COMBUSTIONES
«No, no saldrán indemnes de la hora y diez minutos que dura este viaje por los territorios del desconsuelo»
En su columna dominical, Julio Valdeón reflexiona sobre el nuevo disco de Nick Cave, Ghosteen, un cancionero que refleja la meditación sobre la pérdida de su hijo.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Ghosteen, lo nuevo de Nick Cave y los Bad Seeds, ha sido recibido con inevitable prevención. Demasiado solemne, murmura la parroquia. Impresiona la suntuosidad de las instrumentaciones, la dureza de los arreglos. En muchas ocasiones el disco avanza con lo mínimo, sombrío como una catarsis imposible o un poema de sangre que tratase de espantar a los necrófagos. Imposible olvidar que estamos ante una meditación sobre la pérdida de un hijo. Arthur Cave, en efecto, falleció con 15 años, tras caer al vacío por un acantilado en Brighton, después de consumir LSD junto a un amigo.
Dividido en dos mitades, la de los hijos y la de los padres, cabe deducir, siguiendo a Kitty Empire en su reseña para The Guardian, que las segundas, torrenciales monumentos de más de diez minutos, engendraron a las primeras. La magnificencia del disco, su desnudez radical, las bellísimas capas de sintetizador cortesía de Warren Ellis, el piano como un cuchillo, los coros catedralicios y la asombrosa flexibilidad vocal del propio Cave sirven para engastar unas canciones que se elevan en el cielo como señales de humo. Lo que en otros podría mutar hacia los pastos de la autocompasión, o explotar en letras que rebosen nihilismo, adopta aquí una encarnadura alternativamente mágica y descreída, angustiada y dulce.
Estamos ante las luminosas meditaciones de un ateo perdido en los pantanos de un dolor insoportable. Cave escribe equipado con imágenes sagradas, por momentos gnósticas, sin perder nunca pie ni recrearse en la angustia, dispuesto a engullir todos los placebos disponibles. El resultado es paradójicamente reparador. Tristísimo, no hay duda, también curativo. No es una obra fácil. Estas once cartas, estos once mensajes al niño perdido y al padre huérfano de hijo, por decirlo con Umbral, le sirven al australiano para atravesar las brasas del duelo y la enloquecedora inmensidad de la pérdida. Umbral, por cierto, le contaba en Mortal y rosa a su niño, Pincho, fallecido de leucemia con 6 años, que había visto un pato («Hijo, un día vi un pato en el agua. Quería habértelo contado. Hacía sol, estábamos en el campo, y el pato estaba allí, al sol, en el agua. Era blanco y no muy grande, ¿sabes? Nada más eso, hijo. Sé que es importante para ti. Para mí también. Te escribo, hijo, desde otra muerte que no es la tuya. Desde mi muerte. Porque lo más desolador es que ni en la muerte nos encontraremos. Cada cual se queda en su muerte, para siempre»).
Cave le habla a Arthur de la vida después de su muerte, de la vida después de la muerte, de la muerte en vida. A veces usa parábolas engañosamente infantiles, mundos ingenuos, metáforas que parecen sacadas de cuentos antiguos («tres osos veían la tele, tenían todos los años del mundo, la mamá oso tiene el mando a distancia, el papá oso se limita a flotar, y el oso bebé se ha ido, en un barco a la luna, oh, en un barco»). En otras ocasiones habla con el niño perdido, interpela al fantasma, lo abraza, limpia su cuerpecito inerte, mientras reflexiona sobre el amor y las luces que se apagan. «No hay nada malo en amar algo que no puedes agarrar con la mano», concluye, mientras que en “Fireflies” recita que «Nos movemos por el bosque de noche, el cielo está lleno de luz momentánea, y todo lo que necesitamos está demasiado lejos, somos fotones liberados por una estrella moribunda, somos luciérnagas que un niño ha atrapado en un tarro, y todo es tan distante como las estrellas, yo estoy aquí y tú estás donde estés».
No, no saldrán indemnes de la hora y diez minutos que dura este viaje por los territorios del desconsuelo. De eso, y de conmover hasta el tuétano y bucear a pulmón libre por lo indecible, de regresar del infierno con una obra balsámica, va el arte que de verdad importa. Yo no sé si Ghosteen es un disco para todos los públicos, y desde luego no lo es para todas las ocasiones, pero no tengo duda de que es el disco más hermoso e incandescente que he escuchado en mucho tiempo. Sí, extraño las facetas más dionisiacas, teatrales y explosivas de los viejos Bad Seeds. Pero a Nick Cave se le murió un hijo. Y aunque estamos en octubre ya pueden cerrar las votaciones con lo mejor de 2019.
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Anterior entrega de Combustiones: En la muerte de M21.