacios de vida alternativa, imágenes de la Floresta o de las comunas urbanas, pero lo icónico de la época es la estancia de Pau Riba en Formentera.
En todos estos sitios vivió Pau Riba: el primero, junto a Mercè Pastor, fue seguramente la primera comuna que hubo en España, en una casa del Tibidabo. Ambos habían abandonado sus domicilios familiares, en el caso de Pau, una casa acomodada de fuertes convicciones conservadoras, de la que fue oveja negra. La cruz –en todos los sentidos– de su abuelo, el poeta catalán por excelencia: Carles Riba. El talento de su antepasado, se desplazó a él, tamizado por un filtro lisérgico.
De ahí salieron discos como los dos volúmenes de Dioptria o Jo, la dona y el gripau, la actuación en el Canet Rock de 1977 o una personalidad que empujó en España una nueva época. Una época de la que ahora aún disfrutamos, aunque no lo sepamos ver.
¿Incómoda?