«En ambos músicos prima el amor al lenguaje, la indagación los límites de la palabra, el conocimiento de la lírica que genera estudios de su obra»
Luis García Gil explora las conexiones dylanianas que encuentra en la obra de Joaquín Sabina, para entender mejor la influencia que le ejerció desde sus comienzos.
Texto: LUIS GARCÍA GIL.
Joaquín Sabina grabó una canción titulada “Besos de Judas” en el disco Hotel, dulce hotel. A Bob Dylan le gritaron “Judas” en el Free Trade Hall de Manchester. Siempre hay quien hace de la palabra traidor una artimaña, un oscuro artefacto. Pero Dylan, al tornarse eléctrico, emprendía su personalísima revolución en la música popular. Cuando grabó “Like a rolling stone”, Sabina era un muchacho que no podía imaginar el destierro londinense que se le vendría encima.
Dylan siempre estuvo ahí, dando vueltas y más vueltas en su cabeza de bardo, en la propia textura de su voz que el tiempo fue lijando, hasta que Sabina hizo suya la aspereza vocal dylaniana. «De Dylan aprendí la insolencia caprichosa», escribió en un poema con el que sintetizaba todas sus influencias musicales, de Georges Brassens a Domenico Modugno, de Camarón de la Isla a Lou Reed, de Atahualpa Yupanqui a José Alfredo Jiménez. Muchas son las fuentes de las que Sabina se nutrió antes de consolidar su cancionero en los años ochenta de la pasada centuria tras abjurar de Inventario, su ópera prima. De entre todas las fuentes confesas hay una que merece una consideración especial, aquella que en un mapa imaginario nos lleva de Úbeda a Minnessota, de “Pongamos que hablo de Madrid” a “Talkin’ New York”, de Joaquín Ramón Martínez Sabina a Robert Zimmerman.
Referencias en su obra
Sabina nunca ocultó su admiración por Bob Dylan. Está en la letanía de “40 Orsett terrace” de Inventario. Es este un primer ejemplo, pero podrían citarse otros muchos: “Arenas movedizas” —descarte de 19 días y 500 noches— tomaba como referencia “I shall be released” y “Pastillas para no soñar” pudiera ser compañera de baile de “Rainy day women No. 12 & 35”. El Dylan de “Just like a woman” es un espejo en el que Sabina se mira como se mira también en el Dylan torrencial, que encadena imágenes poéticas y visuales sin desmayo. Cuando Sabina le dedicó a Aute “¿Quién es Abel, quién es Caín?” le definía pintando acuarelas dylanianas. Podrían citarse más ejemplos.
En alguna ocasión Sabina ha elegido “Knockin’ on heaven’s door” como la gran canción del siglo XX, y uno pudiera imaginarse al de Úbeda como parte de algún western polvoriento y crepuscular de Sam Peckinpah. Una de las grandes joyas de Sabina, la hipnótica y viajera “Peces de ciudad”, tuvo que ver con el de Duluth. Pancho Varona lo ha contado en alguna ocasión: “Peces de ciudad” no existiría sin la canción “To Ramona”, porque el ritmo de la canción de Dylan influyó poderosamente. Y es inevitable pensar en otra emblemática canción suya cuando escuchamos: «En la fatua Nueva York / da más sombra que los limoneros / la Estatua de la Libertad. / Pero en Desolation row / las sirenas de los petroleros / no dejan reír ni volar». De “To ramona” a “Desolation row”, dos canciones separadas por un año, del álbum Another side of Bob Dylan de 1964 al Higway 61 revisited de 1965.
La devoción por Dylan inspira —sálvense las distancias oportunas— al tándem que terminan formando el dylaniano Benjamín Prado y Sabina, que marcharon a Praga para alumbrar las canciones de Vinagre y rosas. Sabina y Prado se imaginaron como Sam Shepard y Bob Dylan el año de gracia de Desire que motivó un espléndido libro de Shepard, Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera. Vinagre y rosas quería ser un Blood on the tracks, un descenso a los infiernos del desamor partiendo de la ruptura que había sufrido el propio Benjamín Prado.
Sabina le ha guiñado el ojo a Dylan cuando ha podido. “Princesa” entronca con el clásico “Like a Rolling stone” que cita en “Tan joven y tan viejo”, cuyo espíritu no está lejos del clamoroso “Forever young” de Dylan. En los tiempos dionisiacos de La Mandrágora, Sabina realizó una libérrima adaptación al castellano de “Man gave names to all the animals” que Dylan había registrado en su álbum de conversión Slow train coming
Pero, ¿quién lleva al joven Sabina hasta Dylan? Primero Lesley, su novia inglesa en aquella Granada de finales de los años sesenta en los que se entrega a la militancia antifranquista. Ya entonces le impresionó la fonética dylaniana, su manera de escupir las palabras, de usar el fraseo aunque no pudiera traducirlo o entender lo que decía. Después su amigo y protector Publio López Mondéjar le introduce en el universo dylaniano a través de Bringing it all back home. Sabina ha evocado una imagen de su ayer en el que fumándose un canuto se dejaba lleva por el folk—rock de Bringing it all back home y por la canción “John Wesley harding” del disco homónimo de 1968.
Sabina se ha postrado en numerosas ocasiones ante Dylan. Ha reverenciado al poeta, al músico, al profeta contestatario de los sesenta, pero también ha anotado algunas decepciones, como el momento en el que besó el anillo del Papa. Pero hay un Dylan de etapa cristiana no del todo desdeñable con discos que ya traslucían una visión del mundo diferente como Street legal. Cual muñeca rusa, hay un Dylan dentro de otro Dylan, y así sucesivamente.
En ambos músicos prima el amor al lenguaje, la indagación los límites de la palabra, el conocimiento de la lírica que genera estudios de su obra, como los del académico Christopher Ricks sobre Dylan o el que Emilio de Miguel Martínez dedicó a Sabina, Concierto privado, que merece mayor atención de la que suele dispensársele a la hora de recordar la bibliografía sabinera.
Loa a Dylan
Bob Dylan tocó en Madrid en el mes de junio de 1984. Es el año de Ruleta rusa de Sabina, quien sabe por Dylan que es posible aunar guitarra eléctrica y trascendencia. Sabina no perdió la ocasión de escribir una loa a Dylan en las páginas de Diario 16 y destacó su capacidad de burlar a los mercaderes musicales, de haber hecho en cada momento lo que le dio la gana con una independencia artística absoluta. Un día después del concierto, Sabina se encontró con su ídolo cuando estaba cortándose el pelo en una peluquería de la calle Almirante. A través del espejo, le vio bajarse de un coche y meterse en una tienda. Cuando Dylan volvió de sus compras, Sabina salió de la peluquería como un rayo para estrechar la mano del genio y preguntarle si se había comprado sus botas de cuero español, guiño a la canción que el de Duluth grabara en The times they are a-changin’. Pero cuando Sabina tuvo a Dylan a un metro de distancia no fue capaz de dirigirle la palabra.
En la amplia labor de sonetista de Sabina hay un espacio para los homenajes, y en esa relación no podía faltar Dylan, a quien dedicó un soneto que se publicó en la edición española de la revista Rolling Stone:
Dylan es tantos hombres que me pierdo.
Apenas aprendido, te despista:
el folksinger, el duro, el loco, el cuerdo,
el francotirador de la autopista.
El máster de las vísceras urgentes;
el novio de la Virgen del Asombro
que esconde una gillette entre los dientes
cuando sale a cantar manga por hombro.
Qué tormenta de otoño en primavera;
otra vuelta de tuerca, otro verano
por los de abajo, desde tan arriba.
Más joven y más viejo que cualquiera.
Tan lejos y tan cerca de fulano.
Este soneto fue leído por Sabina en el documental Las huellas de Dylan que dirigió Fernando Merinero en 2006 y que es de obligado visionado por lo que clarifica la influencia del Nobel en algunos de nuestros músicos. Sabina confiesa en ese documental que ha plagiado a Dylan todo lo que ha podido, voz extraacadémica incluida. En un momento de su intervención toma la guitarra y canta un fragmento de “Knockin’ on heaven’s door” en una recreación muy particular. Y dice de él cosas tan admirativas como esta: «Siempre ha sido un miserable, siempre ha traicionado a su público, nunca ha saludado, se pone de espalda a tocar, hace todos los solos, no deja a los músicos tocar, es un malvado y es el mejor». Quizá no hay mejor modo de describir su entusiasmo por su obra, y de resumir esas huellas que Dylan ha dejado en Sabina.
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