COMBUSTIONES
«Con media España enfrentada a la otra media, no queda sino lamentar el papel marginal que la música juega en el tinglado»
En su columna semanal, Julio Valdeón se suma al debate sobre Eurovisión. Desde la polémica suscitada por el uso del autotune, hasta la elección de Chanel; pasando por el repaso de las candidaturas y el verdadero papel, o no, de la música en el festival.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Confieso mi estupor. Creía que Eurovisión, y su antesala en Benidorm, eran dos programas de entretenimiento con una relación tangencial con la música. La que acostumbran a presentar tiene el mismo interés que la de una función de fin de curso escolar con karaoke y cuerpo de baile. Error. Eurovisión son ya las Termópilas de nuestras guerras culturales. Octubre con lentejuelas. 1789 bajo una lluvia de confeti. Algo así.
Hubo primero una disquisición sobre el autotune. Por lo visto contradecía los mandamientos respecto de la autenticidad de un jurado y unos estatutos más próximos a una mala digestión de Heidegger o Nietzsche que a la realidad tecnológica y su correlato musical. ¿Dónde está la trampa de Luna Ki? ¿Dónde el desfalco? Por mucho que sentencien nuestros bienaventurados santurrones, aprovechamos el autotune para corregir detalles; igual que ayer comenzamos a usar la grabación por pistas y anteayer amplificamos las guitarras de palo y las voces para que los cantantes de blues pudieran hacerse escuchar en los atiborrados clubs del Southside de Chicago años 30. Y la descalificación de Luna Ki fue apenas en entremés del plato fuerte.
A un lado Tanxugueiras, que a mi amigo Rafa Latorre le suenan a «fiestas patronales de Cotobade»… y a mí parecido. Una turra folklórica con crocante pop. Una castaña. Al otro Rigoberta Bandini, que según confesión propia conecta con un poder muy especial. Uno que yo, en mi incorregible escepticismo, no logro tasar. Bandini, una cantante estimable, si acaso ligeramente impostada, presentó un himno, pegadizo y resultón, a las tetas. A la maternidad. A los cuidados. Blablablá. Olvídense aquí de la zorroridad (© Rosa Belmonte y Emilia Landaluce), de Madonna o del erotismo beligerante y libérrimo de, no sé, Amy Winehouse. Esto va por otro lado. Por el de los senos como paradigma reproductor. Más allá o acá, lo que la música no alcanza por sí sola, lo lograría adscrita a unos papeles adoctrinadores o, ja, revolucionarios.
Llegamos así a la ganadora, Chanel. Acusada de ser un producto prefabricado. Que no escribe sus canciones. Que cuenta con un equipo de productores a su servicio. Como si el Brill Building, Motown, la factoría Spector o Leiber & Stoller no fueran parte esencial de la historia del rock y del pop. O como si Frank Sinatra o Elvis Presley fueran menos que John Lennon o Brian Wilson. O como si Beyonce y cía. no dispusieran de unos equipos siderales y sus discos fueran el paradigma del cantautor que se lo guisa a solas.
Lo de Chanel es un truño. Pero Tanxugueiras tampoco son exactamente los Waterboys y Bandini no es Valerie June o Angel Olsen… para mí, claro. Porque luego está la asombrosa polémica sobre la elección de la ganadora. Que si tongo y que a ver dónde están los criterios. Ok. ¿Cómo calibrar la bondad artística de las propuestas? ¿Cómo tasar su teórica calidad sin enredarnos en las consideraciones subjetivas y las inevitables inclinaciones personales, en los sesgos y gustos, filias y fobias, de cada uno? Dado que en el mundo del arte no existen patrones ni procedimientos similares a los de la ciencia, el programa propone hacer caso al público y, posteriormente, a un jurado. Uno que, huelga decirlo, da vergüenza ajena. Pero ya me dirán qué esperan de unos programas de mierda, que usan la música como señuelo cuqui para poner a competir al personal.
Con media España enfrentada a la otra media, no queda sino lamentar el papel marginal que la música juega en el tinglado. Reciclada como mero vehículo ideológico y/o plataforma comercial para que unos y otros luzcan un músculo político propio de adolescentes. Mientras tanto, la mayor parte de la música y los músicos que merecen la pena en este país, puteados primero por la destrucción de las industrias culturales y la quiebra de las discográficas, y ahora por el Covid, malviven lejos del escaparate de una televisión pública usada, como antes sucedió con la obscena Operación Triunfo, para lucro de unos cuantos y absurdas disquisiciones evangelizadoras.
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Anterior entrega de Combustiones: La última de las rock stars.