«El melocotón de Georgia rompió con estructuras musicales establecidas y, sobre todo, pulverizó todos los tabúes estilísticos, raciales y sexuales de la época»
La reina del rock and roll. Uno de los padres del género. Una bestia. Algo único. Un pianista salvaje. Un intérprete desatado. Un compositor endiablado. Little Richard, un auténtico forajido del rock que este mes es recordado por Fernando Navarro.
Una sección de FERNANDO NAVARRO.
«Mi voz era la más arrebatadora del mundo. Mi voz era puro descaro, y con ella decía cosas que eran puro descaro también». Son palabras de Little Richard, el hombre origen del rock’n’roll, el hombre que no le hacía falta abuela en el universo juvenil de los cincuenta, el negro atómico que hacía explotar su vibrante desfachatez con toneladas de ritmo en mitad del conservadurismo blanco norteamericano. Como dijo Keith Richards de él cuando fue elegido el músico más influyente de la historia del rock por la revista «Mojo», Little Richard “puso el technicolor en un mundo que se veía en blanco y negro”. Basta una sola escucha de ‘Whole Lotta Shakin’ Goin’ On’, ‘Lucille’ o ‘Long Tall Sally’ para darse cuenta que, ciertamente, era imposible resistirse.
Nacido en 1935 en Macon, en el corazón del cinturón bíblico norteamericano, el melocotón de Georgia rompió con estructuras musicales establecidas y, sobre todo, pulverizó todos los tabúes estilísticos, raciales y sexuales de la época. De chaval, fue un chico espabilado, incapaz de estarse quieto, hasta el punto de escaparse de casa y salir con un supuesto doctor a vender por las ciudades «ungüento de serpiente que curaba todos los males». Ya dedicado a la música, después de tocar en locales de mala muerte y grabar algunas canciones, un joven Richard, que se lo montaba con señoras y chicos por igual, dio el salto discográfico a Specialty cuando el sello, especializado en R&B y gospel, andaba buscando «una especie de B. B. King». Y, sorpresa, en el chico con el peinado inspirado en el cantante Billy Wright encontraron otra cosa. En las sesiones de sonido, Richard interpretó ‘Tutti Frutti’ y el mundo se puso patas arriba. Y eso que se trastocó la composición original para no herir sensibilidades. Se cambió la letra «Tutti-frutti loose booty» a «Tutti frutti all rooty» porque el productor de grabación, Robert Bumps Blackwell, lo consideraba un exceso de obscenidad ya que Tutti-frutti y booty eran términos que en la jerga significaban «gay» y «trasero», respectivamente.
El tema fue un éxito que sonó en todas las emisoras de Estados Unidos y Reino Unido. Con una sonrisa como el morro de un Cadillac recién comprado, el pequeño Richard difundió su buena nueva. Porque aquello tenía dosis espirituales para la juventud. Su ritmo salvaje era el incipiente sonido desenfadado de la nueva América, su voz apabullante era auténtico soul, sus trajes de lentejuelas eran una antesala del glam y su actitud ya podía haber sido definida como punk. Un negro del sur, pobre y bisexual en el Estados Unidos racista y puritano de los años cincuenta. Un compositor que incitaba en sus letras a liberarse de los yugos morales y obligaba con su trepidante sonido de piano a bailar y redefinir la música. Visto desde la distancia, era como un forajido sin más ley que la suya, pero al que muchos seguían. No había referentes de esa categoría, fue el primer intrépido en hacer caer murallas y fuertes.
Sin embargo, no lo tuvo fácil. Al igual que en el jazz o el swing, los creadores afroamericanos nunca eran lo suficientemente reconocidos en su propio país. Pasó con Duke Ellington o Count Basie, y pasó con Little Richard y tantos otros innovadores del rock. Bien es cierto que a la mecha ya le quedaba poco en los albores de una juventud que corría más rápido que su propio tiempo. La sociedad había dejado atrás la posguerra y un numeroso grupo de músicos hambrientos de diversión y electricidad empezaban a armarla, pero el “Awop-Bop-a-Loo-Mop Alop-Bam-Boom” (“aguanba buluba balam banbú” en español) del melocotón de Georgia pegó un poco antes que el resto. Ese alarido fue el comienzo de la revolución en EE UU. La chispa que hizo estallar el rock’n’roll como el mayor fenómeno cultural de la segunda mitad del siglo XX en Occidente. Luego, Elvis, quien se refería a Richard como «el más grande», haría más ruido que ninguno.
«En la cresta de la ola, dio rienda suelta a su apetito sexual. Era un devorador de mujeres y hombres, que le encantaba hacer orgías antes y después de las actuaciones y ser un voyeur»
En la cresta de la ola, dio rienda suelta a su apetito sexual. Era un devorador de mujeres y hombres, que le encantaba hacer orgías antes y después de las actuaciones y ser un voyeur. Lee Angel fue una de sus grandes novias. Una mujer dispuesta a todo para satisfacer al artista y a sus más lujuriosos deseos. Es conocida la anécdota con Buddy Holly, el músico con cara de empollón y niño bueno. Minutos antes de un concierto, Holly entró al camerino y, a petición de Richard, agarraron entre ambos a la chica para desahogarse hasta que al músico de las gafas de pasta le pilló salir al escenario en plena faena. Tuvo que salir con los pantalones casi caídos.
Mientras tanto, Richard siempre compitió por ser el mejor. Como se cuenta en la biografía, «Oooh, my soul!, La explosiva historia de Little Richard», escrita por el musicólogo Charles White, en unos años en los que se vendían a los músicos como aspirantes a la corona del rock y otros géneros, el músico de Macon hizo enfadar mucho al sureño Jerry Lee Lewis, que se negó a cantar antes que él por motivos raciales y de ego. Durante un concierto en Detroit, arrasó en su particular estilo provocador (del que tomaría buena nota en el futuro James Brown). Se quitó la ropa, regaló la túnica y las botas, se subió de pie al piano y compartió escenario con Mitch Ryder, admirado compositor local. Cuando después salió Lewis, Richard se dejó caer hábilmente entre el público y la mayoría gastaron más energías en pedirle un autógrafo o irse fuera del recinto con él que en prestar atención al otro pianista en escena. Lewis no se lo perdonaría. Con John Lennon fue peor. En Canadá, influenciado por Yoko Ono, el músico británico se empeñó en cerrar después de Richard y éste desprendió tal cantidad de energía que dejó en evidencia el frágil directo del ex Beatle, que tuvo que irse antes de tiempo.
La vida y obra del primer Little Richard representaron en apenas unos años todo lo que vendría después en medio siglo. Sólo la llamada de la religión pudo contener la adrenalina que desprendía el músico. Según sus propias palabras, gracias a su fuerte vocación religiosa, dejó las drogas que podían haber acabado con él ya que eran el diablo. Desde entonces, entregó su cuerpo y alma a la Biblia. Sus retiros espirituales habían sido constantes desde joven (a finales de los cincuenta ya amenazó con uno largo), pero Richard abandonó definitivamente el rock’n’roll por la predicación en los setenta. Era el dilema de su vida. El dios y el demonio. Lo mandado y el rock’n’roll. Seguramente, en el espíritu de Richard, ha triunfado más la ley de Dios, pero el corazón del rock late aún desbocado con su espectacular descaro bajo el rezo de aguanba buluba balam banbú.
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Fernando Navarro es autor del blog para el diario El País, La Ruta Norteamericana.
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Anterior entrega de los Forajidos del Rock: Bo Diddley, antes que la palabra fue el ritmo