LA ESPUMA DE LOS DÍAS
«Buena parte de los discos de Ringo se disfrutan más que muchos de los facturados por sus tres excolegas en solitario»
La escucha de Look up, el nuevo disco de Ringo Starr, y la muerte de Garth Hudson, de The Band, y del bluesman Barry Goldberg protagonizan La espuma de los días de esta semana.
Una columna DE LUIS LAPUENTE.
Hay personajes que sin duda merecerían ocupar un puesto mucho más relevante del que tienen asignado en la historia de la humanidad. Pienso, por ejemplo, en William Wilberforce, en Luis Simarro, en Blas Pascal. Lo mismo ocurre con cineastas casi olvidados, como el genial Jack Arnold, autor de un puñado de obras maestras del calibre de El increíble hombre menguante o La mujer y el monstruo, muy superiores a toda la obra del sobrevalorado David Lynch, que solo iguala a Arnold en El hombre elefante.
Estos días han fallecido dos músicos de esa clase, artistas en la sombra de los que apenas se suelen apreciar las migajas de su aportación al universo artístico de The Band (caso de Gart Hudson) o al blues contemporáneo de Chicago (Barry Goldberg). También acaba de publicar su nuevo álbum Ringo Starr, uno de esos bateristas de quienes ni siquiera se destaca su maestría con el instrumento, mucho menos el genuino valor de su legado musical.
Ringo siempre ha dicho que no sabe componer canciones. Claro, que, teniendo como socios en tu banda a Lennon y McCartney y a Harrison como una especie de tutor condescendiente, a ver quién es el guapo que se atrevía a hacerles sombra. Ringo confesó una vez que cuando conseguía escribir una canción, al final siempre se daba cuenta que en realidad se parecía a una de Jerry Lee Lewis o de Johnny Burnette. Así las cosas, escuchados con perspectiva y sin prejuicios, buena parte de los discos de Ringo se disfrutan más y mejor que muchos de los facturados por sus otros tres excolegas en solitario.
El prestigioso periodista británico Richard Williams (ahora colaborador de Uncut y The Guardian) se permitió la licencia de reconocerlo en público y por escrito en 1972, comentando, eso sí, las limitaciones de Ringo Starr como vocalista, pero afirmando también que cantaba con convicción y encanto en el elepé Beaucoups of blues (Apple, 1970), un extraordinario homenaje a la música country: «Hay que admitir, de una vez por todas, que escuchar ese disco es una experiencia única, que hay que disfrutarlo sin más de principio a fin. Uno puede imaginar que Ringo se lo pasó en grande grabándolo. Yo me lo pasé en grande escuchándolo».
Casi lo mismo puede decirse de Look up (UME, 2025), el trigésimo álbum de Ringo Starr, un bonito reencuentro de Starkey con la música vaquera que tanto le gusta desde que cantó con los Beatles el clásico de Buck Owens “Act naturally” en la banda sonora de Help (1965). Ahora, Ringo se ha puesto en manos de otro de esos grandes agazapados en la trastienda del rock, el prestigioso T Bone Burnett, que ejerce de autor o coautor de diez de las canciones del disco (la única firmada por el propio Ringo es la última, una hermosa balada titulada “Thankful”, donde le acompaña la gran Alison Krauss). Burnett también produce este elepé al que casi nadie le concederá más valor que el del curioso divertimento que también es, como lo son todos los del autor de las deliciosas “Don’t pass me by” y “Octopus’s garden”, dos de esas canciones de los Beatles que uno nunca se cansa de escuchar.
Conviene subrayar, en fin, que Ringo debutó en solitario en 1970 en el sello Apple con un álbum, que, según confesión propia, le produjo vergüenza ajena a John Lennon. Pero Sentimental journey es una paladeable colección de clásicas de Tin Pan Alley producidas por George Martin, con arreglos de gigantes como Quincy Jones, Chico O’Farrill, Oliver Nelson, Elmer Berstein o el propio Martin, un trabajo del que echaron pestes muchos que luego abrazarían sin rubor el pastiche perpetrado por Rod Stewart en sus tres discos dedicados al cancionero clásico estadounidense.
Además, Ringo, ese cavernícola entrañable, firmó en 1971 el mejor single jamás publicado por un exbeatle, una hermosa pieza de orfebrería, con “It don’t come easy”, coescrita con Harrison, en la cara A, y la deslumbrante “Early 1970” en la B, en la que el baterista subrayaba la amistad y el cariño que sentía por sus compañeros (tensa entonces con un Paul McCartney que no quería saber nada con Allen Klein y su camarilla) y se burlaba en la última estrofa de sus propias limitaciones musicales: «Vive en una granja, tiene mucho encanto, no tiene vacas, pero seguro que tiene muchas ovejas y una nueva esposa y una familia. Y cuando viene a la ciudad, me pregunto si tocará conmigo. / Acostado en la cama, viendo la tele y comiendo galletas con su chica al lado, que es japonesa. Gritan y lloran, ahora son libres. Y cuando viene a la ciudad, sé que tocará conmigo. / Es un guitarrero de pelo largo y piernas cruzadas, recoge margaritas para la sopa en el jardín con su dama de largas piernas. Tiene una casa de cuarenta acres que casi no conoce, porque siempre está en la ciudad tocando para ti conmigo. / Yo toco un poco la guitarra. No toco el bajo porque es demasiado difícil para mí. Toco el piano si está en Do mayor. Y cuando voy a la ciudad quiero verlos a los tres, y cuando voy a la ciudad quiero verlos a los tres, y cuando voy a la ciudad quiero verlos a los tres».
Otros músicos en la sombra
Y, vaya, casi se me olvidan Barry Goldberg (1942-2025) y Garth Hudson (1937-2025).
El primero fue miembro destacado de la llamada generación olvidada del blues de Chicago, una pléyade de músicos blancos que se formaron al calor del blues eléctrico de Muddy Waters y Howlin’ Wolf y supieron crecer musicalmente hasta revolucionar el género en una serie de discos mayúsculos. Artistas como Mike Bloomfield, Charlie Musselwhite, Harvey Mandel o Nick Gravenites, a quienes hace unos años se rindió homenaje en el documental Born in Chicago. Pianista, productor y compositor de enorme talento, Barry Goldberg acompañó a Dylan en el legendario concierto eléctrico del festival de Newport de 1965, trabajó con el primer Steve Miller en la Goldberg Miller Blues Band, fundó con el guitarrista Mike Bloomfield los míticos Electric Flag y, además de colaborar con decenas de artistas de la primera división (Leonard Cohen, Bo Diddley, Percy Sledge, Stephen Stills, Al Kooper, los Ramones, etc), grabó, entre otros, un prodigioso álbum a su nombre (Barry Goldberg, 1974), producido por Bob Dylan y Jerry Wexler en el subsidiario Atco de Atlantic Records.
En cuanto a Garth Hudson, con su muerte se da carpetazo definitivo a la historia de The Band. Así le recuerda Robbie Robertson en su libro Testimony (Neo Person, 2017): «Con su pelo largo y oscuro, su amplia frente y su piel pálida, Garth Hudson parecía un músico de jazz o alguien a quien no le había dado la luz del sol durante años. Tocaba de una manera brillante, más compleja que nadie con quien hubiera actuado antes. La mayoría de nosotros habíamos empezado a tocar siendo niños y habíamos aprendido practicando, pero Garth tenía formación clásica y podía encontrar caminos musicales en los teclados que nosotros ni siquiera sabíamos que existían. Nos causó una profunda impresión. Garth era una persona muy tranquila y poco convencional. Yo le estudiaba porque sabía que poseía un don especial del que podíamos aprender. Captó mi atención cuando me contó que había tocado el órgano en la iglesia y en el funeral de su tío. Hablaba con gran pasión sobre cómo controlar emocionalmente a la audiencia por medio de la música, haciendo que se derrumbara o disfrutara en función de los temas elegidos».
Sin duda, The Band no habrían sido lo mismo sin su genio musical en el órgano Lowrey, el acordeón, el saxo y casi cualquier instrumento al alcance de su mano. «Garth era un enigma en muchos aspectos», dijo Robbie Robertson: «Padecía narcolepsia y se podía quedar dormido a cualquier hora: quizá por ello tenía un estilo de vida único. Algunos de sus hábitos eran poco comunes, por decirlo con delicadeza. Afirmaba que no sudaba, daba igual el calor que hiciera. Solía comprar zumo de naranja, pero esperaba dos días antes de bebérselo, hasta que toda la pulpa se había asentado en el fondo. A Ronnie Hawkins todo eso le parecía muy extraño, pero lo toleraba porque Garth era un músico increíble. Podía haber tocado con la Orquesta Sinfónica de Toronto o con Miles Davis, pero estaba con nosotros y eso era una gran suerte. Levon Helm sentía un gran respeto por Garth como músico, así que se limitaba a ignorar todas sus rarezas».
Cuando The Band se separaron, Garth Hudson siguió su camino con el mismo perfil bajo que siempre tuvo, colaborando con músicos de distinto pelaje y grabando algunos discos extrañamente evocadores, a caballo entre el pop atmosférico y aural de Brian Eno y la música catedralicia que siempre le fascinó. Seguro que Bob Dylan habrá escuchado estos días “Chest fever” en su memoria.
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