DISCOS
«Un trabajo consecuente con la trayectoria reciente de los unos y del otro»
Fuerza Nueva
Fuerza Nueva
EL EJÉRCITO ROJO, 2019
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
Definitivamente, son unos cachondos. Con discurso, pero cachondos. Tomando nota de las estrategias situacionistas de Guy Debord, que tanto calaron en la generación punk y post punk (sí, New Order también optaron por un nombre de resonancias fascistas, y la portada es un obvio guiño a Joy Division, andamos en las mismas), Los Planetas y Niño de Elche han optado por resignificar las palabras —tal y como antes hicieron El Pardo, Carrero Bianco, TEJERO, Despotismo Ilustrado, Antiguo Régimen o España cuando se bautizaron así— sacándolas de su contexto usual y, sobre todo, por resignificar un puñado de viejos himnos populares. Una maniobra que puede ser vista como boutade, como un triple salto con tirabuzón o como una provocación que opera en doble sentido: ciscándose de nuevo en los puristas de la tradición sonora y haciéndolo también en el rampante neofascismo (el fascismo de siempre pero con redes sociales) a través del subtexto. Porque lo de la máquina de desenmascararlos —a los fascistas, decimos—, en plan Woody Guthrie, obviamente no trasciende la humorada de barra de bar.
La materia prima, estrenada al completo el día de la Hispanidad como mandan los cánones, va del himno andaluz a “Els segadors”, pasando por el himno de la Legión o “Los campanilleros”, el cante jondo navideño que popularizó La Niña de la Puebla. Es precisamente esta última la que más se acerca al espíritu y al deje morentiano de La leyenda del espacio (2007), mientras que “La cruz” o “Santo Domingo” podrían perfectamente haber figurado por hechuras en Zona temporalmente autónoma (2017). No se trata este de un disco rompedor, ni particularmente arriesgado en lo sonoro, ni tampoco exento de altibajos. Es un trabajo, eso sí, consecuente con la trayectoria reciente de los unos y del otro.
Tiene también la paradójica virtud de reformular desde un prisma singular un puñado de himnos populares en un tiempo en el que el indie de pacotilla, desde otra vertiente muy distinta, se dedica precisamente a eso: a expedir estribillos onomatopéyicos en forma de fútiles himnos de estadio. Y, sobre todo, demuestra —con la colaboración de los textos de Pedro G. Romero y los diseños de Javier Aramburu, que redondean el concepto— que una buena melodía y un buen texto pueden admitir múltiples lecturas con el tiempo sin dejar de ser buenas melodías, por mucho que los guardianes de las esencias patrias y los celadores de la integridad artística que a estas alturas descubren qué es eso del apropiacionismo (y que en esto acaban siendo iguales) nos sigan repitiendo su murga.
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Anterior crítica de discos: La otra vida, de 091.