DISCOS
«Maldita sea, lo han vuelto a conseguir. Se empeñan en gritarle a los cuatro vientos que aún tienen mucho que decir, que por muchos grandes discos que hayan confeccionado aún les queda magia en la chistera para otro tan bueno como este»
The Rolling Stones
Hackney diamonds
GEFFEN, 2023
Texto: LUIS LAPUENTE.
Una placa en el segundo andén de la estación del tren de Dartford recuerda que el 17 de octubre de 1961 los destinos de Mick Jagger y Keith Richards encontraron allí su particular cruce de caminos. Richards llevaba su guitarra, camino del Sidcup Art College, y Jagger cargaba con varios discos de importación del sello Chess bajo el brazo en dirección a la London School of Economics. Inevitablemente, se produjo el flechazo y Mick y Kiz decidieron formar una banda, los Blue Boys, que enseguida fue añadiendo músicos de fuste: Charlie Wats, Ian Stewart, Brian Jones. Fue este último quien, a bote pronto, rebautizó el grupo como The Rolling Stones a mayor gloria de la canción casi homónima (“Rollin’ stone”) de Muddy Waters. Así pues, en el principio del universo de los Stones estaban el blues, el rhythm and blues y sus profetas mayores, Chuck Berry, Muddy Waters, Robert Johnson, Bo Diddley.
Y ahora, sesenta años después de la publicación de su primer single (“Come on”, original de Chuck Berry), Jagger y Richards cierran el círculo y clausuran en comandita su último álbum con una versión desnuda de “Rollin’ stone”, absolutamente fiel en el fondo y la forma al clásico registrado por Waters en 1950 para el anagrama Chess. Mucho más que un guiño o que un brindis al sol esta referencia a Muddy Waters. Igual que el título del disco, Los diamantes de Hackney, en la jerga londinense esos fragmentos de cristalitos que quedan desperdigados en la calzada cuando a alguien le roban en el coche rompiendo el parabrisas: un estallido similar al producido en el seno de la banda tras la muerte de Charlie Watts, por más que Jagger y Richards minimicen los daños al referirse al extraordinario Steve Jordan, el baterista neoyorquino que el propio Watts señaló en vida como su mejor sustituto.
Jordan lleva mucho tiempo compartiendo militancia con los Stones, los X-Pensive Winos de Keith Richards y otros proyectos, así que no hay mucha diferencia entre las diez canciones donde él sostiene las baquetas y las dos en las que Charlie se mantiene al mando del metrónomo, “Mess it up” y “Live by the sword”, esta última, por cierto, con Bill Wyman en el bajo, la primera vez que coincidió en el estudio de grabación la vieja sección rítmica del grupo desde Steel wheels (1989).
Más allá de detalles anecdóticos como este, lo importante es percibir que los Rolling Stones no disparan con balas de fogueo en su primer álbum con canciones nuevas desde A bigger bang (2005), nada de componendas ni medias verdades, nada de nostalgias ni melancolías, se acabaron las bromas, con la música que de verdad nos gusta no se juega. A estas alturas, Jagger y sus compinches no tienen que explicarle a nadie lo que es el blues, lo han dejado claro tantas veces que duele, la última en el extraordinario Blue & lonesome (2016), su hermoso homenaje al cancionero de Chess Records. Y ahí siguen, en corto y por derecho, en el repertorio de Hackney diamonds, reivindicando la pureza de un género impuro, reivindicándose a sí mismos frente a quienes prefieren discutir de lo accesorio al referirse a sus discos (conflictos de intereses, enemistades personales, pereza de millonarios acomodados) antes que centrarse en lo que debe importarnos por encima de todo, la música; como si no estuviéramos hablando de los responsables de obras maestras como Beggars banquet, Let it bleed, Sticky fingers, Exile on Main St. o Some girls, como si hubiera que pedir disculpas por disfrutar de la feliz efervescencia creativa que respiran los tres últimos álbumes del grupo que, por momentos, nos hacen olvidar sus largas temporadas de sequía discográfica.
Producido por Andrew Watt, un joven músico neoyorquino recomendado por Paul McCartney, que venía de trabajar con Pearl Jam e Iggy Pop, el repertorio de Hackney diamonds apenas desentonaría en medio de aquella prodigiosa serie de discos lanzados por los Stones entre 1966 (Aftermath) y Tattoo you (1981). Hay, como siempre que Richards quiere dejar su impronta, una pizca de country perezoso y agridulce en la estela de Dylan (“Dreamy skies”), con esas referencias a los dioses particulares del grupo («tengo que tomarme un descanso, donde no haya otro ser humano en muchas millas… Estaré cortando leña, todo lo que necesito es una vieja radio en AM, escuchando a Hank Williams y un poco de estupendo honky tonk…»).
Y no faltan las colaboraciones de postín. Por ejemplo, Paul McCartney emulando a Nile Rodgers y su bajo, al taladrar el funk rock pétreo y salvaje de “Bite my head off” («¿Por qué me muerdes la cabeza?… Si fuera un perro, me derribarías a patadas, y pasaría toda la noche aullando alrededor de tu casa, pero ya no llevo correa, ya no estoy encadenado. Crees que soy tu puta, y te estoy jodiendo el cerebro»). O Elton John haciendo de Nicky Hopkins en “Live by the sword” y en la extraordinaria “Get close”, una de las gemas del disco, con ese saxo de James King a lo Bobby Keys. También el gran Benmont Tench, teclista de los Heartbreakers de Tom Petty, en “Depending on you”, una de esas baladas serpenteantes marca de la casa, donde Jagger confiesa su vulnerabilidad ante la muerte y ante la persona amada.
Mención especial para Lady Gaga (voz) y Stevie Wonder (teclados), que insuflan de góspel y soul pentecostal los más de siete minutos de “Sweet sound of heaven”, clásico instantáneo y otro de los pináculos musicales del álbum, una especie de cruce entre “Beast of burden” y “Emotional rescue”, donde se escuchan los ecos lejanos de aquella feliz epifanía que Mick Jagger y Charlie Watts disfrutaron el 14 de enero de 1972, viendo a Aretha Franklin en la iglesia New Temple Missionary Baptist de Los Angeles, durante la grabación del doble elepé Amazing Grace. Hay, claro, momentos más o menos tibios (“Whole wide world”, “Tell me straight”), que nadie piense en otro Sticky fingers a estas alturas, pero nada suena impostado o fingido y Jagger canta con el entusiasmo de sus mejores días, por ejemplo, en “Angry”, el tema que abre la caja de Pandora. Los Stones siempre fueron especialistas en empezar sus álbumes (¡y también las caras B!) con canciones poderosas, y esta lo es, con un vocalista desatado, cínico, feroz, y uno de los mejores guitarrazos de Keith Richards en años, cabalgando a lomos de otro de esos estribillos poderosos: «Por favor, olvídate de mí, anula mi nombre. Por favor, no me escribas nunca, te quiero igual».
Maldita sea, lo han vuelto a conseguir. Como Neil Young o Van Morrison o Paul McCartney o Bob Dylan, Jagger (y Keith y Ronnie) se empeña en gritarle a los cuatro vientos que aún tiene mucho que decir, que por muchos grandes discos que haya confeccionado su banda aún les queda magia en la chistera para otro tan bueno como este. Puede que Hackney diamonds sea el último, nadie lo sabe, ni siquiera ellos, me temo; pero esas estrofas del blues de Muddy Waters que Mick y Kiz cantan al final suenan clarividentes, premonitorias: «Mi madre le dijo a mi padre antes de que yo naciera: tengo un niño que ya viene, y va a ser un bala perdida, va a ser un bala perdida». Siempre lo fueron, (casi) siempre lo han sido desde hace sesenta años, y así siguen siendo.
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