LIBROS
«Leerán el libro, se echarán unas buenas risas, pero por muy bien que se describa, no se puede uno ni acercar levemente a explicar qué pasa en las aulas»
Ánjel María Fernández
Había del verbo a ver
PEPITAS DE CALABAZA, 2024
Texto: CÉSAR PRIETO.
A Ángel María Fernández, con estudios en Filología y Corrección Lingüística, y con varios libros en su haber, le vino un día la deslucida y nunca bien denigrada idea de meterse a profesor de instituto. Aunque salió con vida, cosa que no siempre sucede, la experiencia le marcó hasta sentir la necesidad de dejarlo por escrito. Fue su medicación, o su placebo, porque las toxinas se trasladaron al papel, de tal manera que, cuanto peor le fuera en el instituto, mejor quedaría el libro, más veneno podría trasvasar.
La cosa fue el año de la pandemia, el curso 2019/2020. Si lo compran y lo leen, asistirán a unas aventuras que ni Indiana Jones; pero cuidado, como deja caer el autor en una frase —y es la más verdadera del libro—, nadie puede ni llegar a imaginar lo que ocurre ahí, en las aulas. Por mucho que se explique, no llegaríamos ni a acercarnos. De hecho, el prólogo que expone el contexto parte de una idea, la misma que ha asaltado a todos los profesores en alguno u otro momento: dejar la docencia.
Por supuesto, el instituto no tiene nombre, y alumnos y compañeros están agazapados bajo seudónimos, que no esconden es el carácter de sus poseedores. Así el trío Par-Lan-China, Zailo y Zoilo, Delicias o la alumna Melapela están mejor definidos por sus apodos que de ninguna otra manera. Y definidos también por una prosa vivaz, sencilla y atractiva sin llegar a ser simple, el único tono posible para experiencias que no tienen nada de sublime.
¿Y qué es lo que vamos a encontrar en esos personajes? Pues discusiones, conflictos, clases que parecen de manicomio, alguna risa y muchas sorpresas. También hay expulsiones, viajes turísticos a dirección y debates sobre religión o drogas. Pero, en el fondo en el fondo, todos estos sucesos no tienen como protagonistas a Mafalda o Pastora, ni a ningún otro alumno, los protagonistas son aquí los sentimientos de Ángel. Cierto es que los adolescentes viven en una montaña rusa continua, eso no es problema, ya se apañarán con su parque de atracciones, el problema estriba en que muchas veces hacen montar en el torbellino a los adultos.
Otro ámbito es el de la relación con los compañeros. Discontinua, a veces un saludo por los pasillos, y la mitad de las veces con alguno de ellos en tensión, que el resto de profesores hace que se evapore con una broma, a veces de mal gusto. También sucede en el caso de los alumnos, que son expertos en respuestas ingeniosas que rozan lo desagradable.
Y van pasando los días, van pasando las horas, sin ganas de seguir por parte de nadie, hasta que, en marzo de 2020, la Consejería de Educación da orden de cerrar los institutos. Y ahí empieza otro curso. De inmediato, de un día para otro, se activan mecanismos que propicien el contacto ente alumnos y profesores, que sigan trabajando. Ahí es donde muchos aprendimos lo que era la plataforma de videoconferencias Meet o el Classroom, la aplicación de un gigante informático para montar clases virtuales. Pero ni por esas. Uno ya puede hacer cursillos y talleres, aplicar la metodología más innovadora y más audiovisual, que todo se estrella en la indiferencia.
Leerán el libro, se echarán unas buenas risas, que las tiene, pero recuerden siempre las palabras que les dice el autor y que les digo yo: por muy bien que se describa, no se puede uno ni acercar levemente a explicar qué pasa en las aulas.
–
Anterior crítica de libros: Se busca un futuro posible en el que desear vivir, de Miguel Brieva.