«Los temas en vivo recogidos en el documental muestran a Elvis como un animal primitivo sabedor de que está donde debe estar, porque el rock and roll es un espíritu que se pierde en los tiempos»
La reedición en DVD del documental “Elvis on tour” lleva a Juanjo Ordás a reflexionar sobre la figura de Elvis y alrededor del que sería el último documental que el vocalista editaría en vida.
Texto: JUANJO ORDÁS.
Elvis Presley no es estadounidense. Lo fue, pero según consolidó su mito dejó de serlo para volverse universal. Cuando Elvis murió, nació el símbolo mundial «made in USA». Todos sus «impersonators» repartidos a lo largo del globo no dejan de ser un parpadeo, el ir y venir de una figura que, como un fantasma, continúa moviéndose entre la civilización.
Es lógico señalarle como un icono. Y como tal, compite en reconocimiento visual instantáneo tanto con Mickey Mouse como con Groucho Marx o el Che Guevara. Elvis es una fuerza omnipresente. El aficionado al rock and roll tendrá conocimientos más amplios sobre él que los que pueda tener alguien que no acostumbre escuchar música habitualmente, pero su imagen seguramente estará impresa en la mente de ambas personas. No su contenido, pero sí los datos fundamentales para ubicarle y saber de sus logros y trascendencia. Efectivamente, Elvis es de todos y de nadie.
Incluso es fácil imbuir de un componente místico su propia vida, algo que ya hizo Nick Cave en su canción ‘Tupelo’. Elvis no creó, Elvis fue la voz de la humanidad, tanto del que le escuchaba como del que componía para él. Para el oyente articulaba sentimientos, para el compositor revestía de carne el verbo. Y vivimos en un mundo terrenal. Es fácil contemplar su carrera como una progresión: Según crecía, su vida personal se complicaba más y sus canciones aumentaban en complejidad. Comparar el sencillo rock and roll del primer Elvis con el de los múltiples arreglos de su etapa final al estilo Las Vegas es anteponer dos fotografías tan distintas como complementarias. Nunca hay que olvidar que la etapa última de Presley estuvo rodeada de grandeza, no sólo musicalmente (sus últimos singles fueron espléndidos) sino que podríamos decir que con su dramático e innecesario final coronó una historia cuasi religiosa que hay que saber leer más allá del tópico. El hombre que acaba destrozado por su propia leyenda, como tantos mitos, pero sin hablar de decadencia. Porque no la hay en un hombre llevando su estilo de vida hasta las máximas consecuencias. Para algunos será temeridad, para otros algo innecesario, pero nunca decadente. No hay decadencia en el estado físico de Presley durante sus últimos conciertos, con su porte aún emanando poderío, tratando de darse a sus seguidores, quizá lo último real que le quedaba. En ese sudor sólo hay orgullo. No, el divo no dirigió su instinto hacia la autoconservación, puede que se perdiera en el lujo y su adicción a los barbitúricos ciertamente llegó a ser exagerada, pero nunca fue ajeno al dolor y hasta en sus últimos días la dignidad le revestía. En este sentido, hay que recomendar el fabuloso libro “Elvis. Corazón solitario” firmado por Javier Márquez Sánchez, el texto más interesante sobre el músico escrito en castellano.
El recientemente reeditado “Elvis on tour” (Warner) registra la etapa final de Elvis, cinco años antes de su muerte. Es decir, poco antes de que subiera a una cruz de madera con enormes luces de neón encima que rezaban “Ain’t no business like show business”. ¿Se inmoló en nombre de su arte?, ¿fue víctima de si mismo? Poco importa. Es 1972, Elvis está exultante, viste como un glamuroso rey en un mundo de grises plebeyos y se está marcando una gira en la que visitará quince ciudades. Elvis es rock. Elvis es feroz. Se agita en escena ante las miradas de fans enloquecidos, supura sexualidad frente a ellas, destila poderío ante ellos, hay un instinto y una pureza en su actitud que hace que su «performance» sea puro rock and roll. Los temas en vivo recogidos en el documental muestran a Elvis como un animal primitivo sabedor de que está donde debe estar, porque el rock and roll es un espíritu que se pierde en los tiempos, un concepto elemental que, como otros elegidos, él mismo invocó al ritmo de las guitarras eléctricas y espirituales negros.
Es interesante que el núcleo de la banda que le acompaña realmente parece un grupo más que un equipo de operarios musicales asalariados. El ejercicio es apartar a los múltiples coristas y a la orquesta (por otro lado fundamentales en este momento de su trayectoria) y centrarse en las guitarras de James Burton y John Wilkinson, el trepidante bajo de Duke Bardwell, la técnica y nervio de Ronnie Tutt (un batería excepcional a reivindicar) y los sensibles teclados de Glen D. Hardin. Realmente no tenían nada que envidiar a cualquier otro grupo de la época, sólo que ellos trabajaban para Presley, un jefe que les valoraba y pasaba muy buenos ratos a su lado. Sí, eran su banda, pero si nos fijamos tenían un peso excepcional, una identidad y personalidad que pocas veces se ve en un grupo de acompañamiento. Evidentemente, la grandilocuencia de la trayectoria final de Elvis precisaba de esa mastodóntica orquesta que añade arreglos y pompa renovando los viejos temas y del numeroso grupo de coristas (The Sweet Inspiration, Kathy Westmoreland, y J.D. Summer and the Stamps Quartet). Un espectáculo gigante en el que nada sobra, un monumento sonoro enorme, un trono musical.
“Elvis on tour” no sólo entretiene, es un retrato fidedigno del glamour de lo que podríamos denominar como etapa “Las Vegas”. No hay sencillez, sino arreglos multiinstrumentales, una rica información sonora que deleita los sentidos, que encaja con un Presley que incluso permite a las cámaras acceder al estudio de grabación donde se estaba registrando “He touched me”, su último disco de gospel. El sentido del humor del Rey también se deja notar en múltiples escenas fuera del escenario, e incluso encima de él no tiene reparos en presentar al público en exclusiva ‘Burning love’ con las letras escritas en una hoja de papel de la que acaba deshaciéndose hacia el final de la interpretación. Efectivamente, Elvis existió, era humano e incluso sabía reírse de si mismo. Es momento de reivindicar su obra en su conjunto, sin separatismos sino en perspectiva. Y la grandeza aumenta.