El público neoyorkino pocas veces enloquece con algún músico. Cada año tiene al alcance de la mano a cualquier artista o banda y su nivel de exigencia está siempre al máximo. Los neoyorkinos adoran la música pero se han curtido a base de algunos de los nombres más ilustres de la historia, por lo que se espera que el siguiente que quiera formar parte de este venerable grupo de insignes tendrá que ser capaz de mostrar un talento cegador. Esta clase de talento lo tiene Lucinda Williams, que el pasado viernes 23 de marzo abrió su gira de presentación de su último disco West ante la entregada audiencia de un majestuoso y repleto Radio City Music Hall.
Lucinda Williams tiene un tremendo talento, pero sobre todo tiene carisma, esa rara cualidad por la que matarían el noventa por ciento de los músicos de hoy en día. Su presencia en escena, como su música, huye de la pomposidad. Algo que es más admirable en una mujer que posee las cualidades físicas como para cubrir toda clase de portadas. Pero su temperamento rock busca otros derroteros, los del arte de lo sencillo y lo humano.
Así lo demostró sólo pisar el escenario con “Rescue”, uno de los temas de su último disco, una balada de sello personal en la que la artista desnuda su alma empapada de escepticismo y melancolía. Como ha dicho la propia Williams en diversas publicaciones estadounidenses, cualquier canción de West se mueve dentro del contexto que surgió tras el fracasado amor con su anterior pareja y la muerte de su madre. Por el mismo camino de intensidad le siguieron “Ventura”, “Fruits of labor” y “Drunken angel”, canciones que pertenecen a dos de sus anteriores álbumes, World without tears y Car wheels on a Gravel Road, ambos con una vena más rockera.
Lucinda Williams pertenece a la vieja escuela. En Estados Unidos, se la conoce como la reina del rock de raíces tras más de veinte años de carrera. No es para menos cuando en su cancionero brillan aún mejor en directo composiciones como “Lake Charles” o “Pineola”, verdaderos cruces de caminos entre el blues de la herencia de Hank Williams y el folk-rock más descarado de Dylan. Dice la cantante que su padre era un seguidor del primero y la crítica estadounidense que Lucinda podría pasar por la calidad de sus composiciones como la versión femenina del segundo. Lo cierto es que West recorre un camino lírico en conexión casi directa con el espléndido Time out of mind de Dylan. Buenos ejemplos son “Unsuffer me” o “Come on”, que en vivo trasladaron de inmediato al particular mundo de Lucinda donde lo frágil luce incandescente y lo resistente se recoge en un suspiro. Afirma su autora que la gran mayoría de las letras de West fueron compuestas en la cocina de su casa. Habría que imaginársela, entonces, como una pintura de Edward Hooper, sentada en la silla con la luz de una tarde en retirada.
El mismo poder de atracción que posee en los medios tiempos acústicos lo transmite en interpretaciones que exigen presencia eléctrica. Tras la mujer de corazón solitario, se esconde la artista total, que cuando se desmelena se come cualquier auditorio. “Rightseously” o “Essence” mostraron un lado salvaje cargado de magnetismo, gracias, asimismo, a una gran banda. Lucinda Williams sabe rodearse. Entre todos, destaca Doug Pettibone, un estupendo guitarrista pleno de facultades.
En los bises, la cantante tiró aún más del repertorio del nuevo disco cantando “Every has changed”, “West” y “Where is my love”, aunque cerró con “Hard time, killing floor”, su versión del tema de blues de Skip James y que aparece en el documental The soul man, dirigido por Wim Wenders.
Al final, un magnífico concierto, que se quedó corto por la política de toque de queda del Radio City Music Hall. Pero suficiente para hechizar a un público que tiene a Lucinda Williams en lo más alto. Si alguna vez gira por España, no tendrá tanta repercusión como Bruce Springsteen, pero bien harían los amantes del rock americano en ir a verla, y enloquecer con su música, tan honesta como arrebatadora.