«En medio del Danubio, separando Buda y Pest, se encuentran los catorce escenarios que alojan a los 380.000 asistentes del Sziget Festival, un festival que se celebra desde hace veinte años y que presume, con orgullo, de ser el ‘Woodstock del Danubio’ y el más grande del mundo»
Alfonso Cardenal nos traslada en su serie de festivales musicales, al de Sziget, el más grande del mundo, en el corazón de Europa.
Una sección de ALFONSO CARDENAL.
Fotos: VANESSA PASCUAL.
Un tipo grande y con pinta de expresidiario comunista cuelga en un corcho los horarios del torneo de rugby. También hay competiciones de póker o de fútbol anunciadas en el cartel de actividades, junto al que se extiende parte del inmenso camping del Sziget Festival. Los infinitos y laberínticos caminos entre un escenario y otro están rodeados de exposiciones de arte, de puestos con comida de medio mundo, de teatros con conferencias y actuaciones. Hay tatuadores, grafiteros, camellos, malabaristas, magos, vendedores de artesanía, puestos con camisetas de bandas de las que jamás has oído hablar y decenas de miles de tiendas de campaña instaladas hasta detrás de los escenarios en un caos consentido que se extiende por toda la verde y frondosa isla de Óbuda. Allí, en medio del Danubio, separando Buda y Pest, se encuentran los catorce escenarios que alojan a los 380.000 asistentes del Sziget Festival, un festival que se celebra desde hace veinte años y que presume, con orgullo, de ser el ‘Woodstock del Danubio’ y el más grande del mundo.
En 2010, por una serie de remotas casualidades, fui invitado a cubrir el gran festival húngaro y mi genial compañera y un grupo de generosos amigos decidieron acompañarme a Budapest. Los cabezas cartel de aquella edición nos resultaron tan numerosos como poco atractivos. A muchos ya los habíamos visto y el resto nos atraían poco. Mi principal objetivo era informar de la participación española que tendría lugar la primera jornada del festival y que estaba compuesta por Ska-P y Amparo Sánchez, el resto de conciertos quedaría a nuestra elección. El grupo vallecano ya había actuado en el festival y dejaron tan buena impronta que aquella tarde tenían para ellos el escenario más grande, justo cuando el sol empezaba a caer. Decir que Ska-P es una banda reconocida en Hungría es quedarse corto. El éxito de su concierto fue tan redondo como grotesco resultó ver a 40.000 húngaros gritando las aceleradas letras de sus canciones de siempre.
El concierto de Amparo Sánchez nos obligó a recorrer toda la isla hasta descubrir el caramelo oculto del Sziget: el escenario de eso que por pereza se denomina world music, justo al lado de la carpa de reggae, junto a una verde y tranquila explanada de césped. Un lugar agradable y fresco que se convertiría por aclamación popular en nuestro campamento base durante los días que duró el festival. Alejados de los escenarios principales, de la kilométrica avenida de tiendas, de la tirolina y las atracciones, encontramos un remanso de paz con el público justo y una programación compuesta, en su mayoría, por nombres a descubrir.
Los festivales tan masivos son como aquellos libros rojos en los que según leyeses unas páginas u otras encontrabas una historia diferente. Nuestro viaje al festival más grande del mundo pasaría por las páginas menos habituales y nos encomendó a una aventura distinta a la que se suele vivir en este tipo de eventos de rock. Nuestro festival estuvo marcado por momentos tan especiales como la sobrecogedora actuación de Omara Portuondo junto a la Buena Vista Social Club, por el escandaloso concierto de la Orquesta Internacional Du Vetex y sus ritmos balcánicos, que descubrimos al buscar cobijo de una tormenta de verano, o por ver a dos blancos de Chicago soplar la armónica en trance en un escenario dedicado al blues, que por las noches se convertía en un lugar oscuro y agitado con apariciones de bluesman de todas las procedencias.
«Una rara mezcla de lugar idílico con regusto artificial que tiene tan poco de hippie como la mayoría de sus asistentes»
COSTUMBRES Y CASUALIDADES
Durante nuestra estancia en el Sziget establecimos pequeñas costumbres que pasaban por comenzar el día en el escenario de jazz y que solían incluir al menos una excursión nocturna a la zona del blues y otra por la tarde a la carpa reggae, además debimos acordar que andaríamos más de lo necesario durante demasiado tiempo con la estúpida esperanza de encontrarnos algún concierto increíble. Al final, rendidos, volvíamos a nuestro césped para comprobar que lo mejor siempre lo encontrábamos allí.
Siguiendo esa fórmula acabamos en la actuación de la veterana orquesta cubana que llenó de gente nuestra sagrada explanada y emocionó a un público venido de todos los rincones de Europa. El Sziget, que no nos había conquistado con sus grandes nombres, estaba ganándonos con su amplísima variedad musical. Una oferta abierta a géneros que en España quedan relegados a los festivales temáticos.
Por nuestra zona base también pasó Tony Allen y su banda. El genial batería nigeriano, que acompañó a Fela Kuti y que ha compartido varios proyectos con Damon Albarn, ofreció un recital intenso que atrajo a muchos de los africanos que pululaban por el festival comerciando con artesanía. En el escenario reggae nos encontramos con la Easy Star All-Stars tocando ‘The dub side of the moon’, su personal adaptación del álbum de Pink Floyd, y más tarde vimos a Los de Abajo, una divertida banda mexicana de ska. De vez en cuando hacíamos largas e infructíferas aventuras descubriendo nuevos rincones de la inmensa isla, sufriendo atascos de peatones cuando alguno de los conciertos de los escenarios principales terminaba y nos pillaba cerca. Recuerdo que nos topamos con algunos españoles a los que entrevisté y recuerdo que lamenté en varias ocasiones lo cara que era la wifi del hotel para descubrir el último día que en la zona de prensa había una mochila a mi nombre con camisetas, un pincho wifi, un móvil desechable con saldo y 150 euros en tickets de comida o bebida. Algo totalmente inesperado.
Tras cuatro días nos marchamos, antes de que terminase el festival, durante una nueva y terrible tormenta de verano. Había ríos, cataratas e inmensas estructuras a punto de salir volando a la otra orilla del Danubio. Un año después decliné una nueva invitación por no volver a descolocar todas las vacaciones planeadas y pagadas. No sé si algún día volveré al Sziget, fue una experiencia difícil de calificar. Una rara mezcla de lugar idílico con regusto artificial que tiene tan poco de hippie como la mayoría de sus asistentes pero con un escenario de blues, algo que reviste de honestidad cualquier fraude. Sziget es más aventura que festival, un parque temático con 1.000 bandas de música y casi 400.000 personas bebiendo cerveza en una isla húngara. Al menos, entre tanta locura, encontramos un rincón verde y tranquilo donde disfrutar de esas bandas que aparecen con letras minúsculas en los carteles.
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