«Roskilde era lo más parecido a Woodstock que habíamos visto. Un festival donde la gente llevaba sus peores ropas y casi ninguna posesión de valor»
En esta entrega de «Historias de festivales», Alfonso Cardenal nos cuenta de la edición 2006 del festival danés de Roskilde: un lugar inmenso, un Woodstock del norte de Europa.
Una sección de ALFONSO CARDENAL.
Llevaba una semana duchándome con agua fría, bebiendo Tuborg caliente y enjuagándome la boca con Johnnie Walker por las mañanas. Aquel domingo, el último día del Roskilde Festival de 2006, habíamos cambiado la rutina mañanera para desayunar un zumo de naranja tirados en el suelo mientras Anoushka Shankar acariciaba el sitar en un escenario cubierto de alfombras. Habíamos madrugado para recorrer los cinco kilómetros que separaban nuestras tiendas de campaña de la zona de escenarios del festival. Estábamos en aquel lugar por una serie de casualidades que comenzaron cuando elegí como destino de Erasmus la ciudad danesa de Aarhus, la única que no conseguí ubicar de un listado tan corto como poco apetecible. La intensa experiencia danesa concluiría aquella mañana de domingo junto a un grupo de amigos que cruzaron Europa para ver en directo a Bob Dylan, Morrisey, Roger Waters, Guns and Roses, Josh Rouse, Placebo, Franz Ferdinand, Phoenix, Arctic Monkeys y muchos más. De todas aquellas actuaciones, el tiempo ha querido que la que más recuerde sea la de Anoushka Shankar.
Puede que Roskilde sea el festival más puro de Europa. Un lugar en mitad de Dinamarca, cerca de Copenhague, que mantiene parte de la esencia original de su año de fundación, en 1971. Roskilde tiene muchas cosas de las que presumir y alguna vergüenza, como las nueve muertes que se produjeron a causa de una estampida durante la actuación de Pearl Jam en el año 2000. El gran festival danés es, desde entonces, uno de los más seguros, mejor organizados y con el público más solidario del mundo. La sombra de aquella tragedia pesa sobre la conciencia colectiva de los asistentes. En 2006 Roskilde era lo más parecido a Woodstock que habíamos visto. Un festival donde la gente llevaba sus peores ropas y casi ninguna posesión de valor. La sempiterna lluvia danesa ha dado suficientes lecciones a los asistentes sobre el tema. Los parroquianos son fieles, hay sentido de comunidad, de pertenencia a una gran familia que cada año veranea en las mismas tierras.
LOS MISTERIOS DE ROSKILDE
El festival también presenta algunos misterios imposibles del resolver. Año tras año la gente acampa a las puertas la noche antes de que abran las puertas, cuatro días antes de que empiece la música. Entrando a las 10 de la mañana acabas a kilómetros de distancia de la zona deseada dando la sensación de que hay festivaleros del año anterior que nunca terminaron de irse. También es llamativa la pasiva actitud de la policía que hay en el festival, conscientes de que sus movimientos pueden generar más daño que remedio, ante lo que se conoce como ‘Destruction Night’, la costumbre de destruir y quemar tiendas, toldos y puestos, cuando termina el último concierto del domingo. Así es Roskilde, un sitio distinto que mantiene sus peculiares tradiciones.
La edición de aquel año dejó en nuestras memorias algunos momentos especiales. Bob Dylan estuvo sentado al piano toda la tarde y apenas saludó, aunque la calidad musical de su actuación resultó incuestionable. Axl Rose se presentó dos horas tarde con una banda de macarras y no se atrevió a cantar ‘Don´t cry’, que dejó instrumental. Morrisey estuvo espléndido con el genial ‘Ringleader of the tormentors’ y Artic Monkeys, que presentaban su primer disco, desbordaron el pequeño escenario en el que les programaron. Recuerdo que me quedé dormido de pie mientras tocaba Placebo, que un tipo me soltó un bofetón al confundirme con un amigo y que según contó la radio del festival la tienda de una chica fue usada como váter privado y que al contarlo ganó un pase de backstage. En el festival vendían cartones de vino español a 10 euros el litro, la comida era lamentable y la cerveza, que despachaban en cajas de 36 botellas, estaba caliente. La ducha de agua templada costaba seis euros, las botellas de agua eran gratis, había un lago fangoso, las chicas danesas eran guapas y los chicos resultaron tan altos que apenas vi bien un par de conciertos.
ZUMO Y MÚSICA INDIA
Nosotros, conscientes de nuestro escaso poder adquisitivo en tierras escandinavas, habíamos llegado a Dinamarca con tanta bebida como para montar un bar y con menos comida de la que a la postre necesitamos. Viajamos tan cargados que recuerdo haberme caído en un par de ocasiones debido al peso de mi petate. La bebida, como la comida, resultó escasa, pero nos dio para invitar a beber a suecas, rusos y australianos haciendo gala de la generosidad de aquel país que por entonces tiraba del carro económico de Europa. El domingo, el último día, no quedaba de nada y nos dolía todo. Además los organizadores habían conspirado contra nosotros programando de tal manera que en seis horas tocarían tres cuartas partes de los artistas que habíamos ido a ver. A pesar de ello, del cansancio, de la resaca, de todo, nos levantamos más temprano que ningún día para cruzar el recinto y desayunar con Anoushka. Tras varios días repletos de grandes e intensos momentos, aquel concierto supuso un rato de tranquilidad, un instante en el que lo único que importaba era la música y en el que los relojes dejaron de gritar avisando del siguiente concierto. Durante aquella maravillosa hora de música india, la música que su padre Ravi le había enseñado con paciencia cuando era pequeña, todo lo que estaba sucediendo en el mundo dejó de importar, la gente se calló, se sentó y la música ejerció ese efecto de comunión colectiva. La belleza de ese complicado instrumento, al que George Harrison veneraba, inundó aquel rincón del festival. Anoushka, que por entonces tenía 25 años, presentaba «Rise», un álbum de horrible portada y genial contenido que mezclaba las influencias de jazz, el pop y la tradición india dando como resultado una música profundamente hipnótica y regeneradora.
Renovados de espíritu, aunque todavía cansados por el madrugón, comenzamos la intensa jornada final de un festival que se acababa después de nueve noches de camping. De aquel día hay más recuerdos, muchos más conciertos y un final apoteósico con Roger Waters interpretando íntegramente el «Dark side of the moon» mientras el sol caía poniendo el punto final al Roskilde 2006. Luego descubrimos lo que era la «Destruction night», que si complicado resultó entrar al recinto más lo sería salir y que los daneses comienzan todos juntos las vacaciones el 1 de julio y tienen por tradición invadir el aeropuerto de Copenhague a la hora de nuestro vuelo. De aquel festival nos gustaron muchas cosas y nos llevamos muchos buenos recuerdos. Antes, cuando recordaba aquel viaje, aquella aventura demasiado etílica, me entraba la risa rememorando algunas historias. Con el paso de los años suele venir más a mi cabeza la mañana de aquel domingo soleado en la que desayunamos de resaca con Anoushka Shankar y su sitar mágico.
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Anterior entrega de Historias de festivales: Sziget 2010, viaje al festival más grande del mundo.
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