«El poquito lujo que nos queda a los artistas es hacer las cosas a nuestra manera»
Cuatro décadas después de la publicación de su debut discográfico, Julio Bustamante sigue siendo capaz de modelar discos únicos. Ahora estrena Sueños emisarios, un proyecto que, como tantos otros, tenía que haber visto la luz hace muchos meses, pero que la pandemia invitó a ser revisitado y repensado. Sobre todo ello habla con César Campoy.
Texto: CÉSAR CAMPOY
Fotos: EL VOLCÁN MÚSICA
Apenas medio siglo después de que se subiera al escenario del Teatro Princesa de Valencia para interpretar el Tommy de The Who en los últimos años del franquismo, y más de cuatro décadas tras la publicación de Cambrers (Ànec, 1981), el elepé que coronaba el nacimiento del pop brillante de esencia mediterránea, Julio Bustamante sigue siendo capaz de modelar discos únicos. Posiblemente, porque nunca, a lo largo de su existencia, ha tenido prisa porque ninguna de sus obras madurara antes de tiempo. Tal vez porque los procesos de gestación de sus trabajos no son estancos, ni están delimitados por temáticas ni tiempos. Apenas se le conocen creaciones frustradas a este amante de la vida, capaz de insuflar, a partir de su semblante sereno y sin dobleces, en cualquier organismo sumido en el desasosiego, esperanza suficiente para reanimarlo.
A estas alturas de la película, Julio sigue supurando pasión artística, incontinencia poético musical y, lo que es más importante, una bondad remozada de esencia anárquica que le confiere cierto aire infantil. Todo ello le convierte en una suerte de bohemio sin par, del cual han venido quedando prendadas generaciones y generaciones de admiradores. Ahora estrena Sueños emisarios (El Volcán), un proyecto que, como tantos otros, tenía que haber visto la luz hace muchos meses, pero que la pandemia invitó a ser revisitado y repensado: «A excepción de “Jocelyn Rye”, por ejemplo, todas las demás canciones de la cara A ya las habíamos grabado en la primavera del 19. Al final, entre unas cosas y, sobre todo, la pandemia, tuvimos que retrasarlo todo. No pasa nada. Nunca he tenido prisa», sentencia risueño Bustamante, a la sombra de la terraza de un bar de su patria chica, el barrio de Marxalenes, una mañana de sofocante verano valenciano.
Aunque alguna vez has comentado que vas componiendo canciones sin pensar en que pueden formar parte de un disco de esencia monotemática, en ocasiones sí que ha existido un nexo común entre algunas de esas piezas. Por ejemplo, en La misión del copiloto (El Volcán, 2017) el amor estaba muy presente. En este caso, ¿son las ensoñaciones los anhelos o, incluso, sueños reales, los que marcan el hilo conductor? “Jocelyn Rye” es el nombre de una mujer con la que conversaste mientras dormías.
Como bien comentas, a pesar del caso de La misión del copiloto, no compongo pensando en articular un disco. Mis canciones son mi diario. Es cierto que, durante un tiempo, fui teniendo sueños que quedan retratados en temas como Jocelyn Rye”, “Tizón” o la propia “Sueños emisarios”, y que acabaron conformando este disco. Además, mi hijo [Lucas Balanzá] tuvo la excelente idea de recuperar “Visiones”, cuya letra se amoldaba muy bien, tanto a los días de confinamiento, como a los propios sueños; y uno de los temas que aparecerá en versión digital, “Moriana”, está basado en un texto de Italo Calvino [Las ciudades invisibles] y es una fábula onírica. Así que pensé que el título era muy apropiado para este proyecto. Decidí completarlo con canciones como “París eres tú” y “Corporal”, que no habían podido salir en el anterior elepé y hacen referencia a anhelos, y también optamos por completar la cara B con temas creados durante la pandemia, como “A tiempo de saber” o “Estatuas de piedra”. Sí, se podría decir que es un disco muy unificado. Sobre todo a nivel musical. De hecho, tenía muy claro que el nombre del grupo [Lavanda] tenía que aparecer en la portada. Llevamos muchos años juntos y hemos conseguido armar un sonido muy nuestro.
«Mis canciones son mi diario»
Comentas que la recuperación de “Visiones”, que apareció en aquel Salón Fujiyama que publicaste con Gasa/Dro, en 1988, fue a iniciativa de tu hijo que, curiosamente, aparece, siendo un niño, en una fotografía de la carpeta de aquel disco. ¿Una manera de cerrar algún círculo?
Sí. La vida tiene esas simetrías, esos guiños. No había caído. Su rescate no vino dado por esa anécdota, sino porque, un día, un amigo vino a casa, pusieron aquel disco, y Lucas me comentó que su letra estaba muy vigente y que podríamos volver a grabarla con un toque más pop rock. No lo dudé. Me ha servido para quitarme muchos prejuicios de encima, y entender que algunas canciones con aires folk que en su momento quedaron muy bien, pueden tener una segunda vida.
Vuelves a utilizar un dibujo tuyo para ilustrar la portada de uno de tus discos. Quien te conoce sabe que eres una suerte de artista total. Estoy pensando, también, en la publicación de los libros Dos novelas o Los sentimientos prestados, y en los disco-libros de El Europeo (Sinfonía de las horas, de 1996 y La vida habla, de 2000). Cuando optas por esta combinación de diversas artes, ¿todas ellas adquieren la misma importancia, para ti, que tu propia música?
Unas están al servicio de otras. Lo principal es la canción. Me lleva mucho trabajo construir una canción, porque siempre empiezo por la letra. Lo de los relatos, los artículos de prensa que escribí durante muchos años o las novelas, lo hago, más bien, por comunicar, como disciplina. Todo se ha convertido en un gran archivo, y una cosa lleva a la otra. El tema “Cambrers”, originalmente, era un relato muy largo. Yo era muy joven, y no era capaz de acabarlo, así que decidí transformarlo en una canción. En cuanto al dibujo, es algo a lo que he recurrido desde los años noventa para no bajar la guardia: observar lo que me rodea y plasmarlo en mi libreta. El dibujo es una experiencia muy relajante e importante. Ese dejar de hacer lo que estás haciendo y dejar de pensar en lo que estás pensando y centrarte en lo natural. Borja Casani [El Europeo] fue el primero que reparó en ello y me invitó a trasladarlo al formato de disco-libro. Y así he continuado, hasta hoy.
Cuando creas un texto, ¿tratas de musicarlo enseguida, o puede permanecer huérfano de melodía durante mucho tiempo?
Efectivamente. Incluso se ha dado el caso de crear dos músicas para el mismo texto, o comenzarlas y no concretarlas. Hay un momento, como te comentaba, en que todo lo que hago se convierte en un archivo que está ahí. Y un día, componiendo una canción, igual me viene a la cabeza que puedo enriquecerla con algo que escribí en un artículo o un relato, y lo reviso. Eso me ayuda mucho. Y esta variedad de fuentes, como compositor, me lleva a optar por estilos diferentes: esta canción puede ser más jazzy, esto puede sonar más a rock, a pop, a folk, a bossa nova… Todo esto me da mucha libertad, que es la que, desde el principio, quise tener. Sí, me hace ir, un poco, a contracorriente, pero con el paso del tiempo creo que la gente lo ha aceptado y ya sabe de qué voy [risas].
Por cierto, pese a esa suerte de incontinencia creativa textual, sigues rebuscando entre tus autores favoritos o entre aquellos que, en un momento dado, te llaman la atención. En este caso has utilizado un texto de Karmelo Iribarren para articular “Los hombres prácticos”. ¿Qué te hizo fijarte en ese poema?
Hace dos o tres veranos, estando en Altea, un lugar que frecuento mucho, en el club de lectura que tenemos varios amigos, di con ese libro de Iribarren. Él es un poeta muy llano. Es muy buen letrista. Y la letra de “Los hombres prácticos” me impactó mucho por la carga psicológica y social que tiene. Un día, en Madrid, el hijo de unos amigos, de 10 años, escuchando las maquetas, me dijo: «Me encanta esta canción porque así es como los mayores ven a los niños, por encima del hombro». Y tenía toda la razón. Y pensé que también es así como los jóvenes nos ven a los mayores. Da muchísimo juego esa letra.
Este disco incluye otra grata sorpresa: recuperas, muy remozada, “Una ensaimada considerable”, aquel tema que entregaste a La Gran Alianza. Ellos la hicieron suya en una grabación magnífica allá por 2014.
Era un grupo magnífico. Qué personalidad, la de Vanessa [Prado]. E Iván [Vega] era un gran arreglista, sobre todo, de guitarra eléctrica. En este caso he vuelto a la versión original. Era una canción necesaria porque dice muchas cosas, sobre todo en el terreno de la denuncia social.
Su texto siempre parece estar vigente. En el presente, e imagino cuando la compusiste. Incluso, cuando la publicó La Gran Alianza, parte de su letra establecía conexión, consciente o inconsciente, con todo aquel maremagno del 15M. Hay una clara alusión a la necesidad de salir a la calle…
Claro. La solución, históricamente, ya sabemos que pasa por la unión de la gente, y porque esa gente salga a la calle a reivindicar sus derechos, aunque ahora vivamos una época de mucho meninfotismo y de pasar de todo.
«Soy un tipo que, para bien o para mal, no ha desarrollado un estilo definido»
Transcurrido el tiempo, ¿qué balance haces de aquella primavera que parecía que lo iba a cambiar todo? ¿Ha servido de algo?
Por supuesto que sí. Las cosas no han cambiado tal y como pretendíamos, pero se ha demostrado que la mayoría llevamos muy dentro ese deseo de cambio. De la misma manera que todo lo que ha sucedido con la pandemia ha permitido que veamos hasta dónde puede llegar el maquiavelismo de un capitalismo que nunca duda en utilizar todos los medios posibles para parar a la gente. Bueno, yo tengo mucha fe, no de que esto vaya a cambiar de hoy para mañana, pero sí en que el ser humano, como animal humano que es, entienda que está en función uno del otro. Somos una especie de chimpancés que nos creemos los más inteligentes. Y nos hemos ido separando de nuestra naturaleza animal. Nuestra grandeza es ser parte de una especie, y no tirar cada uno por su lado, como dice el capital: «Tú solo lo puedes lograr, no necesitas a nadie». Hablamos, otra vez, de ese mirar a los demás por encima del hombro. Si como especie tenemos alguna gloria, es la de, cada uno, ocupar su lugar; ni más, ni menos. Y no ser más que otros.
En todo ese proceso, ¿ha habido algo de autocrítica?
Yo creo que sí. Es cierto que cuando las cosas vuelven a la normalidad es muy fácil olvidarlo todo y volver a comportarnos como antes. Pero, bueno, es indudable que ni el planeta ni nosotros podemos seguir soportando esa manera de ser tan egoísta. Lo dice “Una ensaimada considerable”: «Al revés no vamos a ninguna parte». Y hemos de aceptar que, desde la revolución industrial, no hemos hecho más que cagarla: desde crear enfermedades que no existían, hasta comportarnos de manera indecente con el prójimo. No voy a justificar aquellos tiempos, pero creo que en el siglo XIX el trato entre patrón y trabajador era más próximo y humano.
Cristian Pallejà y Ferran Resines vuelven a encargarse de las mezclas y la posproducción. En esta ocasión, la colaboración tuvo que realizarse, debido a la pandemia, desde la distancia. ¿Cómo te desenvuelves entre tanta nueva tecnología? ¿Te acostumbras a trabajar y tratar con el resto de mortales a través de ellas?
Esto ha supuesto mucho sudor y lágrimas. El proceso inicial sí fue muy parecido al habitual: irnos Montse [Azorín] y yo a una casa en la montaña, perdidos, y comenzar a arreglar las canciones, incorporar la voces… Y si vemos que funciona, que es una canción de campamento [risas], adelante. Posteriormente se añade Lucas con su bajo y sus ideas, y el resto del grupo: Ferran [Pardo], Andreu [Garcia] y Antonio [J. Iglesias]. Yo también metí algunas percusiones y algún órgano esporádico muy bucólico. A partir de aquí, como apuntabas, es donde cambió todo. Yo, o Montse y yo, solemos ir a Barcelona para pasar tres o cuatro días con Ferran y Cristian para mezclar y acabar el disco. Pese a tener que trabajar, por la pandemia, a distancia, pensaba que sería igual de fácil, pero aquello se alargó hasta los dos meses. Intercambios a través del teléfono móvil, de WeTransfer… Y no estar juntos y vernos las caras. Ha sido duro, pero es una experiencia que me ha enseñado mucho.
Qué importante es Montse Azorín en el universo artístico de Julio Bustamante, ¿no?
Es un verdadero placer poder contar con una chica tan inquieta artísticamente. Llevamos veinte años codo con codo, y en ese tiempo hemos crecido juntos. Muchos grupos querrían tener una artista de este calibre en su formación, una creadora de coros como ella, una técnica de sonido como ella, tan paciente…
Volviendo al tema de las nuevas tecnologías. Con su irrupción se nos aseguró que supondrían una supuesta democratización del arte; que todo el mundo podría idear y ofrecer sus creaciones sin necesidad de intermediarios. No obstante, con lo que nos encontramos es con una saturación de oferta. Al final, ¿han sido más los beneficios o los inconvenientes?
Bueno, el proceso tan difícil del que te hablaba antes, ha acabado salvando este disco. Eso hay que reconocerlo. Es cierto que todo esto supone una gran ventaja a la hora de difundir tus trabajos sin ningún tipo de frontera, o poder colaborar con otros artistas de cualquier rincón del planeta. En general ha valido la pena y, técnicamente, ha sido una maravilla porque también ha supuesto que personas que no tenían posibilidades o medios, puedan publicar sus canciones, sus libros… Eso sí, posiblemente no contábamos con, como comentas, esa saturación que no te permite reconocer la importancia que se merecen muchas obras. De todas maneras, el tiempo es un gran maestro y acaba poniendo las cosas en su sitio.
Lavanda, lo avanzabas, también ha devenido pilar básico de una trayectoria en la que siempre te gustó ir muy por libre. ¿Qué te ha llevado a asentar, no sé si de manera definitiva, una formación habitual?
El culpable vuelve a ser mi hijo. El primer núcleo duro de la formación fuimos Montse, él y yo, y solíamos contar con Carlos Carrasco. Cuando hicimos En el nombre del gato (Comboi records, 2014), el propio Lucas nos propuso que incorporáramos de forma habitual un teclista y un batería, y se nos unieron Luis Alcober y Santi Bernal. Con el tiempo ha habido algunos cambios, por ejemplo, también estuvo con nosotros Gilberto [Aubán], hasta la formación actual. El grupo, sin duda, ha subido el nivel del proyecto. Es un lujo tocar con ellos.
Aparte de con Lavanda, ¿con cuál de todos estos grupos has tenido más la sensación de estar formando parte de una banda, con todo lo que ello supone: en aquellos años de colaboración con Remigi Palmero y Pep Laguarda e In Fraganti, con Maderita, con Fred i Son…?
Con todos. Cuando surgió el proyecto de Maderita, y coincidiendo con el homenaje que me hicieron en Barcelona [en octubre de 2011, en la sala Apolo] y con la irrupción en escena de Fred i Son, hubo un momento, a mis sesenta y pico años, en que estaba con tres grupos diferentes [risas]. No sé cómo pude aguantar aquel ritmo, pero me lo pasé en grande. Descubrí cosas de mis canciones, pasadas por el tamiz de otros artistas jóvenes, que nunca me hubiera imaginado. De nuevo, volví a quitarme prejuicios de encima. Aquella época fue muy bonita. Cuando aparecieron las gentes de Maderita y me comentaron que querían hacer algo conmigo, yo ya era mayor y podría haberles dicho que no tenía necesidad, que ya tenía mi estilo consolidado. Pero, qué va. Lo vi como una tabla de salvación. «Aquí vamos a hacer cosas nuevas. Me apunto», me dije.
«Lo que más me llama la atención, cada vez que publico disco, es la cantidad de entrevistas que se me amontonan»
Es que tu carrera siempre ha estado repleta de colaboraciones. Has trabajado con infinidad de artistas desde que, a principios de los setenta, comenzaras a hacer ruido en compañía de gente como Pepe Dougan. ¿Es algo que siempre ha venido por tu condición de artista en solitario, o buscado, no sé si huyendo de posibles estancamientos? ¿Es más cómodo tirar de aquí y de allá y no atarse?
He trabajado con una cantidad de gente… Bueno, a la familia Dougan [Pepe y Luis] le debo muchísimo. Yo, por entonces, era un chico folk, y ellos me enseñaron a musicar sobre el ritmo. Nos enseñaron a abordar la música, y por supuesto también el folk, desde una perspectiva africana. A creer en ella como algo ritual. A entender una actuación no como algo mecánico, sino como algo participativo, como una ceremonia ancestral. Eso lo aprendí con veinte años y lo sigo aplicando.
Con Pepe y compañía, por ejemplo, con las gentes de Modificación, Humo y muchos más, de hecho, os montasteis aquella revisión del Tommy de The Who, a finales de 1973 en el Teatro Princesa de Valencia. ¿Qué recuerdas de aquella experiencia?
Los hermanos Belda, Javi y José [de Paranoia Dea], iban todos los veranos a Londres. Y en el del 70 nos dijeron que iban a ir al festival de la isla de Wight, y allí que nos unimos Fernando Barrachina, Tico [Balanzá] y yo. Nos quedamos un mes en Londres, y luego viajamos a la isla de Wight. Imagínate: era la primera vez que salía de España, con diecinueve años. Y de pronto me topo, de frente, con The Doors, Jimi Hendrix y, por supuesto, The Who, que en vivo tocaban algunos temas de Tommy. Al volver se planteó la opción de hacer algo, y en la Valencia de aquella época había mucho ambiente progresivo: Los Errantes, Modificación, Control, Paranoia Dea, La Masa Gris de Julio Galcerá, Eduardo Bort… y poco más.
Menudo listado…
Sí. Y nos metimos con el Tommy, lo hicimos con mucha ilusión y montamos un espectáculo muy importante. Nos juntamos más de cuarenta personas. Llenamos dos días el Princesa, pero tuvimos que dejarlo. Era imposible mover a tanta gente. Además, no había precedentes. Lo pasamos fenomenal. Hubo una propuesta para hacerla en castellano, pero todavía funcionaba la censura y nos recomendaron que la hiciéramos en inglés y no la tradujéramos. Tampoco es que aquella obra sea muy reivindicativa. Sobre todo es más psicológica.
Tal vez por las referencias a la libertad. Fíjate si os ponéis a traducir canciones como el “I’m free”…
Sí, pero no era una obra revolucionaria.
No. Prima más lo trascendental, aunque la posterior película incorpora elementos que, obviamente, la censura no hubiera aprobado.
La película es un rollo. Prefiero Quadrophenia. Bueno, es divertido ver a Elton John y al resto de invitados por allí, pero me gusta mucho más el original de Tommy que la banda sonora. Los temas que tocaron The Who en el festival tenían esa esencia primitiva.
No sé hasta que punto, siempre que publicas un nuevo trabajo, sonríes al intuir que, de nuevo, los medios van a volver a tirar de las sempiternas etiquetas y sambenitos: que si creador maldito, que si inclasificable, que si artista de culto, que si superviviente… ¿Llega uno a acostumbrarse a esta rutina?
Sí. Es algo que no depende de mí. Hace mucho tiempo que dejó de importarme. Lo que más me llama la atención, cada vez que publico disco, es la cantidad de entrevistas que se me amontonan [risas]. Pero, bueno, se trata de comunicar, y además aprovechar esas ventanas para plantear otros mensajes, además de musicales, más sociales.
Claro. Es curioso. Se habla de ti como artista de culto, minoritario, pero, cuando publicas disco tu repercusión, al menos en los medios, es indiscutible.
Sí, es cierto.
Al igual que el interés y la atención que has ido suscitando, a lo largo de tu carrera, en artistas de generaciones posteriores. Esto tampoco es muy común en un país acostumbrado a ignorar a sus figuras musicales históricas.
¿Ves? Esto tampoco me lo esperaba. Tal vez, en ese aspecto, también sea un artista raro. Soy un tipo que, para bien o para mal, no ha desarrollado un estilo definido, pero eso, estas generaciones que comentas, han acabado recogiéndolo como un estilo en sí, y han sido muy generosas conmigo al aceptar esa manera tan peculiar de trabajar y decidir que podía hacer algo con ellos.
En todos esos artistas, muchos de ellos de la tierra, ¿consideras que hay dignos herederos de ese concepto del cual se te atribuye la paternidad? ¿Crees que el pop surgido del Mediterráneo goza de buena salud?
Sin duda. Y los hay mejores que yo.
¿Siempre te has sentido cómodo con esa etiqueta, la del pop mediterráneo, de cuyo estilo se te considera uno de sus padres? ¿Crees que aquella condición de emblema, en un momento dado, os acabó perjudicando, más que beneficiando a ti, y también a Palmero y Laguarda, al colocarlos en una suerte de tierra de nadie?
No tengo más remedio que aceptarla porque me ha ayudado. A mí, a Remigi, a Pep y a mucha gente. Sí, el Mediterráneo es un lugar en medio del mundo por el que han pasado civilizaciones y civilizaciones, y nos ha enseñado, a los que vivimos aquí, a ser un crisol, a beber de aquí y de allá, a mezclar. Esa etiqueta me define, en cuanto a lo de coger de todas las influencias que me rodean. Nosotros siempre hemos estado muy agradecidos a gente como Laguarda, Jaume Sisa o Pau Riba, que rompieron esquemas totalmente. Nosotros no hicimos lo mismo, pero sí que pretendíamos normalizar, tanto en castellano como en valenciano, la música pop y folk, defendiendo nuestra labor social como comunicadores. Creo que hicimos bien aquello de separarnos de nuestros admirados precursores, y, como te comentaba, normalizar el pop en valenciano. Era un riesgo ir a contracorriente, pero eso es lo que mejor sabíamos hacer. El poquito lujo que nos queda a los artistas es hacer las cosas a nuestra manera. Luego, la gente ya interpretará o malinterpretará.
Y ahora mismo, ¿hacia dónde diriges tu mirada? Tal vez, como apuntas en “Estatuas de piedra”, ¿en mirar adelante y tratar de sobrevivir en este mundo cambiante? ¿Esa es tu filosofía?
Sí, sí. «Estamos mal acostumbrados a ver las cosas lo mismo que ayer, cuando el mundo a nuestro alrededor está cambiando de un día para otro». Que el mundo sigue cambiando y ha cambiado es una evidencia. Qué nos lo pregunten a nosotros, que hemos llegado a vivir, incluso, el regreso del casete, el formato más cómodo y revolucionario que ha existido nunca [risas].