DISCOS
«Han acabado por caer en los mismos vicios que denuncian, disparando en múltiples direcciones sin afinar el tiro»
Arcade Fire
“Everything now”
SONY/COLUMBIA
Texto: CARLOS PÉREZ DE ZIRIZA.
#prayforArcadeFire: sería un hashtag que no tardaría en recabar empatía. Los canadienses han sido prácticamente la única banda de este siglo que se ha acercado a esa cuadratura del círculo ya en vías de extinción: la de banda de estadios con credibilidad. Por el camino han ido, además, dejando buenas muestras de un crecimiento creativo que no avistaba límites. De la épica bombástica que logró su expresión más gráfica en ‘Wake up’, ‘Rebellion (Lies)’ o ‘No cars go’ a la metabolización del canon Neil Young en ‘The suburbs’ o la reformulación de la plasticidad “Scary monsters” (Bowie) via el disco funk de James Murphy (LCD Soundsystem) en composiciones tan enormes y poliédricas como ‘Reflektor’. Sus discos podían ser discutibles, pero en ningún momento revelaban regresión.
Obviamente, nadie está a salvo de deslices. A cualquiera se le puede ir la mano en cualquier empeño, más aún cuando los fines son tan maximalistas como los de la banda que comandan Win Butler y Régine Chassagne. “Everything now” no tiene las trazas del descalabro en toda regla que ya se ha venido apuntando estas semanas, pero suena a travesura desenfocada. El equipo de productores vuelve a ser de campanillas, con Thomas Bangalter (Daft Punk), Steve Mackey (Pulp), Markus Dravs y Geoff Barrow (Portishead) a los controles, pero esta vez queda meridianamente claro que a veces más termina siendo equivalente de menos.
Con la joie de vivre de ABBA y los destellos de la música disco de los años 70 como trasfondo, los Arcade Fire de 2017 reivindican su derecho a divertirse y a divertir, pero es tanto en la discordancia entre continente (las canciones) y contenido (los textos) como en su vacilante saldo global (el tramo que va de ‘Creature comfort’ a ‘Infinite content’ revela una deriva absoluta) donde reside su doble talón de Aquiles. De hecho, ese trecho del álbum marca el punto más bajo de toda su carrera, trasteando sucesivamente con el synth pop a lo Gary Numan, con el dub, con el reggae y con el garage rock de una forma bastante vulgar, impropia de la banda hasta ahora conocida como Arcade Fire. La pegada disco y el irresistible falsete de ‘Electric blue’, los ecos del sonido Philadelphia que resuenan en ‘Signs of life’, el bien tramado crescendo de ‘Put your money on me’, la serena emotividad de ‘We don’t deserve love’ o la radiante liviandad del tema titular son argumentos para la redención, que a buen seguro servirán para alimentar sus aún imponentes directos (como el que dieron en el último Primavera Sound), en los que disponen de sobradas argucias para minimizar cualquier traspié. Pero el terreno para las dudas ya está irremediablemente abonado, a la espera de próximas maniobras.
Esforzándose por apuntar contra los excesos y la deshumanización de la hiperconectividad en la que vivimos día a día, Arcade Fire han acabado por caer en los mismos vicios que denuncian, disparando en múltiples direcciones sin afinar el tiro, alentando el fútil fragmentarismo con el que hoy en día consumimos la música pop en un puñado de canciones que, con las excepciones ya resaltadas, apenas dejarán poso. Obligando a pulsar la tecla skip y desbaratando la idea del álbum como pieza digna de revalorizar. Grandes ideas mal dispuestas.
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Anterior crítica de discos: “Cinema Verité”, de Nine Stories.