«Por momentos, a ‘Vinagre y rosas’ le pasa como a algunos de esos discos de Cohen o de Serrat, que a la tercera canción empiezas a bostezar y a la cuarta puedes caer dormido sin remedio. Y, cojones, señores, que es Sabina, que estas cosas no deberían pasar en sus discos»
En este texto, analizamos con sentido crítico «Vinagre y rosas», el nuevo disco de Joaquín Sabina; una obra que llega tras cuatro años de silencio discográfico.
Texto: JUAN PUCHADES.
El problema cuando admiras mucho a alguien es que las expectativas ante una nueva obra suya son muchas y, claro, o éste entrega una pieza genial o la decepción está asegurada. Eso es exactamente lo que pasa con el nuevo trabajo de Joaquín Sabina, que como «Vinagre y rosas» no es –digámoslo rápido– una obra maestra, la decepción ha sido mayúscula. Lo cierto es que no es un mal disco, es, simplemente, flojo. Es como si Sabina, que viene de la «nube negra» con la se gestó hace cuatro años su última producción, «Alivio de luto», estuviera inmerso ahora en una «nube gris» en la que faltara color, vida, alegría. Seguramente consciente de ello, y de estar viviendo un momento de «felicidad doméstica de la que es imposible sacar un verso», decidió alejar a su amigo el novelista y poeta Benjamín Prado de una depresión madrileña post ruptura sentimental, irse con él a Praga y, mano a mano, recurrir a un clásico del rock and roll: Comenzar a escribir canciones contra la ex novia de este; bueno, el clásico, más bien, es que uno escriba canciones contra su propia ex, pero en el Mundo Sabina las cosas nunca son como debieran o aparentan ser.
De este modo, Sabina y Prado dieron forma –en Praga, Rota y Madrid– a la mayor parte de letras de «Vinagre y rosas», aunque ellos, tal y como relata el segundo en el libro «Romper una canción» –recién editado, en el que se narra cómo se escribió el disco–, se empeñaran en llamarle a lo que estaban pariendo «canciones», olvidando que una canción es letra y música. Metidos en su traje de letristas, pelearon lo indecible y hasta el último minuto para dar con la palabra perfecta para cada verso. Y aunque por momentos algunos textos tienen más de ejercicio de estilo –y algo de fuego de artificio– que de emoción puesta en pie, al final lo que quedan son letras con el sello de Sabina, como si las hubiera ideado él solo, sin la ayuda de nadie. Letras que, en ocasiones, suenan algo reiterativas, como a algo oído con anterioridad… Más o menos lo mismo que le sucede a gran parte de las músicas, en general muy poco inspiradas. ¡Y son Pereza quienes con sus dos canciones (musicadas, tocadas y producidas por ellos) levantan este disco! Algo que reconoce quien cree que Pereza son un grupo muy sobrevalorado –y, sobre todo uno de ellos, con excesiva tendencia a las vacuas «posturitas», pero esa es otra historia–, aunque obligado es admitir que ‘Tiramisú de limón’, de Leiva, y ‘Embustera’, de Rubén, son de lo mejor del álbum –la segunda superior, pero con mucho, a la primera–, y ofrecen, junto a «Crisis» (puro rock and roll sabinero, con guiño a otros temas suyos), las mejores y más imaginativas soluciones sonoras de una rodaja en la que parece que Sabina ya no tenga muchas ganas de pisar el acelerador.
Puestos a destacar lo mejor de «Vinagre y rosas», hay que citar ‘Menos dos alas’ –rumba dedicada a Ángel González–, con las esencias del Sabina más grande. Como hay que mencionar también ‘Cristales de Bohemia’, la genial ‘Agua pasada’ o la ingeniosa pero menor «Parte meteorológico», también muy sabinera, pero en la que se habría agradecido algo más de electricidad y velocidad. Mal este, el de la falta de ritmo, que aqueja a todo el álbum. Y cuando los productores –Pancho Varona, Antonio García de Diego y José Antonio Romero– han decidido meter algo de voltaje lo han hecho con guitarras bastante convencionales, feas e incluso horteras, de aquellas que caen en el peor rockismo: escúchenlas en ‘Viudita de Clicquot’, en ‘Virgen de la amargura’.
Por momentos, a «Vinagre y rosas» le pasa como a algunos de esos discos de Cohen o de Serrat, que a la tercera canción empiezas a bostezar y a la cuarta puedes caer dormido sin remedio –la quinta, ‘Ay! Carmela’, casi que parece una nana–. Y, cojones, señores, que es Sabina, que estas cosas no deberían pasar en sus discos. Es inexplicable que Sabina reconozca que «19 días y 500 noches» es su mejor trabajo, producido por un equipo musical diferente al habitual, y, sin embargo, se empeñe en grabar, con sus músicos de siempre, discos irregulares. ¿No podría entender que esos músicos están muy bien para directo pero que para los discos tendría que buscar aire fresco? Y eso que Sabina, solo chasqueando los dedos, tendría a su lado a los más inspirados compositores –falta le hacen para ofrecer mejores melodías–, arreglistas –que ayudarían a engalanar las canciones con otros vestidos y colores–, músicos –imprescindibles para no caer en el amaneramiento y en los recursos sabidos– y productores –que aportarían nuevas texturas sonoras–. No, Sabina no puede quedarse como está, necesita evolucionar. Tiene que darnos lo mejor. Y creo que él lo sabe. Pero, quizá, dadas sus peculiaridades humanas, piense que solo el equipo médico habitual puede soportar sus manías y tiempos en un estudio de grabación.
Menos mal que Sabina en «Vinagre y rosas» canta como quiere, porque incluso las fotos son algo tétricas de tan oscuras y hasta el cierre del disco queda adulterado. Sí, porque el final tendría que llegar con el ‘Blues del alambique’, perfecta manera de clausurar la escucha, pero se ha incluido como bonus ‘Violetas para Violeta’ y, ay, esta canción prodigiosa, una música de Violeta Parra a la que Sabina ha puesto letra, ya había quedado perfecta en «Cantora», el último disco de Mercedes Sosa, donde la adorable argentina la bordaba junto al cantautor de Úbeda. ¿Y si aquella versión supera a esta, por qué ofrecernos ahora una toma inferior?
En todo caso, este disco está por encima de la producción musical media de este año en el rock español, pero, claro, ¡el año ha sido bien flojito! Así que tampoco es decir mucho, que el listón no estaba muy alto.
Antes de acabar, un consejo, que es gratis: No se compren la decepcionante edición de lujo. Solo trae dibujos de Sabina, fotos de la misma sesión pero reproducidas en un papel ofsset ahuesado ¡que todavía las oscurece más!, y las letras escritas a mano por el propio Sabina… lo que hace que resulten bastante ilegibles. ¿A nadie se le ha ocurrido reproducirlas también con una tipografía convencional? Mucho continente, para tan escaso contenido. Más interesante resulta el libro de Prado, «Romper una canción» (Aguilar), que a los más sabinistas puede ayudarles a comprender mejor la génesis del disco. Ahora, a esperar que no tarde cuatro años en grabar de nuevo y que en esa ocasión nos dé una buena alegría, que falta nos hace.