«Haríamos bien en considerar que algo cruje en un país que chulea a sus músicos, insulta a sus cineastas, exilia a sus científicos y, en general, baña con gasolina la osamenta que permitiría a las nuevas generaciones vivir de la creación»
Ante el actual estado de cosas, con la grabación fonográfica (eso que llamamos discos), arrinconada y asfixiada contra la pared, Julio Valdeón clama por ella y defiende todos los estamentos y oficios que conviven detrás de un disco. Un texto para entender qué son los discos y quiénes los hacen, ni más ni menos.
Texto: JULIO VALDEÓN BLANCO.
Remato una crónica para «Ruta 66» donde narro un viaje por Mississippi. Región olvidada, cuna del Blues pero también de la segregación, solo en tiempos recientes sus mandamases políticos parecen comprender la magnitud de la gesta cultural que supusieron los doce compases, reconciliados al fin con el hecho de que fueron los hijos de esclavos, con sus tradiciones de Senegambia, quienes pusieron el territorio en la cartografía del siglo XX. Al hilo de una progresiva recuperación de los lugares históricos, tumbas de músicos, etc., malvive una precaria escena que conserva las esencias de aquella música embriagadora. Al frente del renacimiento figura Roger Stolle, antiguo ejecutivo afincado en St. Louis que abandonó su trabajo y vendió su casa para trasladarse a Clarksdale, lugar sagrado del género, hogar de Muddy Waters cuando vivía de destilar whisky ilegal, tumba de Bessie Smith, puerta del Delta, donde ha levantado una memorable tienda de discos y libros, Cat Head Delta Blues & Folk Art inc. Más importante aún, descubrió que todavía quedan músicos octogenarios tocando las variantes primigenias, hijas directas de las que patentaron Son House o Robert Johnson. Una especie en extinción: lejos de los pirotécnicos solos de guitarra preconizados en los cincuenta por los dos King, Albert y B.B., los Terry Harmonica Bean, T-Model Ford, Pat Thomas, etc., perseveran en el Blues más espartano, hipnótico y crudo, tocan para un público local en garitos zarrapastrosos, apenas les alcanza para subsistir. Gracias a Stolle, que ha grabado a la mayoría, su música no se perderá «como lágrimas en la lluvia». Merced al pequeño sello que montó hoy son reclamados en lugares como Nueva York o Seattle. A la devoción, audacia y, uh, dinero, de un admirador debemos que hayan sido resituados en los mapas. Stolle, ¿es necesario decirlo?, forma parte de la industria, como Richard Berry, primero estafado por la precariedad de ésta y más tarde resarcido gracias a que la posición de los autores ganó fuerza, escritor de ‘Louie Louie’ que en los años cincuenta vendió los derechos de la canción por 75 dólares y pudo finalmente participar en los beneficios que había generado cuando 25 años más tarde ganó una demanda (al respecto pueden consultar «The sound of the city, the rise of rock and roll», el seminal libro de Charles Gillet).
Oh, là, là, la industria, la misma que producía a individuos como George Goldner, que colocaba su nombre junto al de los legítimos escritores de las canciones, caso de ‘Why do fools fall in love’, para luego venderlas al mejor postor, la misma industria, porque esta es una historia en claroscuros, que pagaba su sueldo a John Hammond y éste cumplió descubriendo y grabando, contra la opinión de sus superiores, frente al inicial desinterés del público, a Aretha Franklin, Count Basie, Bob Dylan o Leonard Cohen, esa industria que permitía el desarrollo de tipos tan fascinantes como los hermanos Chess o los Ertergun, la misma que apoyó a maestros del bluegrass como Bill Monroe cuando apostaron por tomar elementos de la tradición negra, la que en España dio a gente como Gonzalo García Pelayo, sellos como DRO, construida bajo la máxima de que las independientes rastreaban el «underground», las grandes fichaban lo más prometedor de entre esa oferta y a cambio las indies seguían ejerciendo de cazatalentos con la oreja cosida al asfalto.
Hablemos de la industria, a la que los paladines de la piratería y el libre intercambio de contenidos culturales desprecian, la que fuera Decca o RCA o vive reencarnada en Cat Head, la que en su día fichó a Little Richard, la que logró que el reggae (Chris Blackwell y su Island Records) pasara de fenómeno local, circunscrito a una olvidada isla caribeña, a patrimonio global, responsable de mil y un abusos pero también de innumerables prodigios, de que podamos disfrutar, digamos, de las piezas de Jerry Lee Lewis, Louis Armstrong o Charley Patton restauradas y anotadas gracias a que existen Charly, JSP Records o Catfish, la que en el caso de Stolle justifica la fe en ser humano cuando contemplas cómo arriesga su capital para conservar y distribuir el trabajo de unos ancianos bluesmen, dignificando de paso sus condiciones de vida.
Obviedades, pero necesarias ahora que el debate respecto al corso sobre la propiedad intelectual alcanza cotas de impresentable sofismo. Con impunidad rampante miles de discos, películas y libros son descargados por un consumidor que en la falta de aranceles legales de internet ha encontrado la perfecta barra libre. Si Ramoncín o Alejandro Sanz, un suponer, claman contra las descargas ilegales, mil y un internautas anónimos mientan sus discos, familia y allegados, crean foros para verter veneno, etc. Abunda el consabido «vete a poner ladrillos». Ignoran los verdugos la máxima lorquiana según la cual uno es poeta por la gracia de Dios… y del trabajo. Entrañable país, el nuestro, experto en sangre y moscas, donde paseamos al enemigo por las tapias de los cementerios virtuales mientras los nuestros, siempre los nuestros, fusilan a destajo. Hay que azotar al disidente, al que no piensa igual, ridiculizarlo, hacerse el simpático llamándolo enterado, listo, corrupto, ladrón, elitista, suficiente, mafioso, inventarle motes, bucear en su pasado, destripar sus méritos, pasearlo por la vía pública, hacer bufa, rechazar la mesura, la elegancia, la buena educación, la honradez intelectual, tan reaccionarias. En lugar de combatir las ideas, masacrar al individuo, laminar al otro, desintegrarlo, reducirlo a patético payaso, cosificarlo y machacarlo, puag, qué asco, ahí lo tienes, dando lecciones en su palacio de malaquita, entre yates y cochazos, mal español, ejemplo de la antiespaña, uf, que ya solo merece la misericordia de nuestro bendito garrote, la caricia de la guillotina eléctrica reclamada por Valle.
Como me disparo, mejor centramos el debate.
Aclaremos, por si las dudas, que el canon digital fue una chapuza lamentable, que opino que debe suprimirse.
Con su aprobación pareciera validar cualquier asalto al copyright; de paso, culpabiliza al usuario sin vista, acusación o pruebas. Claro que su torpeza no valida las tropelías, como el pagar impuestos para que limpien tu calle no te exonera de tus obligaciones cívicas, y a nadie se le ocurre protestar cuando lo multan tras mear el empedrado solo porque antes pagó al ayuntamiento (el ejemplo no es mío, lo leí en un foro hace poco). Pero, ya digo, el dichoso canon fustiga a quien copia para uso privado. Mala cosa por cuanto la copia privada resulta sagrada. Otro asunto será tomarla para distribuirla urbi et orbi si nadie concedió el privilegio. ¿Tan difícil resulta entenderlo, comprender que no es igual pasar un CD a un amigo que difundirlo gratis total entre cientos de miles? Afortunadamente el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha limitado su aplicación (dejando exento de su pago a instituciones y empresas). Algo es algo, aunque insuficiente a mi entender porque el Tribunal, con sede en Luxemburgo, señala que: «no es necesario verificar en modo alguno que éstos hayan realizado efectivamente copias privadas ni que, por lo tanto, hayan causado efectivamente un perjuicio a los autores de obras protegidas».
La Ley Sinde, o lo que de ella quede, arregla poco.
Uno no puede cerrar webs sin una legislación clara, sin orden judicial previa, a no ser que de una puta vez dejemos claro qué es delito y qué no, o sea, cuando fijen una ley para internet, actualizando, de paso, la legislación relativa a la propiedad intelectual. La ley actual, anclada en el viejo mundo de la cinta analógica o, con mucho, del top-manta, rarezas del pleistoceno, no funciona.
Del penoso espectáculo brindado por la clase política española ya ha escrito con eficacia no exenta de amargura Juan Puchades.
Cierto, la industria musical ha cometido numerosos atropellos. Como todas, pero no más que otras. Mantiene un discutible sistema que en numerosas ocasiones le ha permitido quedarse con los masters. Y consintió el entierro del vinilo. Colocó en su lugar el CD, que prima la comodidad sobre la calidad sonora, un artefacto más barato de fabricar (cuando lo produces en grandes volúmenes y se produce la economía de escalas) que sin embargo colocaron en el mercado un 30% más caro. La historia del CD, o de cómo entregaron el master, es la de una guerra entre las productoras de hardware, Philips y Sony, frente a las discográficas puras. Concebido en principio para un consumidor de alto poder adquisitivo y enfocado a la música clásica (Deutsche Grammophone era de Polygram/Philips, hoy Universal), serviría como anzuelo para vender sus entonces carísimos aparatos reproductores. Los japoneses, que ya habían perdido la guerra del vídeo a pesar de poseer un formato superior al VHS, Betamax, porque no tenían las películas, compraron CBS. Negocio pingüe, debieron pensar, y durante un tiempo lo fue.
En muchas ocasiones pareciera que disfrutan disparándose al ombligo. Piensen en el libro digital en España, ese espanto, víctima de una plataforma que parece diseñada por sus peores enemigos.
Pero, repito, al amparo de tantos y tan evidentes pasotes engorda un pensamiento lírico que identifica industria y mierda, y va a ser que no, va a resultar que los argumentos que insisten en sus insuficiencias o tropelías aparecen mezclados con malentendidos de consecuencias devastadoras para nuestro futuro económico y cultural. O como ha escrito Arcadi Espada, millones «participan con plena indiferencia moral en esta versión digital del tradicional escalo, que como toda forma de ilegalidad organizada ha segregado una copiosa ideología, destinada a enmascarar el objeto del negocio y a recubrir con ampulosa costra la mala conciencia de los usuarios, que al fin se sienten ladrones con causa».
Con la intención de aportar claves al debate, paso a repasar algunas.
Dicen muchos que si algo les interesa lo descargan; después, si les gusta, lo compran. Permitan que dude. Gracias a YouTube, Myspace o, no digamos, Spotify, uno puede escuchar la producción de un grupo y saber si le interesa. Queda muy elegante decir que una vez que verificamos las bondades de determinado disco procedemos a comprarlo, pero la realidad es que el desplome de las cifras de ventas demuestra que nadie o casi nadie lo hace. Una vez descargado jamás corroboramos su calidad pasando por caja. La discusión es subjetiva, abierta a debate, etc., pero los números, cabritos, desmontan el artificio de una comunidad que primero circula por eMule y después pasa la tarjeta de crédito.
Es entonces que añaden que habría que pagar por lo bueno, pero que la mayoría de las películas, discos, etc., son muy malos.
Entonces, ¿por qué comprarlos tan caros?
Por lo mismo que pagamos por cualquier otro bien o servicio.
Porque resulta entre abracadabrante y estupefaciente considerar la hipótesis de una comisión de sabios o un perpetuo referéndum que disponga precios en función de la siempre discutible genialidad del disco o libro.
El que los precios estén o no inflados no significa que podamos arramplar con el producto.
Si nos parece que nos roban vayamos a magistratura, presentemos la correspondiente denuncia.
Si tampoco es para tanto, si decimos robar en sentido figurado, etc., mejor seamos cautos, evitemos desnaturalizar el lenguaje, vaciarlo de contenido.
Como las discográficas, productoras, etc., son maaalas, como además menuda mierda de discos hacemos en España, servidor, masoca perdido, corre a ponerse ciego de descargas.
Las cifras de ventas de música muestran un desplome del 71,46% en esta pasada década, con un incremento de la piratería –Top Manta y descargas ilegales– inversamente proporcional al descalabro. Y la más perjudicada ha sido la música española: un descenso del 65% en un lustro.
Entonces argumentan que no hay lucro. Solo compartimos.
Hombre, no hay lucro para quien cuelga el disco en un servidor de intercambio, pero las páginas que los albergan, repletas de publicidad, no digamos aquellas que te piden registro y después venden los datos a empresas externas, ganan pasta, por no hablar, claro, de las teleoperadoras, forrándose a costa de distribuir sin pagar un clavo el trabajo ajeno. No vale, no, que hayamos pagado el disco, igual que el abonar la entrada de cine no autoriza a fletar un autobús para que todos los colegas entren en la sala, igual, en fin, que la dichosa entrada de hoy viernes no sirve para la sesión del sábado. El sonsonete de que otras mercancías, pongamos una humeante barra de pan, se pagan una vez, o sea, no distinguir entre bienes materiales e ideas, ladrillo o patente, camisa y partitura, velocidad o panceta, explica porque primero exiliamos a los afrancesados, después, más broncos, fusilamos a Ramiro de Maeztu en Aravaca, a Lorca en el camino de Víznar; actualmente, posmodernos, aseados, pulcros, nos limitamos al saqueo.
Ya, bueno, pero es que la verdad de la música está en el directo. ¿Quieren dinero? Que actúen. Yo sí voy a conciertos y pago.
Lo de siempre, confundimos autor e intérprete, algo que desde los Beatles y Bob Dylan se da con frecuencia pero que no siempre ha sido o es así. Desde los compositores del Brill Building (Doc Pomus, que escribió entre otras ‘Save the last dance for me’, o Gerry Goffin & Carole King, autores de, por ejemplo, ‘Will you love me tomorrow’) a la factoría Spector (de la que salieron ‘Be my baby’ o ‘Unchained melody’), hemos disfrutado de la bendita aportación de fulanos que preferían escribir a interpretar, así como de cantantes, Sinatra, Elvis, Camarón, que casi siempre grababan material ajeno. ¿Acaso Leiber & Stoller, autores de muchos de los éxitos de Elvis, no merecían cobrar? Por otro lado afirmar que la verdad palpita en el directo supone incurrir en un ejercicio de meridiana barbarie, olvidar que es el disco el que perdura, el que puede transmitirse a través del tiempo, o que algunos de los más brillantes y elaborados nunca fueron reproducidos en vivo.
«El músico no tiene porqué tocar ante el público si no le da la gana. No distinguir entre la obra grabada y su reproducción en vivo, creer que por pagar la segunda ya abonamos los costos de la primera, es una aparatosa falacia»
Volviendo a los Beatles, sus mejores obras, del «St. Peppers» a «Abbey Road», coincidieron con el enclaustramiento de un grupo que renunció a tocar en un escenario para consagrarse a la alquimia de la grabación. Pero es que, encima, el músico no tiene porqué tocar ante el público si no le da la gana. No distinguir entre la obra grabada y su reproducción en vivo, creer que por pagar la segunda ya abonamos los costos de la primera, es una aparatosa falacia. Y están los músicos, caso del Johnny Cash anciano, que por motivos de salud ya no podían tocar. Pues que les zurzan, cantan los alegres corsarios, que yo no pago por las «American recordings» que registró en los noventa.
Santiago González ha publicado en estos días una serie, «La culpa es del tomate», en la que trata de arrojar luz en el foso. Compartiendo muchos de sus argumentos, acertando en reclamar por enésima vez que la solución pasa por revisar a fondo la Ley de Propiedad Intelectual, solicitando garantías judiciales para cualquier cierre de webs, trato de aclarar, sin lograrlo, la razón por la que reproduce unas declaraciones de Manolo Escobar en las que el cantante señalaba que «si a la gente le gusta bajarse las canciones de internet el artista tiene que buscarse su trabajo en otro sitio y punto. Te lo buscas en el teatro». Entrañable, lógico en quien desarrolló buena parte de su carrera en un país desmochado, donde el mundo del espectáculo era un entramado paupérrimo, cuando al artista no le quedaba otra que pasar la gorra de teatro en teatro ante la imposibilidad de que la famélica industria fonográfica nacional, esa que hoy desaparece a velocidad turbo, pudiera ayudarlo. Ojo, Escobar triunfó. Pero el modelo del que habla, grabar un disco como mera presentación de tus espectáculos, ya existía: justo antes de que las discográficas se consolidaran y los reproductores de música fueran asequibles, o sea, hasta los años cincuenta, el negocio pasaba por el directo.
A los artistas se les grababa en condiciones penosas, especialmente a los de géneros considerados de baja estofa, como el blues o el country, pagándoles miserias, robándoles los derechos de autor, dejándoles fuera de los beneficios que la venta de esos discos para las jukebox de los bares pudieran deparar, condenándolos, en suma, a no controlar lo que registraban ni como se vendía. Como escribía Javier Pérez de Albéniz, ¿vamos nosotros a ser tan hijos de puta como aquellos empresarios? Solo con el auge del rock and roll, con la aparición de un sólido entramado que agrupaba a managers, abogados, etc., con el acceso de los artistas a la parte del león, pudieron estos negociar con ventaja, marcar la pauta comercial y, en buena medida, creativa. Nace entonces la edad de oro del disco de larga duración, concebido con ambición homogénea y no mera acumulación de canciones, mientras el EP cumplía la terapéutica función de dar salida a los temas más comerciales, a las canciones impares. La irrupción del CD acabó con el modelo, aparecieron más y más discos rellenados con remedos, apurados hasta el último segundo. La irrupción de iTunes demuestra hasta qué punto el consumidor prototípico prefiere el fogonazo casual de una canción determinada, el ritmo de las antiguas FMs con sus listas de éxitos, a la colección que exige tiempo y esfuerzo.
Consecuencia indirecta del consumo de temas virtuales, sin soporte físico, es la desaparición del engorroso libreto, ese que daba cuenta de la gente que había trabajado, letra pequeña que solo interesa a los cuatro bobos que sospechan que detrás de las canciones, libros, películas, hay autores. Tampoco debiera de ser mala la vuelta a las canciones aisladas, si bien reducimos la posibilidad de que aparezca un número suficiente de obras de gran calado. Más corrosivo parece que lo perdido en autoría, firma, nombre, nos lleva de vuelta al arte anónimo, gremial, ese que el romanticismo jubiló para dar paso a la figura del artista autónomo, alumbrado por la individualidad en letras de molde. Que las discográficas, y especialmente que la plataforma iTunes, cobren casi lo mismo por descargar un disco que no necesita de almacenaje, distribución, etc., fomenta el grito en contra del usuario y genera una realidad que lejos de beneficiarles acabará por ahogarlos. Ganancia momentánea, sangría a largo plazo, debieran corregirla. Si pueden… pues le recuerdo que en buena medida los responsables del precio del disco son las grandes superficies comerciales, las mismas que primero ahogaron a las pequeñas tiendas y ahora arrinconan la sección de discos hasta convertirla en algo anecdótico.
Volviendo a Santiago González, había explicado en su artículo que «Internet es un factor que permite a Shakira, por poner un ejemplo, dar conciertos con decenas de miles de asistentes y cobrar por uno de ellos lo que era inimaginable en un artista de su nivel hace quince años. Ya no hace falta organizar un Woodstock, ni ser Julio Iglesias o el difunto Sinatra para atraer al público en las mismas cantidades, pero todos los fines de semana».
No, don Santiago, Shakira da conciertos con decenas de miles de asistentes porque antes hubo una discográfica que pagó durante años para promocionarla, que ha invertido en publicidad, que ha concertado entrevistas y, ejem, presionado a los medios, pagado los vídeos que venden sus canciones, cuñas de radio, apariciones en las emisoras que cobran porque determinado disco suba o no en sus listas, etc. Los grupos que tratan de dar a conocer su producto sin una discográfica fuerte detrás, tirando solo del boca/oreja, de su página web, Facebook, etc., las pasan putas. En un abrumador porcentaje jamás podrán profesionalizarse. Conozco el percal. Tengo amigos en grupos independientes, gente que se curra la autoedición, representantes de bandas que lo mismo escriben gratis la nota de prensa que participan sin cobrar en el videoclip que otro amigo ha rodado. Con suerte, luego de invertir al menos 12.000 euros de sus bolsillos en grabar un disco, tras casi una década en la brecha, reciben críticas entusiastas de la crítica especializada y logran dar unos 30 conciertos al año con una media de 50 espectadores que pagan 6 euros, o menos, por cabeza. Por supuesto, mantienen trabajos aparte, cómo no, será imposible que en el futuro una compañía les entregue un anticipo para que puedan encerrarse en un estudio durante un año, como hizo Bruce Springsteen cuando grabó más de sesenta canciones y dio forma a «Darkness on the edge of town». Me pregunto en qué planeta viven quienes cuando al hablar de músicos acuden siempre al ejemplo de Miguel Bosé o similares, si conocen la existencia de revistas como «Ruta 66», «Rockdelux» o EFE EME y lo que estas defienden, si saben de Munster Records o Elefant, o Chapa. Pues bien, todo ese colectivo de músicos a la intemperie, con la actual crisis, tiene más difícil que nunca que una discográfica apueste por ellos. Irán a lo seguro, a lo que no falla, a lo único que nuestros intelectuales, que a lo sumo citan a Lennon & McCartney, conocen. Entonces, funesto instante, argumentamos que los músicos, autores incluidos, ya cobran cuando entregan su disco. Lo que buscan, enemigos del pueblo, es seguir ganando pasta gansa por el mismo producto, ¡el mismo!, toda su vida.
Cierto que las grandes estrellas cobran generosos anticipos, pero la inmensa mayoría de los músicos apenas recibe adelantos. Los beneficios llegan, de llegar, si el disco vende. El disco, por cierto, exige pagar no solo al grupo o cantante de marras, que verá compensado su esfuerzo si hay royalties, sino también a los instrumentistas de sesión, ingenieros, productores, etc. Decir que hoy cualquiera puede grabar por cuatro perras en su casa equivale a ignorar con malicia que las obras de Sinatra en Columbia y Capitol, con aquellas grandes orquestas, jamás podrán realizarse en tu habitación, o que el «Blonde on blonde» de Bob Dylan jamás hubiera supurado aquel sonido de mercurio líquido de no haber contratado Columbia a un ejército de soberbios mercenarios en Nashville, o que la propia Nashville, hervidero de estudios y músicos de alquiler, sería impensable de no existir ingresos para mantenerla.
Estudios como Stax, en Memphis, o Muscle Shoals o FAME, en Alabama, germinaron el periodo dorado del soul merced a que alguien pagaba el desplazamiento de las Aretha Franklyn, Etta James, Wilson Pickett, Arthur Alexander, Clarence Carter, Joe Tex, etc., hasta los lugares donde un ejército de compositores, músicos, productores, etc. (Rick Hall, Dan Penn, Barry Beckett, Jimmy Johnson, Jerry Wexler, Booker T & the MG´s, Jim Stewart, Stelle Axton, Chips Moman, Isaac Hayes, David Porter, Spooner Oldham, etc.), daba lugar a aquel sonido. Detroit jamás hubiera dado el soul de los setenta de no haber existido la infraestructura de unos estudios, Motown, que posibilitaron que naciera un estilo con marchamo único. El rock and eoll, tal y como lo entendemos, nace en el minúsculo estudio de Sun Records porque un buen día un fulano que hasta entonces trabajaba como empleado de hotel decidió jugársela, alquilar un local, construir el estudio con sus manos, fichar talentos locales, ayudarles a buscar un sonido, grabarlos, etc. Me refiero, claro, a Sam Phillips, y entre sus descubrimientos figuran tipos como Howlin’ Wolf, Ike Turner, Elvis Presley, Jerry Lee Lewis, Johnny Cash, Conway Twitty, Roy Orbison, Carl Perkins o Charley Rich. Decir que sin Phillips también hubieran creado el rock and roll es pura historia-ficción, hipótesis no demostrable que dejamos para partidarios de desentrañar los etéreos genitales de los querubines.
Hagan la prueba. Tomen un disco de la estantería, qué sé yo, «Lady in satin», inoxidable clásico de 1958 de Billie Holiday. Se trata de un álbum de canciones muy reconocibles en el que una cuasi agonizante Holiday, completamente alcoholizada, mezclaba su machacada garganta con vientos y cuerdas. Para empezar, está el asunto de las composiciones: todas ajenas, debidas a la pluma de escritores como S. Edwards, E. Bretton, D. Meyer, J. Van Heusen, H. Carmichel, J.F. Coots, etc. Todos ellos, y sus herederos, bien merecen que sus creaciones –’I´m a fool to want you’, ‘For heaven’s shake’, ‘It’s easy to remember’, ‘But beautiful’, etc.– les generen dinero, y la parte del león ha llegado con el paso de las décadas, cuando Holiday ha sido elevada al panteón de las grandes figuras del género. Por otro lado el disco cuenta con la inestimable participación en cada corte de la orquesta de Ray Ellis, responsable de los nuevos arreglos y director de un conjunto de cuarenta músicos en el que tocaban tipos de la categoría de Mele Davis, Urbie Green, Romeo Penque, Phil Bodner, Tom Mitchell, Danny Bank, etc., a los que, vaya por dios, hubo que alojar y pagar. Luego está, maldita sea, la figura del ingeniero, Fred Plaut, y cómo no el productor, Irving Townsend, en absoluto superfluo: aparte de coordinar las sesiones, enhebrar un sonido particular, aconsejar a los implicados, dirigir la post-producción, etc., tuvo que ejercer como psicólogo particular de Holiday, ayudándola a apaciguar sus demonios junto con el solícito Ellis. Por supuesto, fue necesario un estudio de gran calidad, repleto de cacharritos de última generación que captaran hasta la última voluta de unas interpretaciones que paseaban por el filo del cuchillo.
Ellis, por cierto, decidió los arreglos y el repertorio luego de comprar y estudiarse todas las grabaciones disponibles de Holiday, por cuanto no basta con conocer del directo a un intérprete para planificar cómo será el disco, y cada uno de esos artefactos, sí, también requirió del trabajo de un nutrido grupo de expertos. Más todavía: el disco que ahora disfrutamos es una remasterización realizada en 1997 por Phil Shaap, experto al que debíamos, entre otras primorosas restauraciones, la de «Miles Davis & Gil Evans: the complete Columbia Recordings», fastuosa caja en las que junto al ingeniero Mark Wilder, con el que también colabora en «Lady in satin», desarrollaron una complicada técnica para combinar las pistas originalmente grabadas en mono y estéreo, y así poder editarlas en dos ediciones diferenciadas. Junto a ellos, en los estudios que Sony Music posee en Nueva York, trabajaron el director del proyecto, Seth Rothstein, la ingeniera Debra Parkinson, los diseñadores gráficos Howard Fritzson y Randall Martin, el fotógrafo Don Hunstein, etc. Huelga decir que se beneficiaron de años de trabajo previo en el que los estudios han desarrollado máquinas y programas que permiten la restauración de discos añejos en pésimo estado. Como escribía Diego A. Manrique hablando de la posible desaparición de Abbey Road, los míticos estudios donde los Beatles grababan, «Ocurre que los grandes estudios son depositarios de un ‘savoir faire’ que resume décadas de errores, enmiendas, experimentos. Se necesitan unos micrófonos, un espacio, unos oídos expertos para grabar adecuadamente una batería, unos metales, unas cuerdas. Los bárbaros que proponían piqueta para Abbey Road seguramente ignoraban que, aparte de cargarse puestos de trabajo para técnicos y músicos, desaparecería un conocimiento único». Cuando la gente insiste en que si compra la edición remasterizada de los Beatles ya habrá pagado tres veces por las mismas canciones incurre en el pecado que venimos denunciando, obvia la costosísima orfebrería, décadas de magisterio e inventiva que la gente de Abbey Road y otros estudios han invertido. Discos como «Hot rats», de Frank Zappa, fueron posibles merced a la inversión en tecnología, al salto de las ocho pistas que dominaban en los sesenta a las dieciséis, mucho más flexibles, de los setenta. TASCAM, Heat y otras consolas sustituían a los viejos equipos de cuatro y ocho pistas, revolucionarios en su momento.
Ok., pero erre que erre una cosa es la música y otra la industria, y olé.
«Todos esos discos, estilos, etc., existen porque hubo quien machacó sus neuronas, exprimió sus recursos y dedicó cientos o miles de horas en parirlos y difundirlos. Que nos parezca mal que luego quieran recuperar la inversión, en muchos casos para evitar la quiebra, da pena»
Todos esos discos, estilos, etc., existen porque hubo quien machacó sus neuronas, exprimió sus recursos y dedicó cientos o miles de horas en parirlos y difundirlos. Que nos parezca mal que luego quieran recuperar la inversión, en muchos casos para evitar la quiebra, da pena; que en contadas, gloriosas ocasiones algunos llegaran a hacerse ricos y nos parezca mal es propio de envidiosos incapaces de celebrar que uno entre mil músicos no viva como un perro y muera pobre, que alguno, solo alguno de entre los tipos que nos hicieron felices, sea recompensado. Pero cuidado con los argumentos sentimentales, siempre pringosos. Sin apelar al agradecimiento, lo sustancial es que, salvo vuelta a las barricadas o triunfo de los soviets vivimos en un sistema capitalista, creemos en la retribución del trabajo, la propiedad privada y la acumulación de capitales; resulta, pues, sonrojante, que el consenso al respecto sea unánime excepto en el caso de los creadores. Más que apostar por la redistribución de la riqueza o la colectivización de la propiedad se trata de prístino latrocinio, robo descarado al que disfrazamos con máscara utopista para ocultar su amoralidad.
El siguiente argumento, o sea, que la cultura debe ser gratuita y universal, queda así respondido. Lo que debe ser gratuito y universal será la educación y la sanidad. La única posibilidad que existe para que la cultura fuera gratis es que estuviera completamente subvencionada, al cabo sometida al comisariado político de turno y el reparto de prebendas. No parece aconsejable que el dinero de los impuestos deba irse allí. Asunto distinto es la protección de una industria cultural que, en toda su amplitud, suponía en España el 4% del PIB, lo mismo, para entendernos, que la del automóvil, pero mientras la primera ha visto como más de ochocientas empresas, entre discográficas, distribuidoras, tiendas, etc., quebraba en apenas cinco años, con la consiguiente destrucción de empleo y perdida de mano de obra cualificada, la segunda sí parece de interés nacional. Así el gobierno subvenciona la compra de un coche nuevo. A todos nos parece bien, ¡cómo no! Ahora, si ayuda, pongamos, a la industria musical, hablamos de los chupópteros de la ceja, titiriteros y demás ralea. Lamentable, en fin, no distinguir entre la ideología del creador y su obra. El odio al contrincante nubla la evidencia de que resulta bueno para el país la existencia de una industria cultural bien musculada. Tanto unos, unidos por la repugnancia que les generan Sabina, etc., como otros, incapaces de reconocer, un suponer, que Jaime Campmany escribía de cine, no vemos más allá del disolvente prejuicio, hijos de esa España trágica que «ha de helarte el corazón», como tan certeramente recordaba Santiago González, profesionales en el caníbal arte de destriparnos sin pausa ni sentido de Estado ni gaita que lo acune.
Porque, señores, vivimos presos «del pensamiento mágico. Aquí creemos que la música grabada brota sola, que no necesita inversiones. Los centinelas de la cultura no leen la letra pequeña: solo cuenta el artista, aparentemente un fenómeno natural e inevitable. Se está extinguiendo la industria fonográfica nacional y ni siquiera quedará constancia escrita de sus afanes. Como si fuera una extraña artesanía tercermundista, a explorar por futuros musicólogos de Ohio o Nanterre» (Diego A. Manrique dixit). Nuevos Medios, responsable del Nuevo Flamenco, podría quebrar y no pasa nada, nadie llora, nadie reclama, nadie se moviliza, nadie, faltaría, compra sus discos. Pues sepan que gracias a héroes como Mario Pacheco, recientemente fallecido, Ketama grabó con Toumani Dibate su seminal «Songhai», el flamenco-blues de Pata Negra existe porque metió a los Amador en el estudio y reclutó a fenómenos como Carlos Lencero. Gracias a que viajó a Inglaterra y firmó un acuerdo con Factory, otro sello indispensable, trajo a New Order o los Smiths. A su muerte el país estaba demasiado ocupado en celebrar que el flamenco ha sido declarado patrimonio de la humanidad y no sé cuantas ampulosas chorradas más como para preocuparse de que sus dinamos culturales desaparezcan sin posibilidad de reemplazo ni tejido económico que asegure la continuidad del empeño al que dedicaron sus vidas.
¿Otro ejemplo? OK.
¿Recuerdan cómo Los Rodríguez salvaron el culo del rock and roll en español en los noventa? Su primer disco, «Buena suerte», pasó desapercibido porque editaron en una compañía, Pasión, minúscula. Solo tras el salto a DRO/GASA (adquirida por Warner) abandonaron las penalidades. Merced al éxito de sus últimas dos obras, en especial del recopilatorio «Hasta luego», Calamaro afrontó una carrera en solitario con garantías (durante su anterior etapa, luego del periodo junto a Los Abuelos de la Nada, ya había facturado discos magníficos, caso de «Nadie sale vivo de aquí», de los que casi nadie supo). Con DRO pagando, entre otras menudencias, la grabación de su nuevo disco en Nueva York (bajo las órdenes de Joe Blaney y junto a la flor y nata de los instrumentistas de Manhattan, como Marc Ribot), «Alta suciedad» fue un pelotazo. El dinero obtenido sirvió para que dedicase los siguientes dos años a parir su obra magna, «Honestidad brutal». Más interesante aún, sufragó el encierro, sin giras ni leches, que dio lugar a «El salmón». Fabulosa contradicción: el quíntuple mastodóntico aparece hoy como emblema de la creación a contracorriente, enfrentada a la industria y sus servidumbres. Sin embargo, si Andrés hubiera estado sometido a la necesidad de girar continuamente, desprovisto de unos generosos derechos de autor, acaso no existiría. Suele ocurrir cuando el artista no disfruta de una generosa herencia.
La generación de ideas no es lujo de cuatro. Constituye, junto al lenguaje y la memoria, los mimbres de lo que entendemos por humano. Haríamos bien en considerar que algo cruje en un país que chulea a sus músicos, insulta a sus cineastas, exilia a sus científicos y, en general, baña con gasolina la osamenta que permitiría a las nuevas generaciones vivir de la creación. Me espanta, por reaccionario, acusar a los jóvenes de esto y lo otro, descreo, por banal, vago e injusto, del pensamiento calcificado que insiste en culparlos de todas las pestes, pero sospecho, con amarga prodigalidad, que habitamos en una nación esquizofrénica, donde los escándalos por corrupción urbanística no son sino síntoma o reflejo de otras miasmas, donde la gente, por ejemplo, acude al Corte Inglés a comprar un traje para una boda, lo devuelve a las 24 horas luego de haberlo usado en el festejo, so pretexto de que no le vale, y los amigos, jocosos, celebrarán su garbo, su donosa facilidad para el trapicheo, su graciosa inventiva.
Habrá quien diga que no pasa nada si «El salmón» no hubiera existido, si los Beatles no hubieran dispuesto de las maravillosas innovaciones tecnológicas desarrolladas por sus ingenieros que tanto contribuyeron a la gestación de «Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band», si a los Stones no les hubiera alcanzado para alquilar Necollete, sumergirse en su tóxico sótano y grabar «Exile on Main Street», si la figura del productor profesional sobrase y ya no hubiera un Rick Rubin dispuesto a trabajar con Johnny Cash, un Joe Henry amparado por Fat Possum Records que resucitara la carrera de Solomon Burke, un Daniel Lanois haciendo magia en una casona de Nueva Orleans para que Dylan pariera «Oh mercy». Dirán que fue prescindible Tony Wilson y su labor junto a Joy Division, Cabaret Voltaire, Happy Mondays, New Order, etc., que T-Model Ford, a sus noventa años, debe tocar hasta que palme sobre las tablas si quiere seguir alimentando a su nutrida familia, que sobran futuros Gay Mercader, que nos colocó en la primera división de las giras, o nuevos Emilio Cañil, que montó Discoplay y ayudó a introducir el catálogo de Folkways (Pete Seeger, Woody Guthrie, Cisco Houston, etc.). Insistirán en que no necesitamos a profesionales como Vicente Mariskal Romero, Jaime Gonzalo o Ignacio Julià, que da igual si la papilla de Kiss FM sustituye a los locutores con gusto y talento, a tipos como Juan de Pablos, o que los conocimientos, y el estudio, de Paco Loco no beneficiaron a Australian Blonde, Nacho Vegas, Migala, Tachenko, El Hijo o Manta Ray. Creerán que el mundo hubiera sido igual de no haber alquilado aquel teatro Jim Stewart, de no haber colaborado Bob Johnston con algunas de las luminarias de los sesenta, de no haber fundado Servando Carvallar sus Discos Radioactivos Organizados, ofreciendo un paraguas a Siniestro Total, Parálisis Permanente, Loquillo, o Gabinete Caligari (estos tres últimos firmados por el sello Tres Cipreses, que tanta ayuda recibieron de Servando).
Pésimo negocio, éste de situar al borde de la extinción la figura del artista que merced a su trabajo pudo emanciparse del mecenas, del intelectual surgido tras el triunfo de los ideales ilustrados en el XIX (como muy bien explicó Francisco Umbral en «Lorca, poeta maldito»). «Judío que vive en Praga y escribe en alemán» (Manuel Vázquez Montalbán dixit), me subleva la deriva ideológica actual, que imagina el arte como una suerte de materia fluyente, mágica, que llega celeste sin intermediarios, rutilante maná, ajeno a la sociedad mercantil, libre de profesionales, medios o corroboración económica. Si seguimos así los cantantes volverán a mendigar las gracias del señorito. El escriba que abandonó el palacio carecerá de recursos, tiempo y dinero para desarrollar su obra, demasiado ocupado en representarse y promocionarse, cortados los recursos externos y, al cabo, democráticos, siervo otra vez mientras los ciegos, creyentes en la religión del gratis total, celebran el advenimiento de un sueño igualitario que en realidad nada iguala, que azufrará los campos, y bien que lloraremos.
P.D.: Hablé, en general, de música y músicos, de lejos el colectivo más castigado, marginado por los políticos, con un IVA del 18% sobre los discos, incomprendido por la intelectualidad al mando, tan analfabeta en cuestiones musicales, pero argumentos similares podrían haberse empleado para defender, no sé, la necesidad de la industria editorial, para abocetar la importancia de Carlos Barral, Mario Muchnik o Jorge Herralde, para glosar lo que significó Josep Vergés y como la revista/editorial Destino ayudó a gente como el citado Umbral, Miguel Delibes o Josep Pla, etc.
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