FONDO DE CATÁLOGO
«Las composiciones están empapadas en alcohol y desamor, con ese aura épica de los hermosos perdedores»
El segundo disco de The Dogs D’amour fue, según Manel Celeiro, uno de los mejores de finales de los ochenta. Nos cuenta por qué al tiempo que recuerda la impronta que dejaron en el escenario, en 1990, a su paso por Barcelona.
The Dogs D’Amour
In the dynamite Jet Saloon
CHINA RECORDS, 1988
TEXTO: MANEL CELEIRO.
El 12 de diciembre de 1990 es una fecha marcada en la memoria de algunos de nosotros. No era un buen día, los lunes no lo son, y hacía un frío inusual en la Ciudad Condal, pero el ambiente en los alrededores de la sala KGB estaba caldeado, el personal haciendo cola en la puerta de la sala, los (escasos) bares próximos a tope y todo el mundo con la excitación propia de poder presenciar en vivo a uno de los grupos del momento. Es verdad que los Dogs d’Amour no eran, ni fueron nunca, unas grandes estrellas, y que iban a actuar en un club con un aforo modesto, para unos pocos centenares de personas, pero también es cierto que en ninguna parte del mundo se les ha profesado tanto cariño como en la piel de toro.
Todos los que nos veíamos en los garitos de rock de la ciudad estábamos allí, tremendamente expectantes. Ellos respondieron con creces, superando la demora con la que empezó el concierto y el colocón con el que salieron a escena, ofreciendo exactamente lo que esperábamos. Un directo confuso e irrepetible, con esa sensación de caos y riesgo tan escasa en los tiempos actuales donde todo está tan milimetrado y controlado, en el que sonaron sus mejores canciones, Tyla ejerció su papel a la perfección y sus acompañantes representaron su rol de forajidos del rock como un solo hombre.
Aquella tropa de gañanes de la pérfida Albión había pasado, como los amables lectores podrán imaginar, por diversas vicisitudes hasta encontrar la que se ha tildado como su formación clásica: Tyla a la guitarra y la voz, Jo Dog Almeida a la guitarra solista, Steve James al bajo y Bam a los tambores. Esa fue la alineación que grabó el que es, para un servidor, su trabajo más destacado. Era su segunda grabación y con el título In the dynamite Jet Saloon dejaron para la posteridad uno de los mejores discos, rocanroleramente hablando, de la década de los ochenta. Con unas pintas imposibles que mezclaban el aspecto filibustero con el de los caballeros jacobinos y unas canciones que heredaban lo mejor del rock británico —los Stones, los Faces, el encanto del glam, Hanoi Rocks, New York Dolls— y el aliento vital del punk, los perros del amor conquistaron nuestros corazones a base de whisky, humo y guitarrazos.
El álbum poseía todo lo necesario para ello: una producción austera, una imaginería gráfica distintiva y unos músicos que saben que están en un momento dulce y que tienen como objetivo trasladar a la cinta magnética toda la energía y la vitalidad de su mejor baza, las presentaciones en vivo. Las composiciones están empapadas en alcohol y desamor, con ese aura épica, tan melancólica como fascinante, de los hermosos perdedores y una narrativa en que el espíritu de otro gran bebedor, Charles Bukowski, parece encarnarse en la persona de Tyla. Corazones rotos ahogados en licor, la angustia vital, la insatisfacción, encontrar tu lugar, la búsqueda de la felicidad en paraísos artificiales, sentimientos y emociones íntimamente ligadas el rock quedaron plasmadas en los diez cortes del disco, tres más en la versión en cedé.
La voz de Tyla, papel de lija macerado en barrica de roble, encaja como anillo al dedo en unas canciones que huelen a callejón, que marcan la piel como tatuajes y cortan como cristales rotos. Abren con “Debauchery”, guitarras rasposas, slide canalla; “I don’t I want to you go” o “Everything I want” nos dejan estribillos pegajosos y unas rítmicas que parecen salidas del arsenal de Kiz Richards, el romanticismo crepuscular de “Last bandit” o “Heartbreak”, la demoledora primera frase de “Gonna get it rigth”: «Dios creó a la mujer pero el diablo invento el blues», la fuerza de “Medicine Man” o su peculiar acercamiento al country blues en la sencillez de “Billy two rivers”. Las virtudes de los Dogs quedan condensadas en la tormenta emocional que se desata en “How come it never rains”, balada sentida, básico pero excelente trabajo a las seis cuerdas, ese punteo del principio, los detalles del piano y una letra que conserva intacta su capacidad para erizarte el vello: «Sentado en la estación de tren, pensando que nada saldría mal, la rodeó con sus brazos y dijo: “te amaré hasta que te vayas…”».
La historia no ha sido justa con ellos, y pese a que después editaron algunos buenos discos —unos mejores que otros— Errol Flynn (1989), el epé acústico A graveyard of empty bottles (1989), Straight (1990) o More unchartered heights of disgrace (1993), las malas decisiones y los excesos nunca jugaron a su favor. Han renacido y han vuelto a dispersarse en diversas ocasiones, testigos de lo fugaces que pueden ser los quince minutos de gloria que proclamaba Andy Warhol. Un cementerio de botellas vacías.
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Anterior Fondo de catálogo: Nino Bravo (1971), de Nino Bravo.