Laura Nyro
«Eli and the thirteen confesion»
COLUMBIA, 1969
Una sección de VICENTE FABUEL.
Se cumple el 40 aniversario del Festival de Woodstock, inalterable y vigente modelo de cualquier concentración musical al aire libre que aún hoy permanece lozano en el imaginario popular del usuario. Parece razonable que, al menos esa primera vez, resultase difícil resistirse a ese fantástico eslogan publicitario de que tres días de paz, amor y música al aire libre no solo iban a cambiar tu vida, sino quizás incluso el mundo. Aparte de las estrellas participantes, la crème de la época, quizás no en su mejor versión, Woodstock contaría con 500.000 figurantes voluntarios dispuestos a convertir aquello en el mayor spot publicitario de la historia. Una quimera dichosa mecida bajo el timorato reclamo de tres días de paz y amor, solamente porque aún era prematuro usar el de sex, drugs and rock & roll.
En ningún sitio ha logrado interesarme menos la música que en los festivales al aire libre, y cuanto más grandes fuesen, peor. No crean que mi doctorado en desprecio al espíritu Woodstock me cayó en una tómbola, perseveré con denuedo hasta lo indecible costándome lo mío en modestas concentraciones hispanas al uso, y aunque quizás no sea cuestión, es posible que mi grado académico más alto se lograse tras un apocalíptico Windsor Free Festival (Londres, probablemente 1974) y en el que con la excusa de ponerme al día de grupos alternativos del momento, este servidor chapoteó agónicamente entre toneladas de barro negro londinense durante tres días y tres noches de lluvia, rayos y truenos. Logré sobrevivir, aquí me tienen, pero no me pregunten por el pecho de la exotic dancer Stacia que acompañaba a Hawkwind, o por el show escénico de los Gong, y no se quién más, porque es imposible recordar nada en semejantes condiciones. Memorable, suelen decir algunos de estos acontecimientos.
Si prescindimos de la tormenta, regalo que los dioses reservaron para el de Woodstock dos años más tarde, algo similar debió de pasar con Laura Nyro en su olvidada actuación en el Monterrey Pop Festival de 1967, ya que pocos recuerdan haberla visto, y los que lo hicieron dicen que fue rechazada por tocar con músicos negros. Excluida del montaje final del film de D.A. Pennebaker que inmortalizaría el festival, solo gracias a los auspicios de su valedor David Geffen logró aparecer con calzador en una celebración que inauguraba con todos los honores el “verano del amor”, precisamente una jovencísima intérprete, compositora y pianista de apenas 20 años llamada a desarrollar una obra justamente en las antípodas: perfectamente podría referirse a ello como el verano del desamor.
Si en Monterrey presentó su notable debut en Verve, «More than a new discovery» (67), dos años más tarde y ya sin mediar invitación para Woodstock, la neoyorquina se destaparía con este confesional «Eli & the thirteen confesion» (CBS). Un disco insólito por maduro y adulto en voz de mujer, tan distante de lo común sencillamente porque ese camino –a salvo de Joni Mitchell, aunque ésta en luminosa clave californiana, y Carole King que aún no había publicado su debut– no lo había transitado ninguna otra colega generacional. Musicalmente ofrecía una amalgama de pop, jazz, soul y torch songs que a pesar de su origen neoyorquino remitía más a Broadway que a Woodstock. Una propuesta servida con audaces letras sobre mujeres adolescentes más allá del tópico cheesecake boy-meets-girl, defendidas con desarmante franqueza y puestas en solfa bajo una voz con registros de tres octavas que le imposibilitó acceder al gran público. Sus canciones, sin embargo, enseguida la dejaron atrás. Aunque sea poco probable verlos en esta sección, artistas respetables como The Fifth Dimension («Weddding bell blues»), Three Dog Night («Eli´s comin»), Barbra Streissand («Stoney end») o Blood, Sweet & Tears («And when I die»), entre otros, sí que lograron acceder al restringido club del T0P 10, bien entendido que usando modos y maneras más de acuerdo con el prozak musical. Todo lo contrario que Charles Calello, su productor y arreglista, veterano manager de grupos vocales de los 50, que tras abandonar el Brill Building y trabajar con Frankie Vallie & The Four Seasons, ofreció a la artista un barroco mundo de cuerdas y mini suites sobre el que la artista subía y bajaba emocionalmente en un ejercicio tan bello como difícil de seguir. Efectivamente, pocos se atrevieron a seguir toboganes emotivos del voltaje de «Luckie», «Sweet blindness» o «Eli´s coming», y mucho menos hacerlo en uno de esos enojosos festivales al aire libre. Laura Nyro murió con 49 años en 1997 sin llegar a alcanzar nunca el estatus que su aportación demandaba, es posible que ahora mismo la experiencia de acercarse a ella sí que resulte verdaderamente inquietante.
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