COMBUSTIONES
“La inapelable destrucción de las industrias culturales, y la atomización del mercado, complica más y más dibujar un canon a partir de los últimos veinte años”
Esta semana, Julio Valdeón reflexiona sobre un artículo que plantea que el viejo canon está acabado, y que a excepción de nombres como Spirit o Frank Zappa, ha permanecido intacto durante más de cuarenta años.
Una columna de JULIO VALDEÓN.
Michael Hann escribe en el “Guardian” uno de esos artículos que tanto gustan a los periodistas musicales obsesionados con emular a Owen Jones en los hiperventilados escaparates de la opinión. Viene a decir que el viejo canon está acabado. Ese que arranca con Elvis y Chuck Berry. Sigue con los Beatles, Bob Dylan, los Beach Boys, los Stones y etc. Desemboca, andando los años, en Young, Reed, Bowie, Springsteen, Clash, Ramones… Bien. Le compro la enmienda a la pomposidad de músicos y críticos allá por los setenta. Cuando los primeros se entregan a los blanditos y acomplejados meandros del rock progresivo y los segundos mendigan silla en la academia. También creo que, en efecto, la inapelable destrucción de las industrias culturales, y la atomización del mercado, complica más y más dibujar un canon a partir de los últimos veinte años.
Pero alucino cuando critica que, salvados Spirit, Frank Zappa, Johnny Winter, Joe Cocker o Country Joe and the Fish, el canon haya permanecido prácticamente intacto durante más de cuarenta años. Digamos que para Hann no habría época sin su correspondiente Miguel Ángel y su inevitable Picasso. Con lo que no queda más remedio que triturar el canon y rearmarlo a ritmo supersónico. Año tras año surgen cuadros que rivalizan en importancia con “Las meninas”, sinfonías a la altura de las de Shostakovich y discos de rhythm and blues tan buenos o más que los de James Brown. No considera la hipótesis de que las disciplinas artísticas sufran altibajos e, incluso, agoten su recorrido. Al contrario. Salimos a una media de 783 obras maestras por temporada.
Luego está el asunto de que analiza la realidad equipado con el muy reaccionario “frame” indentitario. Sostiene que el canon es rock. El canon es masculino. El canon se mide por álbumes, facturados mayoritariamente por rockeros blancos. Vale. Entiende, aunque no lo haga explícito, que el canon —de seguir vivo. De no empaparlo en queroseno y fuego por fascista— ha de cumplir funciones sociales más allá del perímetro del arte. Idealmente, reparar injusticias, repartir honores con pulso equidistante y no descuidar a las llamadas minorías. Importan menos los méritos de la obra que la ideología, el color de la piel, la religión, el sexo y hasta el sufrimiento de los antepasados del autor.
El amigo Hann remata convencido de que los críticos tienden a celebrar la música de su juventud. ¿Cómo le explico? O mantenemos en el canon los mismos discos y autores así pasen doscientos años, Beatles y tal, con lo que inevitablemente habrán llegado plumillas cuya pubertad no coincidió con el auge de Sun Records o la Invasión Británica, o cada generación se dedica a entronizar a sus contemporáneos. ¡O ni a, ni b! Servidor, con catorce años madrugaba para ir al Instituto con la carpeta empapelada con fotos de la Historia del Rock de “El País”. Mientras mis compañeros presumían de Backstreet Boys, yo paseaba los caretos de las Ronettes, Roy Orbison y Little Richard. Admirable Hann: ¡yo también vivo amarrado a la banda sonora de mi pubertad! Otra cosa es que necesite algo más que los argumentos de un comisario político para convencerme de que Kanye West y Ariana Grande tienen más interés, enjundia y talento que Hank Williams, Otis Redding, Miguel de Molina, María Jiménez y Johnny Cash.