Waldo de los Ríos
BSO Boquitas pintadas
HISPAVOX, 1974
Una sección de: VICENTE FABUEL.
Tiempos chocantes estos en los que pudiéndose encontrar reeditada la obra completa de La Charanga del Tío Honorio (pongo por caso sin especial inquina y con el respeto debido, pero ni un céntimo más), casos flagrantes como el de Waldo de los Ríos campan a sus anchas entre el estupor de unos pocos y la indiferencia general de muchísimos más. La realidad es que a fecha de hoy prácticamente no hay nada disponible en el mercado del gran músico argentino. Insólito. No voy a engañarles y contar que se me ha puesto mala cara porque no sería verdad, eso no es posible sonando como suena ahora mismo en casa uno de sus más exquisitos trabajos, la banda sonora que el bonaerense compuso en 1974 para el film Boquitas pintadas de Leopoldo Torre-Nilsson basándose en el homónimo libro de Manuel Puig. Hasta donde recuerdo, una sórdida historia con el protagonista masculino rodeado día y noche de mujeres y subido a un tobogán de sexo, dominación y humillación. Un guión ni hecho a la medida del maestro.
Situada en la parte final de su obra, a sólo tres años de su presunto suicidio, y ya definitivamente abocado a los “scores” como forma de subsistencia artística, que no la alimenticia, cubierta ésta con sus exitosas revisiones de clásicos mozartianos, Boquitas pintadas remite de pleno al método usado por los maestros italianos de la “colonna sonora”, aquellos incansables stajanovistas como Morricone, Piero Piccioni, Piero Umiliani, Bruno Nicolai… Escuchar a esos notables, escuchar Boquitas pintadas, supone un constante ir y venir casi sobre una única melodía, materia dúctil capaz de servir para cualquier cosa: la expectación de los títulos de crédito, la emoción en los momentos dramáticos o la ligereza de una situación desenfadada. Todo un trabajo de deconstrucción hecho con celo maniático y paciencia de benedictino que explicaría como pocos el carácter artesanal incluso en la alta creación. Pero ése es otro punto.
El punto de este disco brutal es el salto sin red de un artista, la entrega casi obscena de un músico ofreciendo muchas más prestaciones que las exigidas por el guión. El disco discurría febrilmente a través del largo trecho musical que va del tango a Bernard Hermann, sobre un reparto que incluía en uno de los papeles femeninos a Isabel Pisano, la controvertida pareja de Waldo que posteriormente publicaría la entretenida autobiografía del músico El amado fantasma (Plaza y Janés, 2002), inaugurando de paso un nuevo género literario en el que la supuesta autobiografía de alguien es escrita a posteriori por la viuda del finado. Pero era en esas variaciones desaforadamente románticas del tema principal, definitivamente confundidos ya el hombre y el músico, cuando el artista siempre pareció incapaz de alcanzar el éxtasis, al menos el placentero. Ni en esos momentos obligados en cualquier soundtrack, en esos inevitables lapsus dominados por una cierta lasitud, deja de intuirse que ya que no el éxtasis, al menos quien le acompañaría hasta última hora sería el tormento. Para Waldo de los Ríos (Buenos Aires 1934 – Madrid 1977), de nombre real Osvaldo Nicolás Ferrara, y Frank Ferrar como seudónimo en sus primeros y supuestamente alimenticios trabajos en el sello Hispavox, obras sinceras y desmadejadas como Boquitas pintadas no eran un trabajo, ni siquiera una banda sonora, aquello era un diván de psiquiatra.