Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental, de Federico de Haro

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LIBROS

«Como una especie de Juan Ramón Jiménez de la Cava Baja, en ocasiones dejaba parada una canción porque le quedaba una palabra que completar»

 

Federico de Haro
Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental
RESERVOIR BOOKS, 2021

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

El hecho de que Javier Krahe no tenga en este país la consideración que merece el conjunto de su obra —como tantos otros, y pienso en Chicho Sánchez Ferlosio, que le dio la alternativa— es algo evidentísimo. Cierto es que él mismo cultivaba esta aura de esquivar, en la medida de lo posible, cualquier indicio que afectase a su rutina y su tranquilidad, pero eso no es explicación suficiente para este olvido en el que parece haber caído nuestro Georges Brassens particular. Por ello es, no solo bienvenida, sino acogida con todos los honores, esta biografía escrita por Federico de Haro.

El caso es que Krahe, tras la lectura de este retrato íntimo en que se recoge el punto de vista de más de sesenta personas que fueron cercanas a él, parece que nunca quiso estar ahí. Empieza componiendo para su hermano menor, Jorge — el libro relata también su malograda vida—; pero ni se le pasa por la cabeza cantarlas él. En estas, Jorge —que forma dúo con Rosa León durante algún tiempo— le presenta a un amigo: Chicho Sánchez Ferlosio, que recoge también alguna canción suya para las actuaciones. A Javier no le llaman la atención los escenarios, de hecho, no sabe tocar ningún instrumento, pero Chicho le propone subir con él, que había comenzado una estancia en el pub La Aurora y, a regañadientes, no le queda otra que aceptar.

A partir de este hecho, que conforma el primer capítulo, se despliega su azarosa y aventurera vida, desde la presencia de su padre como figura lejana y sarcástica. Era un ingeniero de Butano —sí, esas bombonas que aún actúan en algunas cocinas españolas— poco dado a la cercanía con sus hijos. Javier ha de buscarse la vida, y la encuentra como chico de los recados, aunque siempre fue objetor al trabajo, como jugador de cartas experto —de esos que despluman al más pintado— o como viajero en París, donde conoce a Annick, una canadiense que será ya compañera toda su vida. Ello propicia una estancia en Canadá durante tres años. Es en ese ambiente francófono donde escucha por primera vez los discos de Brassens que tiene su suegro. Decir que los escucha es poco: mete el bisturí, los disecciona hasta la extenuación. Y vuelve a España siendo otro hombre.

También hay espacio para el análisis de sus discos y sus canciones, sin caer en la pesadez, pero tampoco a la ligera. Sobre todo, sus letras irreverentes, con retranca y perfectamente trabajadas. Es el músico español que más utiliza el consonante, de tal manera que si no encuentra la rima ideal, no hay letra. Como una especie de Juan Ramón Jiménez de la Cava Baja, en ocasiones dejaba parada una canción porque le quedaba una palabra que completar. Respecto a estas letras, el libro recoge media docena que nunca fueron editadas y que reposaban, esperando su resurrección, en antiguas cintas o en la memoria de sus conocidos.

Desde luego, alguien que poseyera este sentido anárquico que él tenía, aliado a su anticlericalismo activo, se iba a encontrar con muchos problemas. Sufrió vetos debido a sus letras dirigidas al entonces omnipotente Felipe González, que no le perdonó su ironía ante el cambio de actitud en el referéndum sobre la OTAN y, sobre todo, juicios que estuvieron a punto de costarle la cárcel por haber grabado un vídeo en el que cocinaba un crucifijo.

Mmm. Pensemos: alguien que tiene determinadas creencias religiosas y que no admite que alguien ironice sobre ellas, y que intenta castigos para aquel que se atreva. ¿A que recuerda? ¿Esto no es lo que intentamos evitar en Europa por lo menos a partir de la Segunda Guerra Mundial? No viene a ser más que un argumento —un triste y execrable argumento— que avala que Javier Krahe poseía una personalidad fascinante, que no se casaba con nadie y que, al final, lo único que quiso fue pasar tranquilamente su vida en el paraíso que encontró en Zahara de los Atunes, provincia de Cádiz. Y hacer canciones.

Anterior crítica de libros: Pleamar, de Antonio Mercero.

 

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