“Glanbeigh”, de Colin Barrett

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“Un lugar que ni siquiera existe pero que por ello es demasiado humano, tanto que lo único verdadero son esas perfectas vidas rotas sin la apariencia de que se haya quebrado nada”

 

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Colin Barrett
“Glanbeigh”
SAJALÍN, 2016

 

Texto: CÉSAR PRIETO.

 

El pueblo en el que el irlandés –de origen canadiense– Colin Barrett sitúa sus cuentos no existe en ningún lugar, lo cual significa que puede existir en todos, y no sólo dentro del ámbito anglosajón. Sólo son necesarias una rotonda de entrada, diversión para los jóvenes y bastantes bares, éstos para toda la familia, excepto cuando cae el sol. También que la estructura de las calles recuerde la dinámica urbana –farolas, neón, asfalto– pero que aún guarden en su andamiaje inequívocas señales de un pasado muy rural. Un marco narrativo como otro cualquiera donde todos los personajes van a acumular bastantes dosis de un dolorido sentir que los lleva desde la violencia a la desazón. Vidas aparentemente vibrantes que sin embargo están rotas, nada que no ocurra en cualquier otro lugar del mundo.

El primer relato, el que presenta el pueblo, también despliega estos brotes de cólera sin sentido. Es ‘El chico de los Clancy’, la muestra de que un domingo puede convertirse en un festival de agresividad sin que se derrame una sola gota de sangre. Música y luces, una medio novia que ha tenido un hijo y que aparece con la otra mitad de novio. Cervezas y rabia. Y una violencia sin mucho sentido.

La desolación, más externa que otra cosa, ocupa ‘Carnada’. Las chicas que aburridas aceptan ir con sus antiguas parejas, pasaron dos semanas con ellas y los dejaron obsesionados, para hincarles puyas hirientes con las que no se dan por aludidos, mientras como anacrónicos machos alfa creen que sus triunfos al billar podrán derretirlas. Quizás sea este el tono que pervive, hombres que tienen unas reglas mínimas y un apego al pueblo que los hace inactivos y chicas que entienden perfectamente que todo ello es asfixiante, ahí tenemos ‘La luna’ con una Martina que parece una figura de Salinger, de esas que se van sin despedirse. A veces, como en el modélico ‘En su propio pellejo’, también hay algo de ‘American graffiti’, una fiesta de despedida para marcharse a las universidades, pero en este caso ya no se espera nada, ya no se desea nada.

Si la juventud es absoluta protagonista, o esa treintena en la que todavía se la intenta preservar inútilmente, los relatos en los que nuestros muchachos se han vuelto adultos son todavía más desolados, esa historia en ‘Les ruego que se olviden de mi existencia’ en la que los antiguos componentes de un grupo de éxito –la historia es recreada con pulcritud, cautiva– asisten al entierro de la cantante: la vida, la muerte y el pasado se entremezclan, y al final el olvido de algo en el bar donde hacen tiempo para no asistir a su entierro representa simplemente el olvido de todo. Mención especial para una novela corta, casi cien páginas de ‘Tranquilo entre caballos’, con un aire incluso decimonónico, el desasosiego llega al extremo, la violencia más allá, en una historia de pasiones bordes y bastas que resulta sumamente desasosegante. Shakespeare podría haber hecho con ella una de sus obras mayores con un buen tema: nuestros actos no son nuestros actos.

Pero el caso es que ocurre en ese Glanbeigh del siglo XXI, un lugar que no es nada, ni ciudad ni campo, que ni siquiera existe pero que por ello es demasiado humano, tan humano que lo único verdadero son esas perfectas vidas rotas sin la apariencia de que se haya quebrado nada.

 

 

“Anterior crítica de libros: “El mundo de la tarántula”, de Pablo Carbonell

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