COMBUSTIONES
«Quizá la última gran revolución musical del siglo XX»
A partir de la serie Hip-hop evolution, Julio Valdeón plantea la importancia y el valor en la cultura de determinadas escenas musicales. Algunas de ellas rechazadas por prejuicios, otras por desconocimiento, pero vitales a la hora de comprender la historia.
Una sección de JULIO VALDEÓN.
Remato, con mi retraso habitual, Hip-hop evolution, la serie de HBO de 2016 que recorría la historia del género. El documental pasa revista a los profetas, visionarios, iluminados, marginados, triunfadores y proscritos de una música nacida en las calles, entre cubos de la basura ardiendo, torres de apartamentos enfermas de aluminosis, ratas como caballos, fiestas en el parque y bocinazos de una pasma inquietante, que podía dejarte frito por ser negro y pobre, y echar mano del bolsillo para sacar unas llaves.
Presentada por el rapero canadiense Shad, Hip-hop evolution enfoca los orígenes, aquellos años setenta en que la disco music desparramaba su orgiástico sonido por todas las pistas, mientras los críos del pegamento idolatraban a las Ronettes y a los Stooges para artillar el nacimiento del punk y mandar a tomar por culo la podredumbre del rock sinfónico, operístico o progresivo, generalmente infumable. Al lado suyo, en los descampados del South Bronx y los callejones de Harlem, florecía una corriente rompedora, arrogante y dura. Quizá la última gran revolución musical del siglo XX. De la explosión comercial de Run DMC, desde aquella CNN del gueto que fueron los gloriosos Public Enemy, a la chulería con causa y la violencia barrial de Ice T o N.W.A, los guionistas de Hip-hop evolution se las apañan para contar con ritmo y cariño una de las historias más grandes jamás contadas.
Y uno no puede dejar de lamentar que los viejos prejuicios hayan propiciado que el nombre de pioneros como DJ Kool Herc, Grandmaster Flash o Afrika Bambaataa todavía sean desconocidos para el gran público. Los logros de esa gente son equiparables a los prodigios que tuvieron lugar en Memphis, cuando un puñado de críos hijos de la white trash y aupados a los hombres de los gigantes del blues y el rhythm and blues, inventaron el rock and roll.
Paradójicamente, a medida que la serie avanza hacia su conclusión, ya centrada en la gran explosión comercial de los últimos veinte años, disminuye mi interés. Me alegro por el éxito del que disfrutan los grandes nombres del rap contemporáneo, pero me cuesta horrores encontrar, en las lujosas producciones de estos años, discos tan excitantes y nutritivos como los de De La Soul o tan arrolladores como los de Wu-Tang Clan. Resulta de una simpleza pavorosa creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Al mismo tiempo pocas ideas más ingenuas que entregarse a la novedad por la novedad y/o creer que la creatividad es eterna y los géneros no hacen más que perfeccionarse. En el caso del rap (y del rock), lo dudo.
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