Judy Garland
Judy at Carnegie Hall
CAPITOL, 1961
Una sección de VICENTE FABUEL.
Atrapados en su diminuto cuerpecillo de apenas metro y medio de altura se encontraron todos y cada uno de los oropeles y miserias del “show business” norteamericano. El médico londinense que el mes de Junio de 1969 certificó la defunción de Judy Garland por sobredosis de barbitúricos no llegó a tanto, la verdadera autopsia del mito hizo su aparición en vida de la estrella, en los escenarios, tras el brutal choque entre la fingida simulación que de su enmarañada personalidad había creado Hollywood y sus películas, y la incontestable realidad personal que a partir de finales de los 50 emergió a la luz. Por si hiciese falta amplificación a todo ello, dióse la circunstancia de que Judy Garland contaba con una de las voces más carismáticas de la época, en opinión de Tony Bennett incluso “una de las mejores voces del siglo”, en cualquier caso dueña de unos personalísimos recursos vocales que crearían escuela popular, desde Barbra Streissand o Vicky Carr a… pongamos Celine Dion (aunque no habría que echarle la culpa por eso) pocas cantantes del género han escapado a su influjo. La Garland cantó a Irving Berlin, a Noel Coward o a Cole Porter, pero igual hubiese funcionado cantando cancioncillas infantiles, a la hora de vomitar años enteros pasados currándose a conciencia su futuro glorioso capítulo para el Hollywood Babylonia de Kennet Anger: dañinos tratamientos para retrasar su crecimiento y desarrollo hormonal a cargo de la Metro, matrimonios de conveniencia amañados por la misma productora, años de consumo desordenado de píldoras adelgazantes, de barbitúricos para poder lograr dormir y por último, de anfetaminas a todo trapo para poder resistir todo aquel tren.
Tras esos años de molicie química y torbellinos sexuales –y de haberlo cantado casi todo sin aparente notoriedad crítica– se acercó a Capitol Records para presentar sus definitivas credenciales como cantante. Para ello contaría con los habituales del sello, los arreglistas y productores Gordon Jenkins y Nelson Riddle, en realidad, apoyo moral y arreglos orquestales a partes iguales, y los álbumes Alone (1957) y Judy in love (1959) comenzaron a entronizarla definitivamente como la diva blanca de referencia en el género de las “torch songs”. De alguna forma, cuando se alzó el telón de su mítico recital en el Carnegie Hall de Nueva York en 1961, probablemente el primer gran disco de pop en directo del siglo XX, reapareció la verdadera Garland, mostrando por derecho y sin tapujos el mapa de su catarsis personal como una forma de purificación al explicar experiencias pasadas. Una verdadera salida del armario en toda regla, de hecho un definitivo icono gay al que no es de extrañar que Rufus Wainwright se haya acercado recientemente, dicho sea de paso, de forma tan respetuosa y apasionada como algo impúdica.
Envuelto en anónima y espléndida portada que mostraba el cartel original del show, acompañada por la orquesta de Mort Lindsey y reeditado actualmente en doble CD con la totalidad íntegra del repertorio ejecutado aquella noche de Abril, los 26 temas que conformaron el concierto Judy at Carnegie Hall lograron batir unos cuantos récords simbólicos: primera vez que un disco de mujer lograba el Grammy a disco del año, y figurar 95 semanas en las listas de éxitos, 13 de ellas nº 1 consecutivas en lo más alto. Todo un triunfo personal de la artista en su intento de presentarse tal cual era logrando de paso la aceptación general. Una fascinante experiencia que –si tenemos en cuenta su pronta desaparición– quizás no le ayudó demasiado en su deriva personal y vital, pero el asombro generoso de aquellas sinceras y explosivas versiones que jamás sonaron tan a verdad de “Come rain or come shine” y “Alone together”, o la previsible entrega total sobre “Over the rainbow”, como si la Diva ignorase que tras esa partitura eterna se escondiera todo su pasado, conformaron un recital con mayúsculas, quizás el Gran Recital para según quien, y que la Diva inmortalizó cuando solamente contaba 39 años de edad.