OPERACIÓN RESCATE
«El álbum debería ser considerado un clásico en toda regla, de esas grabaciones imprescindibles para los amantes del rock sin tener en cuenta etiquetas ni estilos»
Manel Celeiro nos invita a dejar los prejuicios a un lado para sumergirnos en Heartbreak Station, uno de los trabajos más interesantes de los estadounidenses Cinderella.
Cinderella
Heartbreak Station
MERCURY/POLYGRAM, 1990
Texto: MANEL CELEIRO.
Imagino que más de uno de los lectores de Efe Eme se llevará las manos a la cabeza al leer el nombre de Cinderella en esta sección. No sería ninguna sorpresa: los de Filadelfia están asociados a una escena que no levantó demasiadas simpatías entre los seguidores más reflexivos del rock. Nos situamos en la primera mitad de los 80, en Los Ángeles, una escena en la que se creó un caldo de cultivo que encandiló al público más joven e hizo ganar mucha, muchísima, pasta a bandas y compañías discográficas contando con la inestimable ayuda de la creciente influencia del canal televisivo MTV, que llenó horas y horas de emisión con los videoclips surgidos de esa escena. Una generación de bandas compuestas por jóvenes hedonistas que llevaron al máximo nivel lo de sexo, drogas y rock and roll. El hair metal (denominación debida a las ingentes cantidades de laca y peinados estratosféricos que llevaban los músicos) se caracterizó por alejarse de los cánones «machotes» del metal en cuanto a su estética para vestir de colores y con un toque andrógino, así como por convertir la fiesta en toda una filosofía de vida además de acoplar influencias del punk y el glam en sus canciones. Desde Estados Unidos despacharon millones de copias al resto del mundo, coparon las listas de ventas y se lo bebieron todo, se lo esnifaron todo y se lo follaron todo.
Si bien encajados dentro del citado movimiento musical, Cinderella —ojo al nombre— pronto empezaron a dejar caer unas influencias y unos gustos musicales bastante diferenciados de la corriente general. Tras Night songs (1986), debut que figura en más de tres millones de hogares pero que se mantiene muy ceñido a las reglas del juego del género, llegó Long cold winter (1988), que vendió tanto como su predecesor pese a que ya marcaba distancias con sus coetáneos poniendo en evidencia su amor por el blues y por bandas clásicas de los setenta. Pero ese desmarque en profundidad tuvo su punto culminante con la salida, en noviembre de 1990, de Heartbreak Station. La foto de portada, tonos sepia, porche típico de cabaña norteamericana y con los componentes de la banda ataviados de manera sobria y con colores oscuros evidenciaba ese paso adelante que cristalizaba en un álbum de calidad suprema que, paradójicamente y sin ser un fracaso, vendió bastante menos que los dos anteriores. Así de misterioso e impredecible es este negocio.
El citado álbum debería ser considerado un clásico en toda regla, de esas grabaciones imprescindibles para los amantes del rock sin tener en cuenta etiquetas ni estilos, once canciones impecables donde Tom Keifer (voz, guitarras eléctricas y acústicas, dobro, mandolina, pedal steel, piano y compositor principal), Eric Brittingham (bajo), Jeff LaBar (guitarra eléctrica y slide) y Fred Coury (batería) llegaban a su cénit creativo y dejaban fluir sin tapujos su pasión por bandas como los Stones o Aerosmith tanto como su amor por el country, el rock sureño o los sonidos tradicionales sin perder su propia identidad. Obviamente muchos de sus seguidores habituales quedaron inmediatamente descolocados, algo que explicaría claramente el descenso de ventas, pero creo firmemente —o quiero creer— que con el paso del tiempo Heartbreak Station ha llegado a alcanzar el lugar que realmente merece. El de un disco atemporal, que no envejece y que conserva indemne todo su encanto.
Abre “The more things change”, guitarra slide, sección de viento, ritmo boogie y sabor bluesy que deja patente que sabían muy bien la bomba rocanrolera que tenían entre las manos, y cuando llega “Shelter me”, ¡qué canción, amigos! ya no sabes donde meterte. Introducción campestre, con acústicas y arpa de boca, que va creciendo lentamente hasta culminar en un estribillo contagioso bordado por un saxofón que te lleva a pensar que Jagger y Richards no estuvieron espiritualmente muy lejos de las cuatro paredes del estudio de grabación. Lo mismo podríamos decir de “Sick for the cure” y su entramado de guitarras. Y así podríamos enumerar todos y cada uno de los temas del disco, pero me detendré únicamente en uno más. Una composición cuya letra, toda una declaración de principios, la podríamos haber escrito cualquiera de nosotros de haber tenido el talento necesario para hacerlo. “One for rock & roll” es un manifiesto de vida dentro de un envoltorio country y en apenas cuatro minutos y medio expresa de forma fantástica lo importante que ha llegado a ser el rock para unas cuantas generaciones.
Con arreglos musicales a cargo de John Paul Jones —sí, el mismo de Led Zeppelin— e invitados como Jay Davidson (saxofón), Rod Roddy (piano), Ken Hensley (órgano), los Memphis Horns y voces femeninas tan reconocidas como Carla L. Benson, Tawatha Agee, Brenda King o Elaine y Sharon Foster, los chicos firmaron un trabajo sobresaliente que merecía haber corrido mucha mejor suerte a nivel de respeto y valoración. Uno de esos discos que disfrutas recomendando a los profanos porque sabes que, tras el escepticismo de inicio —«¿Cinderella?¿De verdad?»—, llegará el reconocimiento, si se libran de los prejuicios y abren sus orejas. Un álbum a redescubrir.
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Anterior entrega de Operación rescate: Back in Memphis (1970), de Elvis Presley.