Giant Sand
30 de enero de 2010
Teatro Isidoro Máiquez, Granada
Texto y foto: EDUARDO TÉBAR.
Todo el mundo tiene un disco de cabecera. Ese artefacto revelador que entra en la vida de uno como un torbellino. Portada gigante, surcos ajados y la querencia inevitable por una de las dos caras. El ritual forma parte de la educación sentimental de cualquier melómano en ciernes. Para Howe Gelb, ese álbum es «At San Quentin» (1969), segundo lance penitenciario grabado en directo por Johnny Cash. La semana pasada, la iniciativa «We used to party», impulsada por el sello y promotora Houston Party, ofreció al líder de Giant Sand la posibilidad de recrear en vivo el tesoro más preciado de su colección de vinilos por distintos escenarios españoles.
El Hombre de Negro se desenvolvía con casta y dejó el armario lleno de trajes holgados de bravura. Enfundarse en uno de ellos supone hoy un riesgo temible. El de Tucson lo asume de manera digna, pero con desigual fortuna. En Granada, como segunda cita del ciclo Fonorama, el puntal del country alternativo de los últimos veinticinco años se metió en el papel de su héroe, aunque sin dejar de ser él mismo. ¿Problema? El experimento no convenció a los ultras de Cash. Tampoco a los seguidores de Giant Sand, que guardaban en la retina la estampa de un Gelb lúcido, seductor y críptico sentado al piano en su anterior visita a la ciudad.
El veterano de Arizona apeló a la bendición divina de Johnny Cash. Su particular ángel de la guarda participó proyectado sobre la banda durante todo el recital. En una atmósfera muy distinta del correccional, la verdad. Bien lejos de la euforia cortante que se reflejó en la filmación del concierto entre las húmedas paredes de San Quintín. Recordemos que aquel Cash despegaba hacia el éxito masivo en Estados Unidos tras una turbia etapa de adicción a las anfetaminas y varios arrestos. El show carcelario mostraba a un artista triunfal, explosivo y feliz en pleno idilio con June Carter.
La voz cavernosa de Howe Gelb, tan arraigada en el tuétano norteamericano, otorga el punto de íntima melancolía del que carece el álbum original. ¿Y sus músicos? Uf, difícil borrar de la mente a Carl Perkins y a los Tennessee Three. Unos vacilantes Giant Sand arramblan con juego de cintura ‘I walk the line’ o los punteos de ‘San Quentin’. En cambio, languidecen con aparatosidad en la humorística ‘A boy named Sue’ o en la esperadísima –la guardaron para los bises– ‘Ring of fire’. Repertorio que Gelb desordena y estira como un elástico. Eso sí, respetando determinadas alocuciones del cantautor de Nasville. Por su parte, la escandinava Sille Kille agrada como intérprete de la Carter. Muy aplaudidas, por cierto, ‘Darlin companion’ y ‘(There’ll be) Peace in the valley’.
«At San Quentin», uno de los actos solidarios más hermosos de la música popular del siglo XX, recogía la inmediatez del rock and roll, la amargura del blues, la versatilidad del folk y la memoria histórica del country. Howe Gelb se mantiene en la terna engordando su propio legado. Ya trabaja en la visión gitana del desierto con Raimundo Amador. Por lo pronto, se ha ganado la condicional.