«No sé qué mecanismos impulsa el dolor cuando uno está en un escenario. Lapido lo expulsa a través de trallazos eléctricos constantes»
A una única fecha de rematar su gira, Jose Ignacio Lapido y su banda recalaron en Madrid para despedir en directo su último disco, El alma dormida. Allí estuvo Arancha Moreno.
Texto: ARANCHA MORENO.
Fotos: J. PEREA.
«Vamos a entrar ya», dice un niño rubio de unos once años. Está delante de la puerta del Teatro Barceló de Madrid, insistiéndole a su madre, algo nervioso. Es su primer concierto de Jose Ignacio Lapido y está deseando coger un buen sitio. Curiosamente, no es el único menor de la sala: el veneno lapidiano se está extendiendo a las nuevas generaciones. Quizá porque es un líquido tan puro, tan potente y exquisito, que aquel que lo oye necesita compartirlo y disfrutarlo con los más queridos.
Poco antes de las ocho y media, la pista central del teatro está llena. Apoyada en la barra de la izquierda, una chica juguetea con su colgante plateado. Es una minúscula jaula vacía que abre una y otra vez con los dedos. La mayoría del público merodea los cuarenta, por lo bajo o por lo alto. Han venido a despedirse en directo de El alma dormida, que pasa por segunda y última vez por la capital, antes de que el granadino cuelgue los guantes en su tierra, en el Auditorio Manuel de Falla, el próximo 1 de diciembre. Justo un año después, y casi en el mismo sitio donde empezó la gira.
Pisa el escenario con los de siempre: Víctor Sánchez (guitarra), Popi González (batería), Jacinto Ríos (bajo) y Raúl Bernal (teclados). Últimamente suele comenzar sus conciertos con suavidad, como sucede esta noche. Elige “Largo de contar”, y rápidamente sube las revoluciones con la incertidumbre de “Nunca se sabe” (“si al despertarme / la tierra temblará bajo mis pies”), antes de encarar el rock firme de “Nuestro trabajo”. Podrían ser tres secuencias consecutivas elegidas al azar, pero hoy las leemos de otra manera, porque sabemos que no es una noche fácil para Lapido. Arrastra un terrible dolor muscular desde hace semanas, del que no habla más que con su círculo más cercano, sin que el público sospeche mínimamente lo que cuesta viajar y tocar en esas condiciones. Pero Jose Ignacio tiene un elevado sentido del compromiso, y cuando dice que va a estar, está. Y no solo aparece, sino que se entrega de la primera canción a la última, sin recortar una sola canción del guion de dos horas que ha previsto. Ya lo dice su canción: «Nadie podrá decirnos que no hicimos bien / nuestro trabajo».
«Es en “Lo que llega y se nos va” donde sus guitarras se vuelven aún más fascinantes, subrayando esa vida que se escurre»
No sé qué mecanismos impulsa el dolor cuando uno está en un escenario. Lapido lo expulsa a través de trallazos eléctricos constantes, como esos que incendian “Luz de ciudades en llamas” o el cañonazo “Lo creas o no”. Y ahí se concede una breve tregua, que aprovecha para dar las buenas noches a Madrid, donde “siempre nos sentimos como en nuestra propia casa”. Llegan los medios tiempos de “Mañana quién sabe”, con esos pianos que saben a club, y después, “otra canción que habla de ciudades solitarias”: “No queda nadie en la ciudad”. Nostalgia de calles vacías que acentúan su electricidad en vivo.
Una ola de aplausos espontáneos celebran el cambio de guitarras, de la eléctrica a la acústica. Sin saberlo aún, están a punto de escuchar una de las piedras angulares del rockero, “En el ángulo muerto”. Ese lugar escondido en el que el granadino se agazapa para pulir la vida con sus versos. Baja la voz en “El principio del fin”, con la bonita cadencia de los pianos de Bernal. En “La antesala del dolor”, es Popi quien manda, percutiendo sin tregua, guiándonos a todos desde los platos. Parece que es una de las favoritas del público, y también de la familia del autor.
El alma dormida se hace con el núcleo central del concierto, enlazando seis canciones consecutivas del último disco. Las guitarras nos ponen en estado de alerta en “Cuidado”. A estas alturas del show, y de la vida, su escudero Víctor Sánchez transmite lo mismo con las cuerdas que con los gestos. Se niega a quedarse quieto. Pero es con “Lo que llega y se nos va”, la canción que nos dispara en el pecho, donde sus guitarras se vuelven aún más fascinantes, subrayando esa vida que se escurre, que se escapa «como un fugitivo entre la niebla». Somos conscientes de que estamos aquí, ahora, y mañana… mañana quizá nos veamos en la “Escalera de incendios”, como dicen los versos de otra de las piezas más bellas de su discografía.
«“La versión oficial” nació como parte de un reto propuesto por Víctor y Raúl, una apuesta que le hicieron sus escuderos»
Ninguna manifestación cultural debería prescindir de la infancia. Lapido se alegra de ver caras infantiles en las primeras filas. Bromea con su teclista sobre un disco de canciones que nunca editó, del que alguna vez hablan en escena. Nos sirve para imaginar melodías, frases y guitarras tiradas a la basura, rotas por el camino. Muchas no llegan a ver la luz, tal vez alguna lo merezca, pero las que lo hacen pasan con rotundidad. Se hacen hueco en el repertorio demostrando su valía, y algunas van ganando a cada escucha, como la aparentemente sencilla “Dinosaurios”, o la deliberadamente country “Estrellas del purgatorio”.
Cuenta Lapido que “La versión oficial” nació como parte de un reto propuesto por Víctor y Raúl, una apuesta que le hicieron sus escuderos, “y gané yo”, sonríe. “Me dijeron que si tenía narices de hacer una canción en fa, que es un tono que… un tono de aquellos”, deja caer, advirtiendo que no es lo más rockero del mundo. Habrá que darle a ellos las gracias, porque no hay nada como rodearse de un buen equipo que te empuje a conquistar nuevos parajes. Por eso, antes de presentarles en sociedad, confiesa estar “eternamente agradecido” a su banda, “por poner su talento al servicio de mis canciones”. El respetable les aplaude individualmente con un calor tan extremo como el que manifiesta su autor, que no se autopresenta, pero aun así recibe aplausos espontáneos antes de apuntalar los acordes de otra pieza indispensable. Es “Cuando el ángel decida volver”, la canción del regreso del héroe.
El cariño del público esta noche le cura más que cualquier analgésico. Tanto, que le arranca más de una sonrisa. Sin detenerse apenas llega “Cuando por fin”, y a la efervescencia que se vive sobre las tablas se suman los saltos de niños y mayores y esas guitarras que algunos dibujan en el aire. Popi se pone en pie a la batería para animar al público a que dé palmas, y todos le siguen. Después, la banda desaparece.
«El músico confiesa estar “eternamente agradecido” a su banda, “por poner su talento al servicio de mis canciones”»
La delicadeza de las teclas de Bernal apacigua a la sala en el comienzo de “Algo me aleja de ti”, trasladándonos al jardín de los imposibles con suavidad… hasta que habla la guitarra de Lapido, y es ella quien se encarga, al final, de transmitirnos la tristeza de algo que se acaba. En ese mismo momento, pasa alguien por delante de mí oliendo a maría. Debe venir del mismo jardín al que están cantando. Bueno, de la plantación de al lado.
En apenas unos instantes, las percusiones y trallazos de guitarra nos trasladan del paraíso perdido a las profundidades del averno. Ruge la furiosa “Noticias del infierno”. Tras ella se abre paso “Espejismo nº 8”, el único rescate de su etapa en 091, una canción escondida en algún rincón de Todo lo que vendrá después. Entonces era mucho más acústica, ahora es mucho más eléctrica, y Raúl vuelve a tocar los teclados de pie. Cuando las cosas se disparan, él también.
Llega el último bis. Vocalista y pianista regresan solos entre gritos de “maestro”. “Vuestra amabilidad es incomparable”, agradece algo azorado, y se atreve con algo que quizá no hubiera hecho años atrás: entona “Con la lluvia del atardecer” acompañado solo por el piano, pero escudado detrás de su guitarra, que únicamente suena al final, como sustituta de la voz. Se ha escrito mucho y bien sobre los versos de Lapido (el propio Jordi Vadell, en su libro En cada lamento que se hace canción), pero a veces me da la sensación de que su guitarra transmite los mismos sentimientos sin necesidad de usar las palabras. Y él sabe cómo y cuándo dejarle hablar, concediéndole su espacio para que brille sola.
«Alguien debería decirle lo admirable que es contar con un tipo de tamaño talento, nobleza y compromiso en el rock and roll patrio»
La banda vuelve a juntarse sobre las tablas para encarar, ahora sí, el último trago: “El dios de la luz eléctrica”. Regresa a sus primeros tiempos, a esos Ladridos del perro mágico que publicó tras disolverse los Cero. Se despide por todo lo alto sin anunciar cuándo volverá, ni con qué formación. Porque, aunque alguno piense que tiende a cierto inmovilismo, en los últimos cinco años ha traído tres formaciones distintas a Madrid: la gira Soltad a los perros, a medias con su querido amigo Quique González; el regreso de 091, sobre el que ahora planean rumores de vuelta y su propia banda solista.
Despiden con júbilo a la banda, que se retira a las tripas de la Barceló para reponerse de lo ocurrido. Vencen el agotamiento con cerveza y sonrisas. Víctor admite haberlo disfrutado tanto como hemos percibido, porque insiste que tocar las canciones de Lapido, para él, “es un privilegio”. Lo mismo que para su público, que abandona la sala preguntándose cuándo y cómo le volverá a ver. También la chica del colgante de la jaula, que ahora cierra la pequeña puerta con determinación. Quizá quiera guardar ahí dentro todo lo que ha escuchado.
Hace unas semanas, tras el bolo que ofreció Lapido en Barcelona, Raúl Bernal nos trajo un ejemplar de “Un gran presentimiento”, su última aventura como mitad del dúo Dolorosa. Al despedirnos de ellos, Lapido nos detuvo un momento, señaló el disco y dijo: “Primera calidad”. Nunca le he oído expresarse con semejante contundencia sobre ninguna de sus obras. Consigo mismo es mucho más cauto. Tanto, como para disimular los latigazos que le da la espalda durante los ciento veinte minutos que ha pasado en el escenario de la Barceló. Quizá por eso alguien debería decirle lo admirable que es contar con un tipo de tamaño talento, nobleza y compromiso en el rock and roll patrio. Como, a pesar de su manifiesto escepticismo, siempre consigue devolvernos la fe. Por mi parte, queda dicho.