COMBUSTIONES
«Una cosa es la mano que escribe, de peor o mejor calidad moral, más o menos angelical o podrida, y otra, muy distinta, la escritura»
En su columna semanal, Julio Valdeón reflexiona sobre el impacto mediático de la acusación de tráfico sexual y extorsión de R. Kelly, y los banquillos distintos que ocupan el artista y su obra.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
La semana pasada R. Kelly, gran estrella del rhythm and blues contemporáneo, ese potaje aterciopelado, lustroso y cursi, fue condenado en Brooklyn por tráfico sexual y extorsión. Decenas de mujeres habían secundado las acusaciones contra un tipo que fue un depredador de manual, también contra menores de edad. Para situar mejor al personaje, recordemos que Kelly vendió millones de discos en los noventa y dos mil.
Su música no llegó a España porque el rhythm and blues contemporáneo nunca figuró entre los bodrios que iban a enloquecernos. Ojo, nada que ver con la etiqueta creada por Jerry Wexler, el rhythm and blues de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, que acogió a luminarias como Johhny Otis, Ray Charles, Ruth Brown, Big Bill Broonzy, Bib Joe Turner, Lloyd Price o Sam Cooke. Pero en Estados Unidos fue omnipresente. Así hasta que las sospechas de que estábamos ante un criminal, alimentadas por las meticulosas investigaciones de un puñado de críticos con agallas y, finalmente, la batalla judicial, apagaron su buena estrella.
En el New York Times Ben Sisario y Joe Coscarelli se preguntan por «la respuesta silenciosa de la industria de la música» a la condena, «con escasos comentarios públicos de los mejores artistas y de las compañías que han lanzado su música y continúan comercializando en streaming». Imagino que tiene que ver con los recelos de quienes temen que alguien pregunte respecto a las posibles complicidades. Cuesta imaginar que dentro del negocio nadie con responsabilidades, influencia, contactos o poder supiera de las andanzas de un fulano que, entre otras hazañas, grababa vídeos con las prácticas sexuales junto a sus víctimas. Algunos de los cuales, como siempre sucede, terminaron en el mercado negro. En España, hasta donde me alcanza, solo Diego A. Manrique ha escrito, y fenomenalmente, como es norma, del asunto. Si tienen interés en un caso siniestro y una caída estrepitosa, busquen su artículo, donde adelantó varias de las cosas que consigno aquí, pero mejor. Busquen también la jugosa conversación entre Jim DeRogatis, uno de los periodistas musicales que investigó en el sumidero desde medios como el New Yorker, y Troy Closson, periodista del Times especializado en asuntos judiciales.
Finalmente, una confesión: ni con una pistola en la sien soy capaz de resistir la insuperable modorra que me provocan las afectadas cancioncitas, la voz y los arreglos de Kelly. Pero aunque su música me aburra y aunque el individuo pueda comerse una más que justificada cadena perpetua, me alegro de que su música siga en Spotify. Como diría Fran Lebowitz, es posible que una vez que sepas que un artista es un hijo de puta ya no puedas enfrentarte a su música sin pensar en sus maldades. Pero yo sí, y como yo millones que sabemos que una cosa es la mano que escribe, de peor o mejor calidad moral, más o menos angelical o podrida, y otra, muy distinta, la escritura, ante la que solo cabe el muy aristocrático y despótico tribunal del juicio estético y la verdad poética.
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Anterior entrega de Combustiones: El alma voraz de Steve Van Zandt.